Resulta imposible dar cuenta de la “formación rock” en Puerto Rico sin contar con Alfa Rock y Pedro Dávila. No es que el rock no existiera previo a ello; desde Elvis y los Beatles, hasta el Festival de Mar y Sol en Vega Baja, el rock como género musical constó. Esta preexistencia sirvió para articular ciertas prácticas sociales y culturales en vías de acceder propiamente a la sociedad de consumo que hasta hace poco nos caracterizó. Pero la posibilidad de ensamblar en el territorio una cierta manera de experimentar la adolescencia (tanto espacial como afectivamente), se la debemos en gran medida a Pedro, “The Dog.”
La historia de Alfa Rock habla de la constitución en sujetos de consumo para una generación cuyo contexto inmediato fue la quiebra de Manos a la Obra, la reestructuración del capitalismo y eventual consolidación de la acumulación flexible como modo de regulación, y la precipitada extinción del Estado benefactor. La certidumbre y fe en el progreso que pareció regir la conciencia de los gestores y actores del desarrollismo, poco a poco se disipó. Fue reemplazada, en todo caso, por una conciencia de sí que se gestó desde la economía política dictaminada a partir del “Don’t be late” de Saga. La reproducción como forma precaria de supervivencia fue suplantada por las dinámicas del deseo, con David Lee Roth y Van Halen a la cabeza de una híper sexualidad maquinal.
El horizonte entre lo real e irreal (irreparablemente atrofiado por George Lucas y su Star Wars) fue desdibujada por los flujos de desterritorialización que Alfa y Pedro proyectaban por las ondas FM. El rock articuló una nueva cartografía, repleta de líneas de fuga y máquinas de intensa virulencia, cuyos efectos de verdad propiciaron la reestructuración del suburbio; éste dejó de ser símbolo de progreso y se tornó en imperio del aburrimiento. De ahí que el mall se convirtiera en plaza pública; pero no con el objeto de debatir los pormenores de la razón instrumental, sino como plataforma para la sexualidad fluida, donde las mercancías-objeto se comportan bajo la misma rúbrica que la consumación en el acto sexual.
Si al inicio la formación rock construyó diferencias (entre el mundo adulto y el adolescente), Pedro asistió en la multiplicación de las instancias cotidianas donde esto debía ocurrir. Para los chicos y chicas de colegio católico, Ozzy (con y sin Black Sabbath), Iron Maiden y el primer Mötley Crue, se prestaron para consolidar una primera línea de defensa ante la maniquea disciplina profesada como encíclica papal. Para los “estofones,” Rush, Genesis y Yes ayudaron a sistematizar la resistencia como sublime acto intelectual, donde la distancia con el mundo adulto se tradujo en “geekiness” tecnológico. El cinismo, ese índice rizomático propio del sujeto del consumo, comenzó su gestación aquí, en el paraíso de la represión “después de Cristo”.
Alfa y Pedro también fueron adivinos. Mientras Reagan entablaba la última gran batalla de la guerra fría con Brezhnev, Andropov y Gorbachev, el deseo de la carne infantilizada de REO Speedwagon se recombinó con el lirismo cataclísmico de Pink Floyd en The Final Cut. El repertorio atestiguó el fin del Estado como agente regulador de lo político, al colocar en rotación desde muy temprano el “Do they know it’s christmas?” de Bob Geldof y su Band Aid. Roger Waters, en “The tide is turning (after Live Aid),” le imprimió un sentido muy particular de agenciamiento a la subjetividad emergente en su enfrentamiento con el terror de la hecatombe nuclear acoplado a la conciencia globalizada producto de las miserias mundiales.
La incomprensión apocalíptica dio paso a la sumersión posmoderna del consumo, como Roger Hodgson mostró, en rotación especial diaria, con su “Had a dream (sleeping with the enemy).” Así, haciendo eco de las palabras de Jacques Attali en Ruidos, el rock fue profético del neoliberalismo rampante de días porvenir, al igual que de la configuración de singularidades en multitud (tomando prestado los conceptos de Hardt y Negri en Imperio). Se lo debemos a Pedro.
No estuvo exento, sin embargo, de los vicios de Poison, el segundo Mötley, ni de Guns N’ Roses. Cuando el glam rock (intensificación sonora del primer MTV) recondujo los flujos de deseo una vez más al cuerpo juvenil y lejos de las peripecias del biopoder, Alfa le celebró hasta la saciedad. Quizá por ello se hizo de la vista larga ante el Master of Puppets de Metallica. De igual manera, ignoró la revolución del “grunge” y “alternative” en sus inicios. Le tomó años digerirla, en parte por la deuda contraída con la primera generación.
Mientras U2 se reinventaba en tres ocasiones a lo largo de los años noventa, Pedro programó aquello que más se acercaba al mítico Joshua Tree de 1987. David Bowie devino… bueno, en Bowie nuevamente; pero de la mano de Pedro solo escuchamos repeticiones de “Modern love.” Alfa prefirió el rock ventilargos y hasta trentón de Matchbox Twenty, Rob Thomas junto a Santana-devenido-en-ícono-del-pop, The Rembrandts y los Goo Goo Dolls. La sensibilidad de esta música hace pensar en un “Sex-and-the-city-meets-Friends-kinda-rock,” con todo y cosmopolitan.
Fue una movida influenciada por las ideologías fordistas que habían incidido en la formación rock desde su arranque. Pedro “The Dog” se ocupó más de los chicos y chicas de los años ochenta, advenidos en clase profesional en los noventa. Pensó que el rock hormonal pasaría a un lado y una vertiente más adulta estaría de moda. Ciertamente Alfa no sonó igual. En parte porque la experiencia de escuchar la radio en un auto con aire acondicionado (en especial, si era deportivo y de lujo) no equiparó a la habitación 8’x10’x10’ suburbana. Muchos se reconfortaron con el romance tipo “When Harry met Sally” o “Sleepless in Seattle,” accediendo gradualmente al canto de sirena homérico del rock de finales del siglo pasado.
Otros, se arrojaron a una especie de eterno retorno nietzscheano limitado a la repetición ad infinitum de la banda sonora de su juventud. No hubo mucho espacio aquí para el Bono post viagra, Billy Joe y su Green Day, ni las críticas antibélicas de A Perfect Circle (aún cuando éstos tomaran prestado del repertorio clásico del rock). Basta con mirar la larga lista de músicos y bandas que han desfilado por las tarimas del Anfiteatro Tito Puente, el Roberto Clemente, o el Choliseo. Actos cuyas carreras (y canciones) pertenecen más a la era del compact cassette y el Cable TV San Juan (sin control remoto), que del ecologismo a lo Wal-Mart.
No por ello se debe menospreciar el legado de Pedro y Alfa Rock. Puede que hoy día la radio haya quedado obsoleta ante el iPod. Pero sería imposible imaginarlos, y mucho menos con música rock por dentro, sino hubiese sido por la emisora y su icónico Dog. La música digital (y su alter ego, la piratería cibernética) representan una extensión de la voluntad del sujeto del consumo, una de esas muchas instancias en que se producen las singularidades y devenimos en multitud. No hay fin de una era; es la continuación. O más bien, es una intensificación virulenta de la formación rock. Trasciende más allá de los confines originales y se desparrama por el espacio cotidiano creando socialidad (que no es otra cosa que terreno de lucha). Basta con examinar cómo funciona el reguetón.
Pedro podrá pensar que con fenómenos como Guitar Hero, Rock Band, Rock of Ages la era del rock pudo haber regresado (cual retorno de lo reprimido). Y es verdad. Pero ya no queda de nuestra parte: los primeros son solo bits, Pedro bits. De lo tercero… todos sabemos que el “look” desaliñado de Alec Baldwin es solo eso: una pose.