La acumulación ya no se define
como extracción de tiempo excedente de trabajo
por medio de los procedimientos disciplinarios,
sino como apropiación de la excedencia de vida
por medio de los mecanismos de control.
—A. Negri y G. Cocco
I
Quizás lo que le imprima su sello de originalidad al momento que se vive sea el rigor con el cual tanto plusvalor absoluto como relativo aparecen simultáneamente en el espacio de la producción. Puede que Marx visualizara el paso de uno al otro como evidencia contundente de la marcha inevitable en el desarrollo del capitalismo, pero esta manifestación paralela parece apuntar en otra dirección. Se aprecian, de un lado, las formas en que se intensifica la producción por medio de la precarización extendida del trabajo, pero, del otro lado, se percibe la extensión de la jornada laboral a niveles propios del siglo XIX. Über es un excelente ejemplo: se intensifica la explotación, despojando al trabajador de cualquier protección en términos de sus condiciones de trabajo y colocando la responsabilidad del capital fijo sobre este, mientras, en términos extensivos, su salario descansa sobre la continuidad perpetua de su actividad productiva.
La distinción entre plusvalor absoluto y relativo parece diluirse en espacios donde el capitalismo figura como relación formal, o sea, donde el Estado aparece como espacio sobre el cual se articulan los antagonismos entre los sectores subalternos y el capital (gracias a la autonomía política de los primeros). Esto causa que aquellos aspectos relacionados con la intensificación de la explotación sobresalgan más que la ampliación de la jornada de trabajo (tómese por ejemplo el modelo Walmart). Se aprecia, sin embargo, una ampliación de la jornada de trabajo en la medida en que esta es el resultado de la suma de múltiples jornadas parciales. El Estado termina por sancionar los altos niveles de explotación mediante la reconducción del salario social a actividades de reproducción (la pequeña circulación de Marx): subsidios para el alquiler de vivienda, asistencia nutricional, hasta el cuidado de niños e infantes (el Head Start) reaparece como medio de subsistencia, dejando de formar parte del salario social.
Allí donde el Estado emerge de las relaciones de subordinación imperialistas o interimperialistas (Estados débiles, le llaman Negri y Cocco), la relación entre plusvalor absoluto y relativo parece invertirse (2006). Al estar los sectores subalternos privados de autonomía, las relaciones antagónicas descansan sobre el ejercicio crudo del poder, o sea, sobre el biopoder (Negri y Cocco, 2006). Predomina la extensión sobre la intensificación, a modo de imponer la explotación y someter a los sectores subalternos a la disciplina. Pero a falta de un soporte político, el sometimiento opera bajo registros híbridos: estado de ley, tecnologías del yo y prácticas asociadas al esclavismo (como lo es el servilismo y el patriarcado), que funcionan en concierto a modo de coartar las prácticas de liberación e instaurar un régimen de trabajadores libres. Dicho de otro modo: en los Estados débiles la sincronía entre plusvalor absoluto y relativo persigue todavía el sueño de antaño de establecer una sociedad del trabajo.
No debe subestimarse esta hibridación de múltiples registros, pues implica que, a modo de lograr la consumación de esta “sociedad del trabajo”, el dominio del capital debe extenderse más allá del ámbito de trabajo y subsumir otras esferas a la lógica de explotación. En las sociedades de capitalismo avanzado, esta función la cumple el Estado, y es este el verdadero responsable de velar y hacer cumplir la ley del valor. No obstante, la ausencia de un Estado fuerte que garantice los derechos democráticos dificulta ese proceso en los débiles. Se depende por momentos de relaciones de subordinación de corte imperial que garanticen el cumplimiento y la vigencia de la ley del valor (aunque en otros momentos puede que la socave), algo que entra en conflicto con la tendencia hacia el empleo de la fuerza como mecanismo biopolítico.
II
Será en la Bauhaus de Gropius donde se sorteó la suerte del diseño como campo de explotación de las fuerzas creativas. El debate inicial entre producción artesanal e industrial quedó resuelto en favor del segundo, en la medida en que la lógica de las necesidades transformó la naturaleza propia del diseño. El destino de la república de Weimar terminó por instituir el funcionalismo al interior de la disciplina, como sugiere Baudrillard (1974). De las formulaciones originales de Taut sobre la abolición de las fronteras entre oficios, escultura y pintura y su eventual bifurcación en la Arquitectura, esta terminó decantándose en favor de la máquina como arquetipo y la fábrica como paradigma (Frampton, 1980). Comenzó entonces un proceso de homologación entre la objetivación maquinada y la homogeneización del trabajo al interior del diseño. El resultado de todo este proceso nunca se supuso maligno, pues se pensó que contribuiría a la constitución del proletariado como sujeto político y la configuración del diseño en función de las necesidades del mismo (el mejor ejemplo de dicho proceso se encuentra en Hans Meyer). De este modo, terminó por adecuarse la arquitectura y la práctica del diseño a los imperativos economicistas del fordismo. Su presencia todavía puede constatarse en más de un registro. La deuda estética con el funcionalismo es más que evidente, pero es en la organización de la producción donde sus efectos son más perdurables.
La organización del taller de arquitectura todavía se debe al imaginario industrial de principios del siglo XX, muy a pesar de que la explotación se ha extendido tanto como se ha intensificado (todo ello producto de la homogeneización de tareas). La precariedad marca los ritmos de vida del trabajador del diseño (sépase este como “estudiante”, “arquitecto en entrenamiento” o "arquitecto licenciado"), en la medida en que se rige por los compases de la industria de la construcción. Si se construye, se trabaja, y cuando no, se pasa a formar parte de un ejército de reserva flotante que contribuye constantemente a la devaluación salarial de la masa total de tales trabajadores. No debe olvidarse que la formación de este trabajador del diseño no es reino exclusivo de la oficina contemporánea. En ello juega un papel importante la educación. Es allí donde, por medio de lógicas contiguas a la producción de plusvalor absoluto, la vida misma comienza a subsumirse a la jornada de trabajo, gracias a su existencia marginal con respecto al estado de ley que regula la extensión de la jornada de trabajo.
El infame “arrope de mierda” será la forma predilecta de sublimar lo que a toda costa es un proceso brutal de sometimiento. La normalización de esta implacable correspondencia entre vida y jornada de trabajo se reproducirá en el régimen del pago por hora (que casi se equiparará al trabajo por destajo o por tarea), medio por el cual se perpetúa la explotación intensiva del profesional del diseño. El trabajo a destajo, o por tarea, cumple una segunda función cardinal: mantener altos niveles de productividad alimentados por salarios relativamente bajos (Aglietta, 1979). Esta precarización del trabajo en el sector del diseño se produce en la medida en que existe la competencia “libre” entre trabajadores, lo que permite imponer niveles de productividad cada vez más altos al tiempo que el propio trabajador acepta las condiciones salariales cuales fueran (a modo de mantenerse productivo). El origen de ello también se remonta a la educación en las escuelas de arquitectura: con una facultad precarizada constituida por profesionales, la medida de explotación se puede imponer fácilmente. El estudiante entonces debe optar por complacer al “profesor” (especialmente en los “jurados”), sometiéndose al brutal régimen de explotación extensivo, aun cuando esto suponga trabajo impago (Gleichman, 1992).
La homologación al mundo industrial implica, de igual modo, la descomposición del objeto, tomando por norte una economía puritana del diseño. Depuración y abstracción del dibujo se combina con una fobia psicopatológica al decorado y el artificio. Todo ello con el objeto de inmaterializar lo bello y lo feo, e introducir la estética como cálculo racional (Baudrillard, 1974). Resulta imperante, a la hora de producir diseño, reducir los contenidos y disgregar el objeto a sus aspectos más técnicos (Frampton, 1980). El contexto se reduce, de igual modo, a “entorno”: terreno fértil para llevar a cabo la racionalización y funcionalización del diseño. Al quedar reducida a objeto inserto en un entorno, la labor del profesional del diseño se restringe al empleo repetitivo de destrezas específicas que tienen por objeto descalificarlo de realizar otras tareas. No importa que en el escenario laboral este deba replicar la ilusión del arquitecto como profesional del diseño (esto es, como aquel que tiene injerencia en esferas como la fabricación de objetos artísticos, el diseño interior y hasta el urbanismo, entre otras cosas). En esta ampliación de tareas siguen operando tanto la extensión como la intensificación del proceso de producción (Aglietta, 1979).
Es importante subrayar que, bajo la figura del Estado débil, estas formas de explotación no solo descansan en el estado de ley vigente. Dada la debilidad del soporte democrático, el régimen de explotación lo mismo recurre a la crueldad de la disciplina biopolítica, que a estructuras imperialistas que permitan legitimar su dominio. En este sentido, las organizaciones gremiales (como el Colegio de Arquitectos, entre otros) no solo persiguen “regular” la profesión, sino que cumplen además el papel de sancionar y normalizar el régimen de explotación vigente, teniendo como norte la defensa despechada de los “derechos del consumidor”. A pesar de estar validadas por el Estado, estas organizaciones recurren a sus contrapartes imperialistas (la American Institute of Architecture, AIA, o la National Council of Architectural Registrations Boards, o NCARB, etc.), a modo de justificar su dominio e impedir que desde el propio Estado débil se introduzca legislación que afecte su dominio sobre el sistema de explotación. Es ello lo que permite, entre otras cosas, la aparición y consolidación de prácticas neoesclavistas como la explotación de mano de obra sin paga bajo el sistema de “internados”. De este modo, se perpetúa tanto la fragilidad sistémica del Estado débil, como las relaciones imperialistas e interimperialistas que le permiten a la capa dominante seguir ejerciendo su rol como lacayos de un poder externo. El imperialismo descansa así sobre una sólida base, en tanto garantiza un rol secundario a las élites locales en el drama de la explotación, las cuales prefieren aceptar su rol de sirvientes domésticos. ¿De qué otra forma explicar la patética figura del arquitecto historiador y su encrucijada proconservación del legado español, cuya legitimidad intelectual y profesional depende de subvenciones federales y su membresía a la AIA (entre otras organizaciones interimperialistas)?
III
Sería un error no considerar las maneras en que el neoliberalismo ordena las relaciones de explotación y dominación en los Estados débiles. Y es que, en ellos, el neoliberalismo usualmente se confunde con globalización. Se configuran de este modo narrativas que celebran lo local vis a vis lo global, a modo de poder afrontar el avance de esta última. El objetivo, en muchas instancias, de estas narrativas es camuflar las relaciones específicas de dominación que se producen y reproducen en el territorio (Hardt y Negri, 2002). Dicho de otro modo: los discursos sobre la cuestión nacional puede que persigan hacerle frente a la globalización, pero de ningún modo representan respuestas adecuadas a la embestida neoliberal. A pesar de que su génesis puede rastrearse a transformaciones acaecidas en el ámbito productivo, su alcance se extiende mucho más allá. Su lógica no es enteramente económica; es una rearticulación de la función de mando que transforma y trastoca constantemente la cotidianidad de los sujetos. En este sentido, trasciende el imaginario de lo nacional. Hardt y Negri (2002) la catalogan como Imperio, dada su función de ejercer el mando más allá de la forma de Estado. Puede tomar diversas formas constitucionales (Negri, 2006). En Puerto Rico, la relación de subordinación resulta ser terreno fértil para este, de donde surge la más que evidente connivencia histórica entre la clase política y las estructuras de dominio imperial. Puede que la lucha sea contra el neoliberalismo, pero de igual manera es importante ocuparse de las relaciones de dominio que se ejercen en la cotidianidad de este Estado débil.
Lista de referencias:
Aglietta, M. (1979). Regulación y crisis del capitalismo. México: Siglo XXI.
Baudrillard, J. (1974). Crítica a la economía política del signo. México: Siglo XXI.
Frampton, K. (1980). Modern Architecture: A Critical History. New York: Thames & Hudson.
Gleichman, P. (1992). Architecture and civilization: A sketch. Theory, culture & society, 9, 27-44.
Hardt, M. y Negri, A. (2002). Imperio. Barcelona: Paidós.
Negri, A. (2006). Movimientos en el imperio. Barcelona: Paidós.
Negri, A. y Cocco, G. (2006). GLobAL. Biopoder y luchas en una América latina globalizada. Buenos Aires: Paidós.
Lista de imágenes:
1. Jeff Vyse, "Dominance II"
2. Jeff Vyse, "Swan-House I"
3. Jeff Vyse, "Steetley Jetty 3"
4. Jeff Vyse, "Lynemouth IV"
5. Jeff Vyse, "Gateway to Hell"
6. Jeff Vyse, "Drax"