Miedo

Toda nuestra experiencia de vida se ha reducido al miedo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin sentir temor, que saliste a la calle sin mirar hacia atrás constantemente, sin temerle a todo lo extraño? No es normalidad lo que asociamos con esa palabra. Un terror al otro, a cualquier otro, ennegrecido por nuestro predecible racismo y clasismo, del asaltante, del cuponero de caserío, del dominicano. O tal vez nuestro miedo está atado a los sermones domingueros y la lluvia de odio aleluya, al infierno y a baños calientes de azufre. Le tenemos el mismo miedo tanto al bichote como al policía, ambos amantes de la ley del cañón. 

El miedo brota de la falta de poder verdadero, del no ejercer poder alguno excepto la ley del Talión o el repetir la existencia mecánica, regalo de la mal lograda interpretación colonial bananera de la modernidad. Claro, existe el votar cada cuatro años por el muñeco de turno. 

Un ejercicio en vano, el colmo de la impotencia ante el símbolo carente de significado, y sí, un ejercicio enmarcado por el miedo. Un concurso de insultos, griterías, garatas callejeras y bebelatas de mitín mientras se cruza el nombre del muñeco de turno. Miedo en votar por el menos malo. ¿Votaste? Vota o quédate calla’o. ¿Realmente votaste? Quédate calla’o de todas formas.

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Hemos llegado al punto donde el miedo se ha convertido en algo tan rutinario que ni lo percibimos, que le damos por hecho incuestionable. Nos quedamos cómodos en la mediocridad que le teme a la excelencia. Hablamos de excelencia académica mientras vendemos títulos y despedimos educadores que no responden a presiones anti-éticas. 

La fuga de cerebros no es accidental, sino creada con toda alevosía para destruir toda voz de resistencia y asegurar la fragmentación de una risible izquierda adicta a sus guerras civiles e impermeable a la autocrítica. ¿Y a qué se debe eso? Al terror a darse cuenta de su irrelevancia dogmática. 

Y ahí nace la terrible mordaza. Ese silencio consensual del temido ante el aterrorizado. Al que no se encuentra reducido a la apatía de la ignorancia sin sentido, compartida en el lenguaje de una falsa comunidad basada en el falso consenso del miedo. ¿A quién pretendemos engañar, si siempre termina nublada la mente ante semejante pendejada? Pendejada del simple atrevimiento de pensar en contra  de la corriente, lo que trae consigo la ira de la masa y el llamado al ostracismo, a la estrepitosa mandada a la mierda que mantiene vivo este penoso limbo.

La falsa comunidad del miedo está basada en una convulsada idea de mentalidad de enjambre, como si fuésemos abejas volando juntas buscando un lugar donde morir en paz mientras nos mentimos diciendo que todo va bien. Un viaje ininterrumpido y sin final hacia un letargo agonizante que nunca termina. Zombies del miedo en negación propia. 

Sufrimos de un descomunal desespero por creernos las mentiras de la prensa repleta de falsa moralidad y risible positivismo servil al poder. Lanzamos improperios contra las voces que se despiertan del sonambulismo colectivo, y renegando la pendejada añorada donde todos salimos corriendo como perros hambrientos, entrenados a mover el rabo por la primera mentira de esperanza. Esperamos en silencio que nos tiren las sobras de la mesa y le llamamos democracia.

¿Queda algún iluso que pueda negar que hemos sido reducidos a meros perros hambrientos, temerosos de que nuestros dueños nos dejen de tirar migajas de sus platos? ¡Nos vamos a morir de hambre si no tenemos miedo! No hay mejor receta para la obediencia que el miedo disfrazado de arrebato de guapetón de barrio. Peste a macho que desaparece tan pronto levantan puño o macana. Miedo a la lengua que se niegue a cantar el himno homicida de falsa humildad y obediencia ciega a cacique y cura.

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Entonces viene a ruptura. La lengua crítica no padece el miedo necesario. Esa falta de miedo le aparta de la falsa comunidad. Si la crítica del presente lacera es porque goza de la virtud de la ofensa a la farsa de la comodidad apática. Mas es la crítica del ausente la más insultante, y requiere de una mayor mordaza, más febril y rabiosa. Si la crítica del que habita la isla ofende las falsas sensibilidades de la comunidad de embuste, entonces la embestida de la diáspora garantiza una fulminante y merecida encabronada. 

“¿Cómo se atreve aquel que ya no vive en su tierra el criticarla?” preguntan aquellos que comparten el dolor del limazo. Indigna pregunta, pero toquémosla un segundo. ¿Qué derecho tiene en argumentar, cuestionar, exigir respuestas cuando no se comparten los sacramentos coloniales que nos unen en inacción? Porque la distancia trae claridad que no se obtiene fácilmente en el terruño. El isleño es a menudo engreído por su insularismo, cierto, pero también es engreído porque su miedo muta a un macabro sentido de orgullo, un esperpento asqueroso que se mofa del amor patrio y el necrótico nacionalismo cultural que a veces sacamos a pasear. 

Es precisamente ese sentimiento engreído de la falsa comunidad que se siente amenazado de perder esas migajas de permanencia y normalidad bajadas entre medallas y peleas callejeras subidas a Youtube. Dicen los dolidos entre gritos e insultos que uno se va a pasarla bien fuera del país, como si el dinero y el trabajo en el extranjero crecieran en árboles, o la falta de oportunidades educativas en la isla no representaran razones válidas para intentar crecer en el extranjero, fuera de la burbuja humortivada. Traidores ante la envidia de la inacción del terror. 

Ese es el verdadero asco hacia la voz de la diáspora, de la necesidad de la mordaza. No es ni etnocentrismo puro ni mal parado que saca en cara lugar de residencia o, si eso falla, en donde esté la proverbial abuela. Es terror a la falta del terror, a la lengua liberada del peso aplastante de la auto-castración y de la enajenación. Mientras perdure la voz de la diáspora perdurará el odio a ésta, nacido del inescapable miedo que nos ahoga y nos define entre murallas limpiadas a manguerazo de mentira.

* La fotografía es por Calogero Cammalerí, Gero, de la serie "Pagliaccio Chiaroscuro", 2012.