Para llegar a Brasil, patear una pelota también es ruta (1era parte)

El fútbol moderno fue creado en Inglaterra en el siglo XIX y llegó a Brasil ese mismo siglo. Rápidamente fue creando seguidores hasta acaparar el ámbito deportivo, al punto de tener cerca de 16% de la población que lo practica y un 90% de la atención mediática. Los otros deportes principales, como el voleibol y el automovilismo, se conforman con lo que sobra. Se dice que ya es parte de ser brasileño. Un niño en la ciudad de Fortaleza me contaba que su primer juguete fue una bola de fútbol, y que su miedo mayor era perderla. Algo tiene el balompié que apasionó tan rápidamente a Occidente en general y a Brasil en particular. Se dice que hay antiguos juegos de pelota, parecidos al fútbol, en todas las culturas y que, por eso, logró cautivar tan rápidamente al público.

Estuve allí el día del juego, en la jornada esperada desde tres fechas diferentes: desde el 2007, cuando le fue concedida la sede de la Copa Mundial de Fútbol a Brasil; desde el 2010, cuando la pasada Copa terminó con Brasil en el sexto lugar; y, sobre todo, desde 1950, cuando perdieron la final contra Uruguay en Brasil. La vergüenza del llamado “maracanazo” permanecía hasta ese día. Además de querer conquistar su sexta copa, era la oportunidad de exorcizar viejos demonios. Para ello se valían de una selección nacional liderada por jóvenes estrellas y un director técnico con la experiencia de haber dirigido su más reciente campeonato mundial en el 2002. No obstante, a pesar de las oraciones a todos los santos y vírgenes católicos, con énfasis en la patrona Nuestra Señora Aparecida, de los pedidos a los mártires cristianos del catolicismo, de las ofrendas a los dioses africanos del condomblé y de las observadas supersticiones, la destreza deportiva no bastaba.

Llegó el ansiado 12 de junio de 2014 y me dirigí hacia el recién inaugurado estadio Arena de São Paulo. Para llegar: caminé, tomé el tren y caminé. En ese recorrido fue imposible no ver el cambio en la ciudad debido el magno evento. En la tierra del jogo bonito, de los únicos pentacampeones, era obvio que el país no podría ser el mismo siendo sede de la Copa del Mundo. Se notaba por todas partes y a toda hora: en la seguridad en el centro de la ciudad y los lugares turísticos; en la programación de la televisión, en la que los presentadores y la escenografía llevan los colores nacionales y los temas giran en torno al fútbol; en las tiendas, donde, sin importar los productos que vendan, la decoración es referente al torneo y casi todos los comercios venden algo relacionado al país (camisas, pitos, gorras, banderas, cornetas, llaveros, vasos, lápices, etc). Hasta el más pequeño establecimiento tenía, al menos, estandartes a la venta.

También hubo quien desplegó su sábana o colocó una caja cualquiera en plena acera y ofreció diversos artículos. Todos ellos estaban tratando de que el Mundial no fuera de provecho solo para los ricos y corruptos. Si algo me sorprendió del Brasil en Copa fue que esperaba ver y oír más entusiasmo, pero los proyectos sobrefacturados, las promesas no cumplidas de infraestructura y las perennes fallas en los servicios básicos dejaron a muchos molestos, indignados y tristes. Así no daba para torcer (apoyar) tanto, más aún cuando, acabada la celebración del campeón e idos los fanáticos, solo quedarían para el país: estadios nuevos o reformados, pocos de los cuales tendrán uso real, y nuevos impuestos para pagar todo eso. Así, en mayor o menor grado, se repitió en otras partes, no importaba la ciudad que se visitara.

En la calle y en el tren noté miles de personas que se dirigían a casas de familiares para ver el partido. Los días en que jugaba Brasil eran feriados en todo el país; era la aceptación de la realidad de los habitantes. De no ser así, de todos modos, el ausentismo convertiría esos días en libres de trabajo. Esa realidad hace que el balompié esté presente como en pocos lugares del mundo. Una tarde, casi cayendo la noche sobre la ciudad que acababa de ver desde la azotea del edificio Altino Arantes, caminaba por el Centro de São Paulo cuando vi a un grupo de personas aglomeradas alrededor de alguien. La curiosidad me llevó a acercarme: era un hombre que ofrecía cinco reales por cada dos apostados, o veinte por cada cinco, para la persona que acertara a derrumbar dos botellones de refresco (llenos de agua) con una bola de fútbol. Pocos lo lograron, obviamente, de lo contrario, no había negocio. Alrededor había conversaciones y alegría entre personas diversas: ricos (engabanados) y pobres (sin zapatos); el que tiene varias casas y el que no tiene dónde dormir. Todo alrededor del llamado “deporte rey”.

El sistema de transportación funcionó excelentemente. En las ciudades que tenían metro, ese era el mejor medio. En las que solo tenían autobuses, había varios con rutas exclusivas para los estadios. Claro, había que salir temprano hacia el juego debido a los imprevistos: engarrafamentos (tapones) por los miles que se dirigen hacia un mismo lugar; protestas en calles y estaciones; filas para entrar a los parques. Las ciudades más grandes, São Paulo y Rio de Janeiro, fueron las que presentaron mayores filas y más desorganización para entrar a los estadios. En cuanto a las protestas, hubo muchas y en todas las ciudades. Sin embargo, fue un movimiento bastante minoritario. Esperaron muy tarde para levantar sus voces. Tenían que oponerse antes de que la sede fuera concedida. Una vez encaminado el proyecto y a punto de comenzar los juegos, era muy tarde. Como se podía prever, las autoridades reprimieron con gases lacrimógenos y macanazos a los que trataron de tomar estaciones del tren o interrumpir el tránsito en las carreteras. Inimaginable que el Gobierno fuera a dejar que unos pocos les dañaran la fiesta ante los ojos del mundo entero.

Tan pronto entré al estadio, noté que el mismo no estaba listo. Había escaleras que habían sido empañetadas hacía poco, cuyos bordes se resquebrajaban. Los servicios de comida no estuvieron disponibles, sino hasta media hora antes de comenzar el juego y en cantidades pequeñas que se agotaron rápidamente. Al parecer, siete años no fueron suficientes. Una vez sentado el público, pude observar los carteles de la FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociación) y las banderas y paños con mensajes que habían colocado en las barandas los fanáticos. Aunque varias eran banderas de Brasil, la mayoría eran de equipos de la ciudad, especialmente de Corinthians y Palmeiras. Le pregunté a un paulista a mi lado, quien me explicó que allí son más fanáticos de los equipos del campeonato brasileño que del equipo de Brasil porque juegan más a menudo y están más presentes en sus vidas. Él era un ejemplo: había viajado hasta Japón para ver al Corinthians, pero ese era el primer juego de la selección nacional al que asistía.

dibujo

Antes de comenzar el juego, se presentó un espectáculo artístico que dejó a casi todos con mal sabor en la boca. El país que tiene increíbles celebraciones, como el Carnaval, y múltiples festivales folclóricos llenos de colorido, creatividad y música de alta calidad quedó reducido ante el mundo a unos pocos bailarines y personas disfrazadas que se movían al ritmo de melodías insípidas y, finalmente, al éxito comercial de Jennifer López, Pitbull y Claudia Leitte. En esto se vio una de las fallas de la Copa: dejar la dirección artística a una belga y no a los propios brasileños expertos en el tema.

Una vez iniciado el partido, los cantos en el estadio fueron varios, destacándose dos: “Yo soy brasileiro, con mucho orgullo, con mucho amor” y “El campeón volvió”. Al ser el juego inaugural, estuvo presente el presidente de la FIFA, quien fue abucheado, y la presidenta de Brasil, quien recibió una sonora rechifla aún mayor y los gritos por parte del público que decía a coro: “E, Dilma, vai tomar no cu” (Oye, Dilma, vete a coger por el culo). Esto se repitió cada vez que la Presidenta aparecía en las pantallas y se escuchaba en cada estadio, pero se iba diluyendo con el avance del torneo. Algunos lo adjudicaron a la molestia colectiva; otros, a sectores políticos opositores.

El ambiente de camaradería que vivía el país solo se daba durante la Copa. Cuando hay juegos de la liga brasileña, es otra la historia. Hay ciudades como Fortaleza donde la policía debe dividir las avenidas y el estadio para que los fanáticos de los equipos de Fortaleza y de Ceará no se encuentren. Lo mismo sucede en São Paulo entre el Corinthians y el Palmeiras; y en Rio de Janeiro entre Flamengo y Fluminense, por mencionar algunos ejemplos. La confraternización fue increíble, tanto en São Paulo como en las demás ciudades sede. No importaba el país del que fueran las personas, se disfrutaban el juego, sin discusiones caldeadas ni peleas. Al contrario, se compartía con los extraños, desde saludos hasta refrescos, y abrazos cuando se anotaba un gol.

Acabó el partido. Triunfo para Brasil, 3-1. Alegría generalizada. No convenció a muchos, pero el resultado es el esperado. Por ahora, todo va de acuerdo con el guión deseado.

 


Lista de imágenes:

1) Emmanuel Polanco, “The play’s the Thing. How soccer imitates art.”
2) Emmanuel Polanco, “The Museum of Innocence.”
3) Emmanuel Polanco, “The black mark against les Bleus, football in France is rife with racism.”
4) 8by8 ilustra la Copa Mundial de Fútbol en Brasil. 
5) Emmanuel Polanco, “The impossible dream of Team USA.”