La política en la historiografía puertorriqueña del siglo 19: entre integristas y separatistas. La interpretación separatista del reformismo y el autonomismo (Final- parte 2)

El autonomismo en el imaginario separatistas: el caso de Betances Alacán

Una pregunta que me parece apropiado responder en este momento es el asunto de como los separatistas veían a los liberales reformistas y los autonomistas desde su trinchera. Los potenciales aliados durante “lo de Lares” en la década de 1860 habían transitado hacia el autonomismo moderado en la del 1880. La desilusión ante el retorno del absolutismo desde 1874, por lo que esto significó en la posposición de cualquier esfuerzo reformista de la monarquía en Puerto Rico, fue un factor decisivo en ello. La crisis de la economía colonial y la aparición de nuevos agentes sociales tras la abolición de la esclavitud y la libreta de jornaleros en 1873 sin que se alcanzara del todo el ideal liberal del trabajo libre conminaba a la revisión de los discursos públicos en el escenario de un orden cada vez más intolerante. Un laboratorio extraordinario para fijar la representación que se hacía el separatismo de aquellas propuestas alternativas es la obra de Betances Alacán.

El médico se había ido de Puerto Rico en 1867 poco después de haber sido citado por el gobierno español como parte de la campaña articulada por la Capitanía General tras el abortado motín de los artilleros de la capital con el cual no tenía ninguna relación. Aunque algunas fuentes lo ubican de paso por la isla en 1869 como parte de su trabajo clandestino, nunca se ha podido demostrar la veracidad de esa aseveración. Lo que se sabe con certeza es que en aquel año, España había conseguido que el gobierno danés vedara su ingreso a Saint Thomas, puerto más cercano a Puerto Rico en el cual podía recalar el conspirador (Ramos Mattei 1987, p. 41 ss). Se sabe que salió de las Antillas en 1872 y que solo retornó para ejecutar algunas actividades conspirativas cerca de Gen. Gregorio Luperón (1839-1897) y Eugenio María de Hostos Bonilla (1839-1903) que no produjeron el efecto deseado durante el año 1875. Durante ese breve periodo de tiempo las relaciones de España y Puerto Rico fueron reestructuradas en el marco del coloniaje de acuerdo con las necesidades del liberalismo y el republicanismo peninsular, sector tan comprometida con el imperialismo español como los conservadores que le habían antecedido y que les sucederían en el poder. A partir de aquella fecha, Betances Alacán estableció su residencia en París donde se dedicó a su profesión y a elaborar una diversidad de proyectos empresariales que hablan muy bien del dinamismo de esta personalidad.

Todo sugiere que entre 1875 y 1892 la relación Betances Alacán con Puerto Rico se redujo de manera dramática. Nunca pudo regresar a su país a pesar de que, tras la amnistía a los acusados por la Insurrección de Lares durante el sexenio democrático, llegó a presumir que podría haberlo amparado. Su ausencia no se explica por el desinterés, sino por la imposibilidad de hacerlo. Sus vínculos con las Antillas se limitaron a lo posible: Haití, República Dominicana y Cuba, en ese orden, ocuparon sus horas cuando las circunstancias se lo permitieron.

En lo que a Cuba respecta, entre 1877 y 1878 laboró para la “Sociedad de la Quinina” que apoyaba a los rebeldes durante la Guerra de los 10 Años (1868-1878). En 1878 dirigió un “Comité Intransigente” que se oponía al Pacto de Zanjón, acuerdo que puso fin a aquella primera fase de la confrontación hispano-cubana que despuntó en Yara. Y, durante la Guerra Chiquita (1879-1880), respaldó a los rebeldes que se opusieron a deponer las armas bajo la influencia del Gen. Calixto García Iñiguez (1839-1898). El fracaso de aquel esfuerzo militar cerró un ciclo que no volvió a abrirse hasta los primeros años de la década de 1890.

En cuanto a la República Dominicana, entre 1882 y 1884, Betances fungió como Primer Secretario de la Legación Diplomática Dominica en París y sirvió de enlace para los asuntos de ese país en Londres y Berna. Desde esa posición representó los intereses dominicanos en Europa y se embarcó en un plan desarrollista muy complejo con el cual quería garantizar la subsistencia de aquella república minada de contradicciones de todo tipo (Ojeda Reyes 2001). Sus excelentes relaciones con Mons. Fernando Arturo Meriño (1833-1906) y Luperón, contribuyeron a la hora de que se confiara en el puertorriqueño de origen dominicano aquella gestión. Fue en aquel contexto que Betances Alacán volvió por última vez a las Antillas de visita a la República Dominicana en 1883 en gestiones propias de su cargo.

Sus obligaciones como Secretario atendían la necesidad del gobierno dominicano, entonces en manos de un liderato solidario con la causa de la separación de Puerto Rico de España, de enfrentar de modo agresivo las dificultades que causaba a los intereses dominicanos el encabalgamiento de su deuda externa, su incapacidad de pago y el subsecuente desprestigio de la república como acreedor para la banca internacional. Betances Alacán se dedicó a restituir la confianza perdida mediante la promoción de la inversión de capital europeo en la república. Una consideración política detrás de su propuesta era que desconfiaba de las intenciones del capital estadounidense, nación que había expresado intereses expansionistas en la isla caribeña desde la década de 1860. Con esa meta en mente recomendó la creación de un Banco de la República o Nacional con apoyo de banqueros franceses, procedimiento favorecido por el Gobierno dominicano que, sin embargo, enfrentó la resistencia de las Juntas de Crédito que controlan ese renglón a un alto interés.

Como parte de las políticas desarrollistas que defendía, sugirió la declaración de la Bahía de Samaná como “puerto franco” que sirviera de intermediario o zona de transbordo al tráfico entre Europa y América a la luz de la futura apertura del canal interoceánico que los franceses proyectaban en Panamá, plan que como se sabe no se completó sino hasta 1914 cuando ya el asunto estaba en manos de intereses estadounidenses. Con Ferrol Silvie, un ingeniero francés con contactos en Londres, fundó una compañía que consiguió una concesión del parlamento dominicano por 99 años para crear el referido puerto franco y la ciudad comercial de San Lorenzo en Samaná, asunto que se vio precisado a abandonar en 1886. Por último, respaldó que se estimulara la emigración de extranjeros con capital a la república y puso especial énfasis en la invitación de las minorías judías que pasaban por una etapa de persecución intensa en Europa. Betances Alacán estuvo siempre cerca del Partido Azul, el nacional y el liberal, pero cuando aquella organización cedió el poder a los rojos o conservadores, sus relaciones con la República Dominicana se enfriaron de inmediato. El hecho de que el representante diplomático tuviese que trabajar sin sueldo y se viese en la situación de sufragar los gastos propios de su cargo para la república, unido al hecho del ascenso de Ulises Heureaux (1845-1899) a la presidencia en 1884, fueron determinantes en su decisión de cancelar su compromiso diplomático con aquel país. La experiencia fue, por otro lado, fundamental para la labor paralela que desarrollaría para Cuba en Armas en la década de 1890. Durante el periodo aludido, Betances se naturalizó dominicano e incluso llegó a ser considerado como un candidato para la presidencia de la nación, oferta que rechazó aduciendo que un extranjero, él era puertorriqueño, no podía ocupar aquella posición por disposición constitucional.

El panorama descrito no deja lugar a dudas de que la comunicación de Betances Alacán con Puerto Rico se redujo desde 1876. La posibilidad de que sus concepciones sobre la situación de la colonia y su futuro político formuladas en las décadas de 1860 y 1870, perdieran operatividad, eran muy altas. Su extrañamiento del escenario local incidía en las posibilidades de la revolución separatista pero también afectaban, de un modo u otro, su juicio sobre la situación de su país de origen o el balance de la opinión de las elites políticas insulares. Me parece que ambas cosas deben ser tomadas en consideración a la hora de elaborar una reflexión sobre su representación del liberalismo reformista y el autonomismo en la última parte el siglo 19. En cierto modo, los sectores que Betances Alacán había descartado por remisos y vacilantes en 1867 se habían convertido, luego del desengaño de 1874 y de la metamorfosis autonomista de 1887, en una opción práctica para los sectores dirigentes del país que él quería liberar y a los cuales, en algún momento, consideró como sus potenciales aliados. La sintonía ideológica que podría presumirse entre ideólogos que poseían un trasfondo social común entroncado en la polimorfa burguesía criolla dentro y fuera del país, no era mucha.

La burguesía criolla representaba en la militancia de los liberales reformistas, los autonomistas, los separatistas independentistas y los anexionistas, en su conjunto, compartían la aspiración “progresista” y la ansiedad por la “libertad”, ideales cónsonos con el proyecto modernizador dominante. Reconocían el papel protagónico que habían ganado desde el mundo del azúcar, el café, el comercio, las profesiones y las letras, entre otros, en el entramado social y económico colonial. Por eso resentían el hecho de que no podían ejercer el poder político. Pero aquella burguesía criolla comprometida con la modernización no se había despojado del todo, como era de esperarse, de la mentalidad señorial y los modelos aristocráticos propios del Antiguo Régimen que España y su modelo administrativo representaban. Elementos premodernos y modernos combatían en su seno por lo que las posibilidades de un esfuerzo común fueran pocas como trataré de demostrar de inmediato.

Los liberales reformistas, los autonomistas, los separatistas independentistas y los anexionistas aspiraban a “liberar” a Puerto Rico de un orden que consideraban retrógrado y encauzarlo por la ruta del progreso. Poseían discursos de liberación que se apoyaban en fundamentos filosóficos similares y percibían el problema desde su peculiar ubicación de clase en el arriba social. Las diferencias que manifestaban, por lo tanto, no eran estratégicas. Las diferencias eran tácticas y culturales. Los matices de la idea de la “libertad” que los distanciaban no era un asunto de poca monta. No se ponían de acuerdo en cuanto la forma jurídica que adoptaría la “libertad” al final del camino, así como tampoco convenían en múltiples cuestiones tácticas sobre cómo conseguirla. Todos esos diferendos tendrían que ser negociados si se pretendía articular una alianza eficaz que adelantara la meta deseada.
Una de las discrepancias, como ya se ha indicado, tenía que ver con la imagen antitética que tenían de España la cual colocaba a los separatistas y los integristas en campos opuestos. La expresión más obvia de ello era la disyuntiva de si la libertad requería la separación o podía elaborarse en la integración con España. El conflicto no parecía tener una solución intelectual o práctica a la vista. Otra divergencia estaba vinculada a la cuestión táctica del papel de la violencia en el proceso de liberación, asunto que como se sabe, deslindó a Betances Alacán y a Ruiz Belvis en 1867 de un importante grupo de liberales reformistas. Además, para los francamente separatistas, el asunto se complicaba porque no se habían puesto de acuerdo respecto al asunto del destino futuro tras la separación: confederación para la independencia antillana o la anexión colectiva o grupal a otro poder estable, en este caso Estados Unidos, estaba también sobre la mesa. Para los liberales reformistas y los autonomistas la imbricación en los circuitos económicos estadounidenses era un asunto inevitable que habría que saber aprovechar. Tal vez ello explique la disposición al acomodo que caracterizó al liderato de los herederos de esas posturas en el contexto del 1898.

Reconozco que nada asegura que un acuerdo en cuanto a uno o todos esos temas hubiese sido suficiente para que el proyecto de liberación se impusiera. En verdad nada los obligaba moralmente a ponerse de acuerdo en ninguno de los puntos en debate. Un consenso o unidad de esa naturaleza era y es ilusorio o utópico. Suponer la necesidad de semejante coherencia como requisito para el triunfo de una causa requeriría hacerle una concesión excesiva a una concepción de la “historia” como un engranaje estructurado y teleológico, y a la del “pueblo” o “nación” como una unidad homogénea de motivos que no comparto. Pero el resultado neto de aquella situación contradictoria y de la incapacidad para la negociación pragmática entre las partes, fue que ninguna de las partes tuvo el poder suficiente para imponer el suyo, condición que sin duda favoreció la perpetuación del colonialismo y la derrota de cualquier proyecto de liberación antes del 1898. Conformarse con la Carta Autonómica de 1897 o con la ley Foraker de 1900 como la expresión de la meta aspirada no resultó convincente para todos los sectores en ningún momento.

Betances Alacán: una teoría de la libertad y la revolución

La idea de la “libertad” en Betances Alacán era inseparable de revolución. Esa es una de sus peculiaridades más visible. En ese sentido, convergía más con los separatistas anexionistas que con los liberales reformistas y los autonomistas. La revolución para la libertad poseía sus especificidades. Su concepción era resultado de una compleja praxis política realizada entre los años 1856, cuando regresó a Mayagüez y se insertó en la vida pública de la ciudad, y 1875 cuando discutió con Luperón y Hostos Bonilla en Puerto Plata un proyecto conspirativo que nunca cuajó. He discutido el primer extremo de ese proceso con mucho detalle en un estudio biográfico y microhistórico en torno a Ruiz Belvis durante su estadía como síndico, abogado litigante, juez de paz e inversionista en la ciudad de Mayagüez que publiqué hace años (Cancel 1994, p. 21 ss.)

La revisión de la Insurrección de Lares informa que los mecanismos básicos de su teoría eran la sociedad secreta, el agente revolucionario, el tráfico de armas, la guerra y la propaganda mediante proclamas y la prensa clandestina. La vinculación del abajo social, representado por esclavos, jornaleros, jíbaros, arrimados, arrendatarios, sin tierra, etcétera, se presumía forzosa o inevitable. La impresión de “optimismo” o de “elitismo iluminista” que a veces muestra su discursividad de 1867 y 1868 responde a esa concepción premoderna de la masa como un agente secundario inerte o subsidiario en el proceso de cambio. La sutil nota voluntarista de esa concepción es comprensible por el hecho de que el ideólogo consideraba que, a la altura de la década de 1860, las condiciones materiales y espirituales para la revolución estaban dadas. El activismo y las circunstancias debían combinarse para asegurar un levantamiento popular grande o pequeño de carácter insurreccional que, respaldado por una invasión militar mínima, facultara la generación espontánea de focos de combate sostenibles que garantizaran la posterior generalización de una guerra contra los españoles.
El otro componente de su teoría era una lectura cuidadosa de la época. Durante la década de 1860 al 1869, se habría de aprovechar un escenario internacional plagado de crisis políticas que debían facilitar la consolidación de pactos con otros poderes extranjeros interesados. La debilidad de España, su desenfreno neo imperialista fracasado en el cono sur, la emergencia de Estados Unidos como un poder antes y después de su guerra civil, el retroceso de las prácticas del Antiguo Régimen a nivel internacional en ciertos escenarios de vanguardia en Europa, hacían sentido a un intelectual de formación francesa como lo era el caborrojeño. La crisis del orden azucarero internacional por las inflexiones del mercado desde 1850, le decían que la revolución era posible en aquel preciso momento. El investigador se encuentra ante una conceptualización que debía mucho a las luchas separatistas que se desarrollaron entre 1808 y 1826 en una Hispanoamérica de la cual una parte de la intelectualidad antillana militante se sentía parte.

Aquella estrategia requería el apoyo de una burguesía criolla, fuese azucarera o cafetalera, para su financiamiento y legitimación social. En el caso de Puerto Rico, la burguesía azucarera estuvo menos dispuesta a colaborar que la cafetalera por el hecho de que la situación de una y otra en el mercado hispano e internacional no era la misma. El contexto en el cual Betances Alacán formuló su teoría, estaba dominado todavía por un esclavismo institucionalmente en crisis y un régimen de trabajo servil, ambos validados por una Monarquía Absoluta que cada vez significaba menos en la política internacional. Sobre el papel, la década de 1860 al 1869 era ideal para concretar un proyecto revolucionario exitoso. Su “optimismo” estaba bien fundado. El caso de Cuba después del Grito de Yara, el cual condujo a una guerra larga inconclusa, podría ser una prueba al canto de que no se equivocaba. Pero el teórico no estaba en posición de considerar los efectos de azar o los reacomodos imprevisibles de los agentes activos en procesos de este tipo. Lo que sucedió después de Lares fue otra cosa. Betances Alacán no podía contar con que los liberales reformistas primero (1867), y los separatistas anexionistas después (1868), no iban a respaldar el esfuerzo insurreccional que, si bien debía iniciarse en Camuy, terminó por comenzar en Lares y fracasar militarmente en San Sebastián.

Entre 1874 y 1876 las condiciones materiales y espirituales en Puerto Rico cambiaron. El mercado laboral fue reformado desde arriba en 1873 para gloria de España. La promesa de que una reforma (la abolición) produciría el capital necesario para modernizar la industria azucarera (indemnización), canceló cualquier posibilidad que el separatismo independentista hubiese albergado de entrar en un entendido con aquel sector en el futuro. La abolición de la esclavitud y de la libreta de jornaleros, sin que ello implicara la institución del trabajo libre pleno, arrebató dos importantes argumentos que los separatistas independentistas habían esgrimido contra España hasta esa fecha. El hecho de que Betances Alacán fuese un duro crítico de la abolición de la esclavitud en 1873, asunto que nunca se debate con propiedad ante la munificencia del festejo público abolicionista, es demostrativo de ello (Dilla y Godínez 1983, p. 190-193).

Lo más sorprendente es que, a pesar del cambio en el escenario social, Betances Alacán insistiera en enfrentar el problema de la revolución en la década de 1890 con los mismos instrumentos ideológicos de la década de 1860. Un elemento que debe tomarse en consideración a la hora de emitir un juicio sobre esta actitud es que el cambio en el escenario era resultado de condiciones y fuerzas fuera de su control. La Gran Depresión (1876-1896) acabó por alterar las reglas del mercado internacional de un modo dramático. Como se sabe, la respuesta europea a aquella debacle estructural fue la “rapiña africana” (Conferencia de Berlín en 1885) y el intento de establecer su control sobre el gigantesco mercado chino. La respuesta de Estados Unidos fue la expansión ultramarina hacia el Caribe y el Pacífico desde la década de 1890 bajo el auspicio de un republicanismo renovado que terminó por fundar un nuevo imperialismo que marcó a Puerto Rico hasta el presente. El multiforme imperialismo moderno que dominó el panorama internacional hasta después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), se consolidaba. Las tácticas de la revolución debieron haber sido revisadas a la luz del nuevo diseño social y de mercado local e internacional. Pero el Betances Alacán de 1876 no parece haber hecho los ajustes necesarios. Ver a su país desde el exilio, ya sea desde las Antillas o desde Francia, producía un efecto distinto al que provocaba verlo desde adentro.

Todo sugiere que, bajo aquellas condiciones, algunos sectores del liberalismo reformista y el autonomismo dentro de Puerto Rico revisaron de modo original las tácticas de la resistencia en la búsqueda de la meta de la “libertad” y el “progreso”. Aquella reflexión no alteró la actitud que adoptaron en 1867: insistían en prescindir de la revolución tal y como la habían pensado los separatistas independentistas como Betances Alacán. Es bien probable que algunos de los defensores de aquellas posturas considerasen que la Confederación Antillana, pensada con el propósito de asegurar la independencia ante potencias foráneas agresivas, no fuese una opción viable o posible, tal y como se deriva de las memorias de los hermanos Quiñones antes referidas. Un texto narrativo de Brau Asencio escrito a principios del siglo 20 y difundido en la Antología puertorriqueña de Rosita Silva publicada en 1928 por la Imprenta Venezuela de San Juan, confirma en parte esta intuición. En aquel poco comentado texto, el autor se burla con fina y agresiva ironía de la idea de la confederación antillana, ideal betanciano del siglo 19, que había vuelto a expresarse como una opción deseable en el marco de las protestas contra la ley Foraker del 1900 y el desarrollo del unionismo desde 1903 (Brau Asencio c. 1910).

Betances Alacán reconoció el giro que estaban tomando las cosas pero interpretó los avances del reformismo liberal y los autonomistas en 1876 como una “traición” o un repliegue hacia la moderación, tal y como había hecho con los diferendos de 1867. Las pasiones de la militancia se impusieron a la evaluación sosegada de las eventualidades en el pensador de Cabo Rojo. La decisión de los reformistas y los autonomistas atenuó sus reclamos políticos ante España en lugar de conducirlos al separatismo independentista revolucionario. A pesar de que unos y otros tomaban en consideración la situación de Cuba y los roces entre España y Estados Unidos en la región, diferían en cuanto a la concepción de la “libertad” posible. Por eso, me parece, el regreso del absolutismo en lugar de propiciar una alianza liberal amplia e inclusiva, segregó a los liberales no revolucionarios de los que afirmaban serlo. A fines de la década de 1880, la incomunicación entre ambos sectores ideológicos era innegable y Betances Alacán no podía más que afirmar: “por el momento no espero nada ni en una ni en otra colonia. Los autonomistas han matado la revolución” (Dilla y Godínez 1983, p. 288).
La incomunicación aludida se sostenía sobre el hecho de que los liberales reformistas y los autonomistas hacían una evaluación más sobria de España y mostraban más tolerancia para con sus políticas autoritarias. Su argumento era que una cosa era rechazar la opresión hispana manifiesta en gobernadores como José Laureano Sanz, Romualdo Palacio o Manuel Ruiz Dana, y otra muy distinta rechazar la hispanidad compartida: sus protestas no debían ser confundidas con antiespañolismo ni mucho menos con un acto de sedición. Aquellos sectores se habían hecho a la idea de que España era una “Madre Patria” y un modelo de civilización, y no una “Madrastra Patria” y un ejemplo de barbarie como en varias ocasiones afirmó Betances Alacán a sus corresponsales o a la prensa francesa. Exteriorizaban además un optimismo político que resultaba incomprensible para los separatistas independentistas y anexionistas por igual. Para los liberales reformistas y los autonomistas la posibilidad de que un cambio en España ya fuese hacia una Monarquía Limitada o hacia la República, significaría beneficios políticos, económicos y culturales para Puerto Rico sin que tuviesen que apartarse de ella.

Los beneficios del “progreso” a los que aspiraban se daban en el marco de un pragmatismo que justificaba la tolerancia. Concretamente buscaban asegurarse el derecho a enviar Diputados a Cortes en proporción a la población, las garantías de participación que garantizaba una Diputación Provincial que fuera escuchada por la Capitanía General, los Ayuntamientos electivos como base del poder en un orden descentralizado y la posibilidad de una reducción de las tasas aduaneras que redundara en beneficio de algún sector de la burguesía criollo colonial. Todo ello se podía conseguir al lado de España. Por lo regular, confiaban en que los espacios de participación dentro de la colonia ofrecían alternativas reales para el cambio los cuales había que aprovechar.

Estaban de acuerdo con los separatistas independentistas y anexionistas en que el destino de Puerto Rico estaba atado al de Cuba provincia de la cual éramos como un apéndice, y reconocían que, si España cambiaba la relación con aquella, se vería en la necesidad de cambiar la relación con nosotros. En esto, me parece se equivocaban. La abolición de la esclavitud se adelantó en Puerto Rico y se retrasó en Cuba en parte por la necesidad de España de asegurarse la fidelidad de los sectores liberales reformistas que habían apoyado la abolición y, en parte, para enajenar a los puertorriqueños de la causa separatista. Por eso, en parte, los liberales reformistas y los autonomistas fueron abiertamente antiseparatistas y usaron argumentos similares a los de los conservadores, integristas e incondicionales para enfrentar al adversario común de la hispanidad.

Varios eventos ocurridos a mediados de la década de 1880 habían alentado el optimismo de los liberales reformistas y autonomistas y profundizaron su distanciamiento del separatismo. Los mismos pueden resumirse en tres acontecimientos claves. La primera, 1884, cuando se legalizó la discusión pública del autonomismo por medio de una decisión del Tribunal Supremo del Reino. La segunda, 1886, cuando se celebró la Junta o Asamblea de Aibonito de 1886 en la cual se debatieron los efectos de la Gran Depresión (1873-1896) en la colonia. Y la tercera, 1887, cuando se llevó a cabo la Asamblea de Ponce que concluyó con la fundación del Partido Autonomista Puertorriqueño sobre la base de un programa moderado que rescataba la asimilación como prerrequisito de una autonomía administrativa poco exigente.

Solo avanzada la década de 1880, las tácticas agresivas del boicot, el ostracismo y la exclusión alrededor de la sociedad secreta “La Torre del Viejo”, comenzaron a imponerse en un segmento más exigente de aquel grupo ideológico. Debo aclarar que el hecho de que el boicot desembocara en la violencia no los hacía “revolucionarios” en el sentido en que Betances Alacán definía ese concepto. Si hago una lectura de la experiencia de 1887 desde al autonomismo, la creación de la “Sociedad del Boicot” sugiere que la idea de la “revolución” tal y como la había pensado Betances Alacán entre 1856 y1875 había sido, en efecto, dejada atrás. El boicot, ostracismo o exclusión que se impuso como táctica, apelaba a la tradición irlandesa de Charles Cunningham Boycott (1880) en su lucha contra el dominio de los ingleses. A pesar de que ese era el referente inmediato de la práctica, también poseía antecedentes estadounidenses, manifiestos en el boicot a la Ley del Sello (1765) o al té chino (1773) en el contexto de la separación de las 13 colonias.

El Epistolario histórico (1999) de Félix Tió Malaret, editado por René Jiménez Malaret, y algunos testimonios de Román Baldorioty de Castro, han confirmado la voluntad no-violenta y el carácter de resistencia pasiva que los autonomistas radicales comprometidos imprimieron a aquel activismo innovador. La única vinculación de aquel proyecto con el separatismo independentista y con Betances Alacán proviene de unos apuntes casuales del autor. Éste sugería, tras reconocer que el autonomismo estaba siendo “promovido” por el mismo gobierno español para frenar el separatismo en Cuba (p. 30), que en Puerto Rico el movimiento estaba siendo penetrado subrepticiamente por elementos separatistas. El boicot, activismo que autorizó la razia de los compontes, fue promovido en Ponce por “elementos separatistas que se aprovecharon de esa asamblea de puertorriqueños amantes de la libertad de su nativa tierra (la Asamblea de Ponce) para hacer propaganda a favor de una sociedad secreta que venía funcionando desde hacía ya algunos meses, ideada, según se dijo, (énfasis mío) por el nunca bien llorado patriota Don Ramón Emeterio Betances, residente, para entonces, en Santo Domingo” (p.31).
La afirmación se apoyaba en un rumor y estaba llena de imprecisiones. El médico vivía en París por esa fecha y nada sugiere que tuviese conocimiento del boicot hasta el momento en que se internacionalizó la noticia sobre los compontes. El tono del texto de Tió y Malaret demuestra cuán alejados estaban los autonomistas de Ponce del separatismo independentista y corrobora la intención de responsabilizar por las consecuencias inesperadas del boicot, los compontes, a la “gente de Betances”. Las aclaraciones del autor en el sentido de que “odiábamos a la España colonial, pero queríamos a la España peninsular” o “trabajábamos secretamente por la redención de nuestro país, pero queríamos a España” (p.31), son importantes para calibrar las posturas políticas del movimiento al cual representaba y las pocas posibilidades de una alianza con el separatismo a la altura de 1887.

La apelación al recurso confirmaba el reconocimiento, de acuerdo con Tió Malaret de que “no podíamos hacerlo (vencer a los españoles) por medio de la fuerza, por medio de una revolución armada” como aspiraba Betances Alacán (p. 32). En ese sentido, el boicot significaba el reconocimiento de la debilidad de la resistencia antiespañola en la isla y el rechazo a la “revolución”. Los métodos de “resistencia pasiva”, “legítima defensa”, la “solidaridad” y “fraternidad” nacional y social, al lado del reconocimiento de la inutilidad de la “revolución” en el sentido que el separatismo independentista la definía, eran la innovación táctica más visible. En general, el boicot parecía más afín a las luchas económicas propias del Anarquismo Individualista o Pacifista que al separatismo independentista o anexionista decimonónico en general. La resistencia pasiva, como se sabe, tuvo sus teóricos más significados en figuras como el estadounidense William Harvey y el intelectual ruso Lev Tolstoi durante uno de los peores momentos de la Gran Depresión (1873-1896) del capitalismo internacional. En general, la discursividad del boicot patrocinado por los autonomistas tenía un fuerte contenido social y práctico. Ello ensanchaba su distancia del separatismo cuya retórica, propensa al tono mesiánico sacrificial y a la concepción de la libertad como una promesa o un destino de la historia, ponía en entredicho. Para un separatista la guerra era, a fin de cuentas, un escenario idóneo para la formación de hombres dignos.
No se puede pasar por alto que, al igual que el separatismo independentista y confederacionista y luego el nacionalismo, el boicot aplanaba los intereses económicos de los colonos identificándolos con los de la burguesía criolla, el capital agrario y comercial puertorriqueño. El lenguaje del boicot adelantaba actitudes populistas capaces de vincular a los productores directos al capital sobre la base de una cultura común, pero no resolvía su situación de explotación o sumisión al capital fuese este nacional o foráneo. El burgués revolucionario tuvo en aquel momento un signo interesante en la figura de José Tomás Silva, empresario y dueño de la “Casa Silva” ubicada en Aguadilla muy cercano, por cierto, a las organizaciones separatistas independentistas y anexionistas en el exilio, y a los autonomistas en la isla.

Un problema historiográfico irresuelto es que el memorialista citado, Tió Malaret, y su más meticuloso intérprete, Germán Delgado Pasapera (1984, p. 385 y 387), insistieron en que la finalidad última del boicot era la independencia. Pero el argumento no se sostiene sino sobre la base de la impresión de uno y otro. La propuesta les sirve a ambos para explicar que, por causa de ese fin estratégico y por el uso esporádico de la fuerza a que indujo el mismo, se pudo justificar el ciclo represivo de los compontes.

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