Pues no se puede saber qué es el saber, es decir, qué problemas encara su desarrollo y su difusión, si no se sabe nada de la sociedad donde aparece.
—J.F. Lyotard, La condición posmoderna
Para pensar localmente hay que pensar globalmente, de la misma manera que, para pensar globalmente hay que saber, también, pensar localmente.
—E. Morin, La cabeza bien puesta
I
La crisis que embarga al saber en el presente ha sido foco de atención ya por bastante tiempo. No se habla de educación ni de “sistema educativo” sino del saber como actividad e imperativo; esto es, como necesidad, menester, obligación. El que haya sido (y siga siendo) motivo de reflexión en los últimos años se debe en parte a lo que muchos consideran la quiebra del “sistema de valores” que sirvió de sostén al “modelo democrático” de la sociedad. De ello se desprende esa añoranza por la mano paternalista del Estado, mientras otros claman por una vuelta a los “valores universales”.[1] Desde esta perspectiva es común tanto la denuncia contra las “modas pasajeras” como el clamor por el regreso a un pasado extraviado que precisa ser recuperado.[2]
Pero los retos que enfrenta el saber en el presente distan mucho de ser producto de las decisiones tomadas por instituciones educativas a raíz de la “disminución en su matrícula” o por haber atemperado “la educación a la crianza y preferencias de sus estudiantes”.[3] Hace ya mucho tiempo que la naturaleza propia del saber se alteró, transformando así la relación entre prácticas de conocimiento y objeto de estudio. Quedó en evidencia la perturbadora parálisis del saber ante las constantes mutaciones de su objeto. Precisa entonces entender las formas que ha tomado el saber en vías de enfrentar esta hemiplejía con respecto al objeto.
De un lado, Lyotard, en La condición posmoderna, alude a una crisis de legitimidad del saber; del otro, Morin apunta a las maneras en que la especialización en los campos del saber ha truncado la capacidad de entender un presente cada vez más complejo.[4] A pesar de la aparente contradicción, ambas formulaciones se complementan en más de un nivel: primero, porque detallan las crisis, tanto en sus dimensiones internas como externas, en lo que respecta al saber; segundo, porque permiten esgrimir una crítica a su estado actual; y en último lugar, porque proporcionan una serie de coordenadas hacia donde redirigir las prácticas relacionadas a los campos del saber.
II
Lejos de ser una apología al posmodernismo, La condición posmoderna es un tratado sobre la crisis de legitimidad que, según Lyotard, afecta al saber en las sociedades contemporáneas. Si bien en el discurso platónico, la verdad quedaba supeditada al saber narrativo (lo que a su vez producía una contradicción básica: el saber científico no puede definir lo verdadero sin apelar a un saber que para el científico no constituye verdad alguna), a partir de la ciencia moderna, esta función descansó sobre el consenso de los expertos. Sobre ello operaron dos nuevas versiones de la legitimidad. La primera gravitó sobre la aplicación del saber en los menesteres administrativos y profesionales relacionados al Estado (Lyotard le llama la versión napoleónica). Aquí el saber operó como vehículo a través del cual se formaba la nación (y el pueblo) y se alcanzaba el progreso. La segunda, de corte más filosófico, afrontó la relación platónica entre lo justo y el saber, desligando en principio lo segundo (la práctica) de lo primero (la teoría), para luego reunirlos bajo la idea del imperativo moral; esto es, el saber como resorte de lo justo.
Lyotard apunta hacia el establecimiento de la sociedad de consumo bajo el fordismo y el despliegue tecnológico de la posguerra como eventos que marcaron el proceso de deslegitimación del saber. Éste terminó fragmentado en distintas parcelas que ya nadie comprendió del todo, mientras que la razón científica acrecentó el carácter arbitrario de la relación entre teoría y práctica, quedando de este modo desligado el conocimiento de la ética y la moral. Entonces, ante la primacía que tomó la técnica (particularmente desde el entorno de la investigación) se instauró la fórmula “riqueza, eficiencia y verdad” como axioma definitivo en la legitimación del saber. En palabras de Lyotard: “[e]s más el deseo de enriquecimiento que el de saber, el que impone en principio a las técnicas el imperativo de mejora de las actuaciones y de la realización de productos”.[5] Y prosigue:
[…] la “realidad” al ser lo que proporciona las pruebas para la argumentación científica y los resultados para las prescripciones y las promesas de orden jurídico, ético y político, se apodera de unos y otras al apoderarse de la “realidad,” cosa que permiten las técnicas. Al reformar éstas, se “refuerza” la realidad y, por tanto, las oportunidades de que sea justa y tenga razón. Y, recíprocamente, se refuerzan tanto más las técnicas que se pueden disponer del saber científico y de la autoridad decisoria.[6]
Por tanto, al invertirse la relación entre conocimiento y técnica, la labor científica se reduce a la optimización de las “actuaciones del sistema”; o sea, de la sociedad.
Las consecuencias que tiene este cambio paradigmático en la legitimación del conocimiento repercuten en la enseñanza y la investigación. Mientras la segunda ahora estará forzada a “investigar” aspectos que hacen del sistema uno más eficiente, la práctica de la enseñanza quedará sometida a los objetivos de optimización del sistema. Por tanto, el rol de la universidad ya no será proveer ideas, sino ofrecer sus competencias en aquellas áreas que resultan cardinales a la hora de asegurar la estabilidad del sistema. De igual modo, su rol ya no será el de formar una élite intelectual capaz de distinguir entre lo justo y lo verdadero, ni mucho menos destinada a guiar los derroteros de la “nación”. La universidad se ocupará ahora de producir una intelligentsia profesional y otra técnica, cediendo así la responsabilidad en la transmisión del conocimiento a otros agentes.
En este nuevo arreglo del conocimiento, el análisis se echa a un lado para abrir pasó a la descripción. Ya no se trata de conocer la verdad; ahora el foco de atención recae en saber cómo son las cosas. Entonces, lo que separa al savant de quien no posee conocimiento es la habilidad de describir lo real de acuerdo a un metalenguaje propio de cada parcela del conocimiento. Solo esto permite la optimización del proceso comunicativo. De aquí que Rigau vea el imperativo educativo como un proceso de adquisición de un lenguaje distintivo (nave central, altar, retablo, silla sede, ambones) que le permita al sujeto “llamar las cosas por su nombre”. Nada tiene que ver con la búsqueda de la verdad y mucho menos con lo justo; éste se conforma con optimizar la realidad constitutiva de la disciplina arquitectónica.
III
Morin parte de una premisa similar a la de Lyotard: es imprescindible entender la relación entre la sociedad y el conocer. Dicho de otro modo: ¿qué tipo de conocimiento produce una sociedad en particular? La preocupación de Morin, entonces, está localizada en tiempo y en espacio: a éste le interesa el aparente disloque entre el contexto y las prácticas del conocimiento contemporáneas. Y esto lo ve como un asunto de escala: mientras los fenómenos parecen discurrir a una escala global/planetaria, las formas de conocimiento heredadas insisten en fragmentar los fenómenos y disolver su esencia. El “romper” fenómenos complejos crea y recrea fragmentos disociados, reduciendo su naturaleza “multidimensional” a una unidimensional. Se entorpece así la capacidad de comprensión y reflexión “eliminado también las posibilidades de un juicio correctivo o de una visión a largo plazo”.[7]
Morin coloca la hiperespecialización (producto de la división del trabajo) al centro de la crisis del conocimiento: mientras más complejos suelen ser los problemas y los fenómenos a ser abordados, con mayor frecuencia pasan desapercibidos, si es que no son ignorados por completo. Esto tiene, además, otras consecuencias:
El debilitamiento de una percepción global conduce al debilitamiento del sentido de la responsabilidad, pues cada uno tiende a ser responsable solamente de su tarea especializada, y también al debilitamiento de la solidaridad, pues cada uno no percibe más que un vínculo orgánico con su ciudad y sus conciudadanos.[8]
Este doble agotamiento produce a su vez un déficit democrático al seno de las sociedades del capitalismo avanzado, donde el experto monopoliza la discusión sobre temas vitales, abordándolos siempre de manera fragmentada. Morin también recuerda que este conocimiento solo es útil en la aplicación técnica; este no permite abordar los fenómenos en toda su complejidad.
Para contrarrestar el pensamiento unidimensional y fragmentado del experto, Morin sugiere “el desarrollo de la aptitud para contextualizar” los fenómenos, al que llama pensamiento ecologizante. Este permite colocar los acontecimientos, la información, o el conocimiento en una relación indivisible con el medio donde ello ocurre (sea este cultural social, económico, político y/o natural). Solo así pueden sentarse las bases para un pensamiento complejo, pues,
[…] no basta con inscribir todas las cosas y hechos en un “marco” y “horizonte”. Se trata de buscar siempre las relaciones e inter-retro-acciones entre todo fenómeno y su contexto, las relaciones recíprocas entre el todo y las partes: cómo una modificación local repercute sobre las partes.[9]
En fin, Morin propone salir del reino del experto (donde la información constituye un universo de saberes dispersos siempre predispuestos a su aplicación técnica) y retomar la tarea de crear conocimiento; o sea, “la organización, relación y contextualización de la información”.[10]
IV
Es fácil entender, a partir de las lecturas de Lyotard y Morin la crisis que aqueja la educación y la enseñanza. Partiendo de un conocimiento deslegitimado, fragmentado, obcecado con mantener el status quo, y volcado hacia la optimización de un sistema para nada justo, la educación termina siendo una pieza fundamental en la reproducción y estandarización de la información dirigida a la aplicación técnica. No importa cuántas reformas se impulsen, el problema no es de transmisión; es en el mensaje. Lo mismo aplica a la enseñanza: no es un asunto de técnicas, sino de contenidos. Es, en esencia, un problema formal, profundamente ligado a las múltiples maneras en que conocimiento se funde y confunde con la información.
La universidad forma parte de este trauma. Algunos han insistido en abordar la crisis del conocimiento bajo nociones idealizadas sobre la relación ésta con la sociedad y el Estado. Rigau, al igual que otros, echa de menos el pacto napoleónico. Por ello lamenta y reprocha el sometimiento del espacio universitario a estándares dictados por instituciones “ajenas” a ella (el capital, o como diría Lyotard, el poder). Pero esta postura continúa perpetuando el conocimiento fragmentado, ese íntimamente ligado (parafraseando a Benjamin) a la aplicabilidad técnica del saber. Otros, evocan el paradigma de Humboldt, donde la independencia entre universidad y Estado/sociedad queda garantizada por el quiebre entre la teoría y la práctica. Meléndez parece suscribirse a esta corriente cuando plantea la necesidad de rescatar el pensamiento teórico.[11]
Deben recordarse, sin embargo, las consecuencias apuntaladas por Lyotard sobre esta división artificiosa: la desvinculación eventual entre conocimiento y ética. Precisa de igual modo invocar a Agamben cuando advierte que, desde la modernidad, gobierno y orden se han fundido y confundido ofuscando y desviando cualquier discusión acerca de lo político.[12]
Quizás se deba recuperar la parte creativa del conocimiento como proponían Deleuze y Guattari; esto es, reanudar la creación de conceptos como motor de la filosofía. Esta labor parte de la desconfianza que profesaba Nietzsche hacia todo lo dado; solo así el amante de la sabiduría (el filósofo) puede entregarse a la creación de nuevos conceptos que le permitan abordar su realidad inmediata. Esto, sin embargo, invita a entender las condiciones del acto y, por tanto, la naturaleza singular de los conceptos. Es por ello que para Deleuze y Guattari resultaba ineludible volver al agon de los griegos: el ciudadano abierto a la idea del debate (basado en la amistad y la rivalidad).[13] Solo ello permitiría retomar el mundo de las ideas.[14]
A fin de cuentas, es regresar a la democracia como valor fundamental (no cómo algo inocuo). Es colocar la democracia como práctica del ser, como ética.
Notas:
[1] Sobre lo primero, Almodovar Ronda, R. (2014). "La DIVEDCO en el presente: una necesidad". Revista Cruce. Sobre lo segundo, Rigau, J. (2015, 3 de marzo). "Ante el altar de Luquillo". El Nuevo Día. Tomado de: http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/anteelaltardeluquillo-columna-2014370/.
[2] Es de notar que en su columna, Rigau intenta rescatar la figura del arquitecto decimonónico; aquel que en su denotaba (y detonaba) su dominio de la historia en la composición de las fachadas y el uso de tipologías en su afán por seducir a la naciente pequeño burguesía. En este intento de rescate, echa así a un lado sin embargo más de un siglo de historia (y debates) arquitectónicos.
[3] Rigau, Ibid.
[4] Lyotard, J.F. (1989). La condición posmoderna. Barcelona: Cátedra. Morin, E. (1999). La cabeza bien puesta. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
[5] Lyotard, Ibid, p. 84.
[6] Ibid, 87.
[7] Morin, E., op. cit, p. 14.
[8] Ibid, p. 19.
[9] Ibid, p. 27.
[10] Ibid, p. 16.
[11] Meléndez, H. (5 septiembre, 2014). "Democratizar el pensamiento teórico". 80 grados. Tomado de: http://www.80grados.net/democratizar-el-pensar-teorico/.
[12] Agamben, G. (2008). El reino y la Gloria. Valencia: Pre-Textos.
[13] Mouffe le llama a esto agonística. Mouffe, C. (2005). "Políticas y pasiones: las apuestas de la democracia". En L. Arfuch (Comp.) Pensar este tiempo (pp. 75-97). Buenos Aires: Paidós.
[14] Deleuze, G. y Guattari, F. (1994). ¿Qué es la filosofía? Barcelona: Anagrama.
Lista de imágenes:
1. Caleb Charland, "Apples and Trees", 2012.
2. Caleb Charland, "Sur la table", 2012.
3. Caleb Charland, "Telegram", 2013.
4. Caleb Charland, "Matches", 2012.