I
Sugería Gleichman[1], un tiempo atrás, que para abordar el discurso de la arquitectura en tiempos de la globalización resultaba necesario aproximarse a los esfuerzos que se realizaban en distintos frentes para aclimatar códigos de construcción y seguridad más allá de los límites que imponía el modelo de autonomía propuesto desde los Estados nacionales. Bajo un “capitalismo mundialmente integrado” (Guattari), las fronteras nacionales se convirtieron en porosas membranas incapaces de detener tanto la fuga de lo “nacional” como la “intoxicación” con lo ajeno/global. De un lado (y también del otro), y en una multiplicidad incalculable de instancias, lo propio y lo ajeno dictaron patrones tanto de conducta como de discursos, proliferando de manera virulenta los espacios de enfrentamiento y resistencia a escala tanto global como local. Así, y por momentos, lo local se convirtió en resistencia al implacable empuje de lo global, mientras que en otros, lo local fue obstáculo del progresivo avance de lo global. En fin, que “ni uno ni lo otro; quizás los dos; quizás ninguno”.
De aquí que el examen de los códigos pudiera haber reflejado, siguiendo a Gleichman, tanto la voluntad imperial de querer imponer uniformidad o regularidad, (bajo un aparente interés de “modernización”), como el choque de lo local versus lo global. Pero sobre todo, dicho examen hubiese manifestado la manera en que la arquitectura como disciplina debió enfrentarse a la crisis del “fin de las meta narrativas” nacionales. Esto es, asediada la autonomía (primero económica, luego política, y entonces cultural) de los territorios ante el avance de la globalización, la arquitectura quedó desprovista de su principal coartada discursiva: el contexto (entendido este como un ente enteramente físico). Desde ese momento se verá obligada a hacer referencia a un “contexto” más inmaterial, de naturaleza discursiva, cuyo enigma contendrá el reto de encontrar, como dijera Bateson, “la pauta que conecta”.
Visto de este modo, el ya concluido periodo de la arquitectura de los “starchitects” resultó ser más síntoma que propuesta. Ya sea en el intento por vincular el territorio con lo global (Nouvell, Herzog y De Meuron, Zaha Hadid) o de reafirmar lo local dentro del hiperespacio global (Pelli, Gehry), la utilización de formas geométricas simplificadas o composiciones abstractas, o, del otro lado, emplear técnicas de construcción “vernáculas” o locales, y/o hacer referencia a algún mito local, evidenció el disloque con el contexto inmediato y puso sobre la mesa la imperiosa necesidad que tendría la arquitectura de reconfigurarse siguiendo las coordenadas de un capital desde entonces “mundialmente integrado”.
De aquí saldrán, al menos, dos proposiciones íntimamente vinculadas a las dinámicas de la globalización. De un lado, una “arquitectura” de fuerte voluntad imperial, cuyo eje discursivo será el código, y que buscará articular una práctica basada en la preeminencia del mismo. Del otro, una práctica arquitectónica nerviosamente enraizada en el discurso de la historia y el precedente, y que a través de toda una serie de “tecnologías del yo” y dispositivos “de verdad” buscará cuidar las fronteras disciplinarias de su reducida versión sobre la arquitectura.
II: La arquitectura de los códigos
Las más de las veces, los códigos funcionan como un virus capaz de tomar control de territorios, voluntades, espacios y sujetos. En su proceder, este código/virus tipifica conductas, pensamientos, actitudes, etc., para así fija parámetros sobre cómo y cuándo deben ocurrir las cosas. En otras palabras, toma control (en tiempo y espacio) sobre los eventos que pueden (y no pueden) ocurrir en coordenadas previamente delimitadas. Así el código le permite a una voluntad imperial conquistar el territorio, dominarlo y someterlo al punto que cualquier diferencia previamente existente quede suprimida.
Quizás el mejor ejemplo de la arquitectura de los códigos se dé en la implementación del “building information modeling” (o BIM, por su acrónimo en inglés). Este pudo haber comenzado como una forma de estandarizar el proceso de subastas del gobierno, pero en la adopción por parte de organizaciones profesionales, fabricantes de “software” y la industria de la construcción en general, el BIM se ha convertido en un dispositivo de regularización de procedimientos, sistematizando así la construcción, y de paso, “ordenando” el entorno construido independiente de su contexto. Al someter procesos y requerimientos a un proceso de normalización, éste ha contribuido a la supresión de diferencias a través de diversos territorios y contextos diferenciados. Dicho de otro modo: la adopción de este código cuasi cibernético ha permitido la imposición de criterios en aras de eficiencia y estandarización, o, lo que es lo mismo, ha sometido al diseño, la arquitectura y el arte de construir a una voluntad imperial globalizada.
Esto no debe sorprender a nadie. Es lo que, precisamente, quiere hacer tanto la primer ministro alemana Angela Merkel como el presidente del Banco Europeo Mario Draghi, con las economías nacionales que componen la Comunidad Europea: someterlas a una serie de reglas iguales a lo largo y ancho del territorio. Paul Krugman, entre tantos otros, ha advertido sobre las serias implicaciones que tendría aplicar los estándares de economías fuertes como Alemania, a países cuyas economías son más débiles (como Portugal, España, Grecia e Italia): la subordinación de los segundos a la voluntad de los primeros. En otras palabras: este llamado a regularizar los parámetros económicos no tiene otro fin sino el de subyugar a países periféricos dentro de la Unión Europea a una poderosa voluntad económica y política. No puede evitarse ver una voluntad similar en el intento de reducir territorios completos a una serie de reglas y convenciones acerca del diseño y la construcción.
Esta voluntad puede apreciarse en todos aquellos códigos que persiguen, a escala global, someter y regularizar el conjunto de actividades que le suelen dar vida a una práctica particular. Puede que el “Leadership in Energy and Environmental Design” (LEED, por su acrónimo en inglés) aparente expresar una cierta preocupación por el ambiente. Pero no debe olvidarse que su definición parte de la sustentabilidad y no de la conservación. La raíz de su discurso no se localiza en el reencuentro con la naturaleza, sino en la autopreservación de un sistema específico. Es decir, no viene de los verdes ni los jipis, sino de la teoría de sistemas. En este sentido, LEED no cuestiona los cimientos del capitalismo líquido ni del Imperio; más bien, aplica los principios de regulación de mercados a aspectos energéticos (primordialmente) a modo de salvaguardar la práctica de la construcción de los embates de un capitalismo cada vez mas insostenible.
De hecho, pudiera argumentarse que la adopción de los códigos de construcción vinculados al LEED contribuyen significativamente a la integración de otros territorios a un modelo específico de Imperio, reduciendo el conjunto de prácticas que caracterizan un territorio a una serie de mecanismos de regulación abstractos e inmateriales.
III: Los códigos de la arquitectura
Reaccionar no es lo mismo que luchar o resistir. Si la inadmisibilidad es un requisito, sustentada por la creencia, es de suponer que en la reacción no media reflexión alguna, ni mucho menos análisis. De aquí que reacción también incluya estímulo entre sus definiciones, recordando tanto al estímulo incondicionado (estímulo que provoca un reflejo sin necesidad de aprendizaje) como al condicionado (estímulo que provoca un reflejo por asociación con un estímulo incondicionado). Por tanto, si bien reaccionar implica una acción, esta, de igual modo, excluye razonar o aprender.
De aquí que la reacción de algunos a la arquitectura de los códigos sea la codificación de la arquitectura a través de dispositivos de exclusión que le permitan adjudicarse la autoridad textual de decidir qué es arquitectura y qué no lo es. Si la “historia” y el “precedente” le devuelven la autoridad textual al “experto” (que nos será otra cosa que aquel que se apropia de la producción inmaterial de otros), estas a su vez operarán como máquinas de exclusión a manos de este. Tanto historia como precedente le permitirán, por sobre todas las cosas, decidir qué será arquitectura (en este caso), como lo que no lo será, siempre precedido por la opinión del “perito experto.” Por ello, la ética de la práctica y la profesión solo podrá ser proferida por un sujeto que goce de la suficiente autoridad textual, limitando esta a una serie de modales sobre cómo hacer negocios y cómo comportarse aceptablemente dentro de la disciplina (con lo “correcto” previamente delimitado y explicitado por el “perito experto”).
No debe olvidarse, sin embargo, que sigue siendo una reacción. Por tanto la ausencia de aprendizaje obliga a tomar como referente alguna “historia” conocida, algún precedente validado por ella. De aquí que la única historia permitida para hacerle frente a la arquitectura de los códigos sea la historia del territorio, entendida como máquina de crear y multiplicar diferencias: ¿qué hace diferente la arquitectura inglesa de la francesa? ¿la alemana de la soviética? Y gracias a ello, dicha historia vendrá acompañada de una compulsión a invalidar el presente, en la medida en que este es comprendido como corrupción de un pasado feliz. De ahí la preeminencia del precedente; es la fe ciega en el “alguien debió haberlo hecho mejor en el pasado”, sean estos romanos, italianos, alemanes o estadounidenses.
Entonces, ser anacrónico resulta ser una marca indeleble de diferencia (la cual algunos insisten en ser signo de superioridad). Machacar en referentes (o, mejor dicho, “precedentes”) modernos se convierte en una forma de articular la diferencia con respecto a un presente que se expresa en términos marcadamente globalizados (y la mayoría de las veces, totalmente genérico). Expresar desdén a proyectos de alcance global es, del mismo modo, una manera de reafirmar una práctica localizada en espacio y tiempo que, algunos insistirán, será más verdadera que aquella centrada en la idea del código. De aquí que esta dependa tanto del objeto; es una manera de cosificar lo inmaterial (algo que para muchos resulta simplemente incomprensible).
En fin: se trata de una arquitectura codificada y cosificada. Depende de objetos concretos y de una historia previamente inscrita en el territorio que niega y reniega las cualidades inmateriales que exhiben tanto el diseño como la arquitectura hoy día. La sistemática destrucción de los paraísos imaginados es contrarestada con la fabricación de pasados inmediatos, sea en nombre de una modernidad enlatada y/o prefabricada, fácilmente ensamblada en el territorio. De aquí que la copia (o lo que comúnmente se conoce en el argot del diseño como tizazo) sea simplemente un accidente, en tanto y en cuanto los códigos de la arquitectura prediquen una práctica ciega a todo fenómeno inmaterial.
La pregunta sobra: ¿a alguien le importa?
Notas:
[1] Gleichman, P. (1992). Architecture and civilization: A sketch. Theory, culture & society, 9, 27-44.
Lista de imágenes:
1. Las Torres Absolutas de Absolut World, en Missisauga, suburbio de Toronto, Canadá. Por Burka Architects y MAD Studio.
2. Atrio de aluminio del edificio 1 Bligh Street en Australia. Es el edificio más alto de Australia con ventilación natural. El atrio corree la altura entera del edificio, 443 pies. Por Architectus en colaboración con Ingehoven Architects.
3. Interior del Palazzo Lombardia. Diseñao por Pei Cobb Freed and Partners.
4. Torre Agbar, Barcelona, Cataluña. Por Jean Nouvel, Fermín Vázquez Arquitectos.
5. Interior de la Torre Agbar. La misma es un edificio con certificación LEED.