The limit of growth being reached,
life, without being in a closed container,
at least enters into ebullition:
without exploding, its extreme exuberance
pours out in a movement always
bordering on explosion.
—Georges Bataille, The Accursed Share
En términos muy abstractos, pero al mismo tiempo
muy concretos y materiales, creo que debemos pensar
la política […] como al arte de facilitar encuentros y
formar hábitos que construyan cuerpos colectivos
más potentes (multitudes).
—Jon Beasley-Murray
I
La obsesión historicista de pocos hace que el Viejo San Juan (VSJ) luzca como un espacio momificado donde, desde mediados del s. XIX, no ocurre nada. Pero para Lizardi, la historia del VSJ es un palimpsesto del cual difícilmente puede aprehenderse una narrativa histórica unificadora. Este insiste en ver la historia del VSJ como un cúmulo de accidentes, desvíos y desagravios que impiden establecer una línea narrativa recta que vincule el presente con sus múltiples pasados. A lo que estos pasados (y sus numerosos presentes simultáneos) apuntan es a las formas en que se entretejen prácticas de poder y resistencia sobre el territorio (Lizardi, 1999).
Las narrativas oficialistas insisten en su “esencia” o retrato de lo que fue; pero entre sus grietas y fisuras emerge un VSJ fundido sobre novedosas formas de orden y disciplina. Ello permite intuir relaciones y establecer vínculos entre las diversas coyunturas en los momentos en que el VSJ ha salido de las ruinas por medio de proyectos de “restauración y conservación”. Estos momentos, sin embargo, persiguen restituir modos particulares de ejercer el mando. Tanto con el establecimiento del Instituto de Cultura y las formas en que rescribió el pasado al interior de su retícula, hasta con el remozamiento del “Quinto Centenario” y la supresión de narrativas no hispanófilas, el VSJ le ha servido al Partido Popular Democrático como escenario sobre el cual producir múltiples dispositivos disciplinarios y modos específicos de imponer el orden.
Es necesario, entonces, remontarse a la segunda parte de la última década del s. XX para comprender cómo el espacio del VSJ sirvió de plataforma en el realineamiento de formas específicas de disciplinamiento que afectan el presente. Ello respondió a las formas en que la territorialidad del VSJ quedó trastocada con la conformación de la sociedad de consumo y el progresivo debilitamiento de índices identitarios de antaño. Resultó perentorio entonces la introducción de nuevos dispositivos que dieran paso a la articulación de las subjetividades que comenzaron a florecer a finales del siglo pasado.
De la calle como línea de fuga a la interiorización de la ruina como experiencia de la historia: he aquí los dos polos que definen las formas en que se rearticularon los dispositivos de disciplinamiento. Basada en la vigilancia y el castigo (como de costumbre), la subjetividad presente parece estar entronada en la negación abierta y despiadada del civitas, mientras se asientan las bases de una experiencia del ser totalmente interiorizada e indiferente a la experiencia de la multitud.
II
Fijar la mirada en el VSJ de finales de la década de los setenta es como contemplar una fotografía del estado del país en dicha época. Aquello que lo distinguía fácilmente podía ser metáfora del país: ruinoso, vetusto, venido. De cara al accidentado y desigual proceso de modernización y transformación propulsado por Manos a la Obra, el VSJ siempre fue part maudite (recordatorio de lo que fue): lesión psíquica (por demás traumática) de lo que no podía volver a ser. De aquí que el pavoroso desfile de vehículos por el Paseo de la Princesa fuese perenne recuerdo de lo que estaba por venir. De ahí, precisamente, se desprende el VSJ como doble metáfora del estado del país en aquella época: ruina (de “las manos a la obra”) y estropicio (de lo que nunca fue). La primera de estas metáforas hace referencia a la crisis de legitimidad y la consecuente ingobernabilidad que imperó al interior del Estado y sus órganos regulativos (como la policía). La segunda, derivada de la primera, habla de la reconstitución de la multitud, al margen de las estructuras de mando.
Así, de cara a los años ochenta, en el interior de la vieja ciudad amurallada concurrieron tanto crisis de legitimidad como de multitud. Debe entenderse que la ruina en sí es aceleración de la voluntad implícita que gobierna todo proceso de modernización. Es, por tanto, representación material del exceso: en ella convergen el paso del tiempo (lo eterno) y la liquidación de lo útil. Si la multitud terminó por tomar de rehén todo ritual cuya base fuera el exceso (como las Fiestas de la Calle San Sebastián, ritual pseudocatólico precuaresmal empalmado sobre las bases del exceso), lo hizo en tanto y en cuanto la naturaleza propia de estas solemnidades supusieron una aceleración de las dinámicas implosivas de la modernización. De aquí su apego al entorno ruinoso de la vieja ciudad colonial. Así, preceptos consumista de la Operación Manos a la Obra alcanzaron su límite superior real. De fin de semana a fin de semana, entre celebración laica y religiosa, entre timbiriches, viviendas ruinosas, tugurios y chinchorros de mala reputación brotaron y consumaron los excesos propios de una época pasada, nunca acaba y mucho menos saciada. Y es que mientras la legitimidad y su crisis dependieron siempre del poder trascendental, a la multitud le sobró fuerza inmanente.
Los constantes choques registrados entre jóvenes y las “fuerzas de ley y orden” fueron poderosas metáforas de todo lo que iba mal y, consecuentemente, de lo que debía hacerse para corregir el rumbo del país-venido-a-menos. Dos procesos alteraron significativamente el rumbo de estos acontecimientos. De un lado, la apropiación de los rituales de excesos por parte del Estado; del otro, la reterritorialización de los espacios de la multitud. En ambas instancias, el Estado buscó contrarrestar la energía inmanente de la multitud.
El Estado se apropió de la fuerza inmanente de la multitud (esa energía creada y recreada en el exceso), en la medida en que comenzó a circunscribir y confinar sus expresiones dentro de su oficialidad. Atrás quedó la solemnidad que caracterizó las “celebraciones oficiales”, para así dar paso a las “fiestas de pueblo”. Estas, a su vez, fueron confinadas en espacios específicos, previamente designados. El comienzo de estas prácticas puede remontarse a la inauguración del segundo mandato de Rafael Hernández Colón, pero no se cuajaron del todo hasta su puesta en escena durante las celebraciones del Quinto Centenario.
Por otra parte, la militarización del espacio, vía la “Mano Dura”, fue la primera puesta en escena del segundo proceso. Pero esta estratagema no logró resolver del todo el “problema” de la multitud. Surgió entonces la necesidad de criminalizarlo, maniobra que tomó forma en los “códigos de orden público”. A través de ellos la legitimación se articuló de otra manera, pues el espacio constitutivo de la multitud (la ruina) no solo fue remozado (cuando comenzó la “celebración” del Quinto Centenario como dijimos), sino que sería acorralada de lógicas afines al manejo de la propiedad privada. Todo ello contribuyó a que los pocos vestigios del VSJ ruinoso fueran castrados de su insípida retícula colonial. Apareció así el VSJ “museo”: retrato inmaterial de un pasado poco probable y que, sin embargo, sirvió para revertir de legitimidad al Estado, por medio de una nueva economía del espacio.
Y es que a través de los códigos, el espacio público quedó subsumido a una especie de ley marcial que expulsó a la multitud, ayudando también a borrar cualquier atisbo de memoria sobre su pasada presencia y vigencia. En esto el VSJ resulta paradigmático, en especial la suerte que corrieron muchos de los negocios en la calle San Sebastián: desalojada la multitud, muchos cerraron o simplemente mutaron a la nueva lógica del encierro. El proverbial Café Hijos de Borinquen fue sustituido por La Factoría; los Billares de Doña Ana se convirtieron en pizzería climatizada al gusto de sus clientes; Café San Sebastián fue sustituido por la Taberna Lúpulo; el habitual ron Palo Viejo fue sucedido por el Black Label (o cualquier otro whisky exótico de moda), mientras las cervezas artesanales desplazaron las cervezas “de a peso”.
A la distancia, estos procesos pueden lucir como aburguesamiento o gentrification, pero su alcance sobrepasa las lógicas intrínsecas de la reterritorialización a la fuerza. Esta rearticulación de las relaciones de poder sobrepasa el acto de usurpación, dada la centralidad que ocupa la experiencia del exceso desde la comodidad que ofrecen las gradas. La ruina y lo ruinoso reaparecen, pero ahora desde el interior, recreando una puesta en escena del exceso, cuidadosamente regulada. Si algo caracteriza a los tugurios hipermodernos de la “nueva” calle San Sebastián es su celosamente diseñada estética inspirada en la ruina. En las afueras, el espacio que una vez habitó la multitud, reaparece higienizado para convertirse en estampa de-lo-que-pudo-haber-sido, enlazado a una puesta en escena del origen. Al final, extirpada la multitud, solo queda el recuerdo y las múltiples veces en que sube a escena en el constante juego de los excesos regulados.
Las excepciones a este arreglo espacial tienden a ratificar las reglas que rigen este arreglo espacial. Por ejemplo, la suspensión de los códigos durante la insulsa celebración de las Fiestas de la Calle San Sebastián reafirma, de un lado, el poder sancionador del Estado. En el “tira y jala” que ha marcado la relación entre el municipio y el comité organizador en los tiempos de “Yulingrado”, reaparecen, una y otra vez, los aparatos de captura (salvo que en esta ocasión erran al suponer que la masa que asiste a las fiestas es multitud). De igual modo, el aparato de vigilancia desplegado sobre la “placita” de Santurce sirve tanto de recordatorio del poder de la multitud como de la necesidad de ser contenida por el Estado.
III
¿Qué conlleva esta rearticulación de las relaciones de poder y dominio sobre el territorio? Las consecuencias de este acaparamiento del espacio público en el presente translúcido que se vive trascienden la mera usurpación de lo común por parte del Estado. El acto de imponer disciplina y regular la circulación de los cuerpos sobre el espacio de lo común impide tanto el reconocimiento del otro como “la producción de nexos afectivos, esquemas de cooperación y subjetividades sociales” (Hardt & Negri, 2009). En fin, estas políticas espaciales impiden la constitución de la empatía como instrumento político.
He aquí como esta capa narrativa adicional sobre el maltrecho Viejo San Juan permite entender y afrontar la aparente indiferencia que desborda por doquier ante el presente asalto despiadado del Imperio. De un lado, los códigos de orden público usurpan los espacios necesarios para la constitución de multitud y obliga a habitar otros espacios cuyas lógicas la reducen a meros consumidores conspicuos; pero, del otro, se despliegan dispositivos de captura dirigidos a acumular capital político en la medida en que la clase política y demás camadas de “expertos” intentan conducir la multitud por canales discursivos previamente establecidos. Demás está decir: resulta ineludible afrontar el reto de elaborar políticas corporales centradas en el afecto y la cooperación, si se pretende hacerle frente al Imperio.
Lista de referencias:
Fernández-Savater, A. (20 febrero, 2015). Jon Beasley-Murray: La clave del cambio social no es la ideología, sino los cuerpos, los afectos y los hábitos. Eldiario.es. Tomado de:http://www.eldiario.es/interferencias/Podemos-hegemonia-afectos_6_358774144.html.
Hardt, M. & Negri, A. (2009). Commonwealth. Cambridge, MA: The Belknap and Harvard University Press, p. 180.
Lizardi Pollock, J. (1999). Palimpsestos y heterotopías. El espacio y sus prácticas en el Viejo San Juan. RMC, 8, 90-127.
Lista de imágenes:
1) Diana F, "Old San Juan Graveyard - Death By The Sea", 2011.
2) Jaykar en skyscrapercity.com, 2008.
2) WVEN News, EFE/Archivo.
3) web.
4) kpmst7 en flickr.
5) borinquenfoto.com.
6) Costas Skarmoutsos, iefimerida.gr.
7) Pedro M. López, "Puerto Rico Flag Door", 2014.