En la necrópolis tropical se nos ha convencido de que el precio del convivir es el silencio. Menudo problema, pues guardar silencio no es un acto natural para el ser humano. Somos criaturas curiosas, además de testarudas, sociables y violentas. Estamos dibujados por las contradicciones, por sueños y pesadillas, por victorias y derrotas. Las pasiones nos debilitan y nos refuerzan. Somos una multitud de voces e ideas. Al menos, así hemos sido por mucho tiempo, antes de que el placer de la necrosis acabara con nuestra humanidad. “Ya no es ese tiempo de pluralidades y de otras ideas pasadas de moda”, nos dicen desde el púlpito, del altar, de la campaña. Solo queda expurgar las malas ideas de nuestra vía dolorosa ante el único camino. Estamos firmemente plantados/clavados/crucificados en un nuevo relato, el credo del Libro del Buen Convivir Silente.
Necrosis: palabra que utilizaré como martillo, porque no existe otra que sea más adecuada ante el silencio exigido. No es el silencio que sigue, al final de la vida, el último paso de la existencia sobre esta orbe; es el silencio contundente de la complicidad, de la muerte en vida brutalmente antinatura reforzada inmisericordiosamente por la cotidianidad más absurda. La muerte en vida abdica a la soberanía política y al pensamiento crítico, y se aprovecha del hecho de que somos, a fin de cuentas, criaturas de hábito: crea pueblos de zombies obedientes y silentes; nubla el pensamiento y lo entorpece. Cada acto de resistencia se convierte en un estigma y cada tontería en conspiración creíble.
La muerte en vida es pura bobernidad; el claudicar a la vorágine de la estupidez. El callar es ordenamiento de practica, hasta convertirse en un acto reflexivo. La autoridad de lo existente recae en la mentira de su perpetuidad muda. No hay espacio para la historia, solo lo estático eterno de lo que es; no hay nada más allá de la neblina del presente o del patrimonio demolido. No existe futuro, solo el inmovilismo de lo que existe entre osamentas. No hay crítica, solo la obediencia del buen convivir, porque la armonía ya es imposible entre pares divergentes. Es inimaginable acomodo razonable alguno para diferir en medio de la homogeneidad impuesta a fuerza del tapaboca y el insulto.
Se habla a menudo de la fuga de cerebros, de la cobardía del que se escapa del vientre descompuesto, del traidor diaspórico. Ciertamente se desangra tinta suficiente sobre el tema en el amarillismo populista que alega ser prensa. Mas el tan lastimero terruño necrótico, no es una figurilla de una diosa de fertilidad; no es la madre de vida ni fuente de fidelidad patria. El terruño necrótico esconde el hecho de que al cerebro que no se escape, o al menos se aísle, se le practica una cruel lobotomía. He visto cómo mentes inteligentes son reducidas a ecos, a sellos de goma, a fantasmas del status quo, sin una huella de aquello que le distinguió en un momento. En el terruño necrótico no hay tal cosa como una falta de ideas ni ausencia de pensadores: nacen, se crían y, en un momento dado, lo intentan. Pero el placer de la necrosis niega la regeneración: célula muerta nunca será célula madre.
Sí, nace aquel o aquella que se atreve a denunciar, a tomar la valentía de apartarse del miasma adormecedor del perfume putrefacto que demanda la obediencia; pero el precio de aspirar al aire puro es alto. Una vez roto el silencio queda negada la vista idílica de vivir en muerte como los demás, cubierto en una repugnante imitación de placenta compuesta por putrefacción excremental. Consumada queda la ceguera del conocimiento; reanimado, el cadáver de la lengua. Agitada la tormenta de la mente, es imposible regresar al sueño entre los muertos.
El castigo por romper el silencio es inmediato: comienza con el ostracismo, primer recurso del ignorante y el cobarde; viene la orden de cerrar la boca; quedan invocados santos seculares del partido, divinidades celestiales y demonios infernales. Todo lo intocable e inviolable de la imaginación del poder, de la bota aplastante. El yugo mortificador del buen vivir en comunidad castiga la mera idea de cuestionar. Queda al descubierto la naturaleza real del terruño necrótico: una masa amorfa de carne podrida gotereando pus y asco, producto del auto-odio, del fundamentalismo, del tribalismo. Son incontables manos cadavéricas que al unísono toman al pensante, lo arrastran, lo hunden entre tejido carcomido, con ese mismo odio que sienten por sí mismos, con esa gangrena que descompone y devora todo remanente de humanidad. Tiran con la fuerza unida de un pueblo muerto en vida y le arrancan la lengua de raíz. Gritos salen sin forma, ahogados en sangrienta fuente que se escapa de una mutilada boca. Suben las manos y con el mismo frenesí escarban los ojos de la cara, aplastándolos. Sólo queda espacio para la locura.
Pero la locura de la cordura es en sí libertaria. Para el loco, la mesura de la derrota le es desconocida. Subió así, luego de extirparse del cúmulo cadavérico, el ciego loco, y sobre la masa de cadáveres aspiró con fuerza. Sus pulmones expandidos descargaron de una exhalada la metralla: “Condene la lógica a la acefalitis partidocrática —comenzaba su plegaria—; aleja el espectro de la fe enfermiza”. Pero el viento no se llevó sus palabras, ni tan siquiera quedaron proscritas por oídos sordos, por apóstoles o caciques. Su boca no era más que una grotesca pantomima, desfigurada por palabras huecas. Muerta su voz y arrancada la lengua, silenciada entre el odio al que se va o al que se queda.
Pero tiene la temeridad de intentar hablar. Cortado el cuello, sin cuerda vocal alguna. No hay sollozo, no hay grito; solo, el espectro de la palabra, la huella de la denuncia. Así que insistía en gritar, en silencio, ante el ensordecedor vacío de la locura, de la ausencia de vida. Todos los días, ante el culto a la necrosis devoradora de pueblos y frente al mar de gangrena putrefacta del terruño, gritaba enmudecido. Nunca cerró su boca.
Pero la necrosis se piensa inconquistable. La autosarcofagia comunal niega el dolor de devorarse. Al contrario, lo reparte entre risibles estamentos de miseria. El silencio inducido reconforta, al final, la locura compartida. El terruño necrótico no es un tesoro de nostalgias doradas y verdes praderas, sino un cementerio gris, lapidado por décadas de ese grotesco canibalismo. Aquellos que hemos escogido el exilio vemos la extensión de la necrosis. Lo sentimos en cada átomo de nuestros cuerpos y en cada bocanada de aire que tomamos. La distancia amplifica, no nubla. La ausencia no acalla, porque al escapar recuperamos nuestras lenguas y nuestros ojos. La tormenta mental se incrementa, se agudiza en esta la denuncia. No quedan escollos, no quedan temores.
El vivir fuera de la ciudadela de los muertos trae la oportunidad de quemar nuestras propias copias del Libro del Buen Convivir Silente, de repudiar su credo nauseabundo. Si nos mandan a callar nuestras puñeteras bocas, si nos dicen “blogueros inservibles” y exigen que abandonemos nuestros teclados a favor de la indiferencia, si escupen violencia ad hominem en nuestra dirección, nos comprueban, una y otra vez, que no pudieron extirpar nuestras lenguas del todo. La regeneración duele más al autodevorado en negación, en desespero por mantener relevancia necrótica. El placer de la necrosis es silencio, pero la niebla del presente se ha comenzado a levantar con las voces de los indeseables que escaparon del terruño necrótico y que conspiran por devolverle la vida.
Lista de imágenes:
1) Patología de una necrosis en el hígado.
2) Vas a ser distinto (1966), José Luis Menéndez.
3) Untitled (Skull) (1984), Jean-Michel Basquiat.
4) El coloso (1808-1812), Francisco de Goya.
5) El grito (1893), Edvard Munch.
6) Foto de skullzombie22 en tumblr.