I
“Progreso” quizás sea el legado más perdurable del periodo fordista en la historia del capitalismo. Como vehículo discursivo, la fe en el “progreso” sirvió para justificar tanto el brutal empuje estalinista en la aún muy joven Unión Soviética, como el crudo y genocida fascismo germano, sirviendo a la par de resorte en el realineamiento de Estado, capital y fuerza trabajadora en los tiempos de Roosevelt y su Nuevo Trato. De esta forma, los discursos sobre el “progreso” se inscribieron en el territorio permitiendo así su reconfiguración bajo pautas específicas. El capital dejó de ser una propuesta formal para organizar a la sociedad y pasó a convertirse en real. No se trató sólo de una forma específica de organizar el trabajo en el seno del taller, desde entonces, por medio de la mercantilización de la vida cotidiana de los sujetos, su lógica se expandió a la totalidad del corpus social.
En ese sentido, debe pensarse el “progreso” como tecnología del yo, una manera muy particular de concebir y construir la subjetividad. Así como la mercantilización de la vida cotidiana supuso la propagación exponencial de la ley del valor, en el periodo fordista la existencia pasó a concebirse en términos matemáticos. Con la rúbrica “a mayor productividad, mejores salarios” como pie forzado, la vida de un trozo significativo de la clase trabajadora en los países industrializados quedó sometida a una línea infinitamente ascendente de un plano cartesiano imaginario. La impecable disciplina de la fábrica se trasladó al corpus social en la medida en que la progresiva acumulación de bienes (con su evidente poder de transformación de las condiciones materiales de los sujetos) se equiparó a “progresar” en la vida. Finalmente, el adagio de Galilei, “la naturaleza está expresada en lenguaje matemático”, se hizo realidad.
Bajo la figura del Estado benefactor, esta tecnología del yo fue propagada por el territorio. El asistencialismo que caracterizó al Estado Benefactor permitió transformar a los sujetos primero en ciudadanos y luego en consumidores, subsumiendo sus vidas a la progresiva penetración del capital en su cotidianeidad. Lejos de los centros industrializados, los grandes proyectos de modernización y su maniaca obsesión con transformar las condiciones materiales de existencia de las clases trabajadoras alrededor del planeta, propagaron virulentamente el discurso del progreso como norte ideológico.
Así fue reterritorializado el mundo y convertido en una inmensa matriz cartesiana tridimensional. En esta matriz la profundidad estuvo dictada por un realineamiento de la periferia (en este caso, aquello al margen o borde del centro productivo y cuyo aparato productivo queda subordinado a los deseos y necesidades de este). La consolidación del sujeto del consumo eventualmente obligó al capital a desplazar las actividades productivas del centro hacia la periferia, lejos del territorio conformado por los Estados nacionales decimonónicos. A pesar de quedar ajustada bajo parámetros similares, la subsunción de la periferia a la lógica del progreso estuvo dictada por un desfase temporal; el presente de la periferia sería una especie de pasado con respecto al presente del centro, donde futuro y progreso figuraron más como promesa que como algo visible y palpablemente alcanzable.
II
El eventual colapso del consenso fordista en el centro (los llamados países industrializados, que ahora serían conocidos como posindustriales) conllevó, en principio, la desarticulación de aquellos mecanismos utilizados por el Estado para “producir” la subjetividad y su territorio (o sea, el progreso). El neoliberalismo que arropó los países industrializados (desde Thatcher hasta Reagan) desreguló progresivamente el trabajo asalariado, reorganizándose bajo claras lógicas de captura y expulsión: inclusión de la mano de obra altamente especializada, descalificación de la mano de obra barata centrada en la manufactura. El corpus social creado bajo la figura del Estado fue desterritorializando (desarticulación de programas de asistencia social, el fin de las uniones obreras, flexibilización de leyes laborales), imponiendo, a su vez, nuevos parámetros de reterritorializacion mucho más flexibles (desplazamiento de la manufactura hacia la periferia fuera del aparato fiscal estatal, la creación de un trabajador altamente cualificado con amplia movilidad a través del territorio).
De esta manera, el capital dejó a un lado la producción de mercancías/objetos (marca particular del fordismo) para encaminarse a la apropiación de la producción inmaterial. La desregulación bancaria de los años ochenta es un signo inequívoco de ello; al margen de las lógicas de acumulación y prestación (la banca tradicional cobijada bajo la rúbrica del progreso), se conformó el mundo de la especulación, donde la producción de valor se convirtió en una operación puramente abstracta. Bajo este escenario, la relación de dominación con el sujeto (ahora productor inmaterial) cesó de estar localizada en un espacio determinado en el corpus social, para propagarse por la totalidad del mismo.
En otras latitudes (los llamados países de la periferia), el neoliberalismo tomó cuerpo en la privatización de los aparatos del Estado, minando así su capacidad de producir subjetividad al igual que su propia legitimidad, pues éste se quedó sin los mecanismos que, en primer lugar, le permitieron producir y reproducir la subjetividad propia del periodo fordista.
La llamada acumulación flexible, entonces, tomó de manos del Estado su capacidad de producir subjetividad. La relación que el capital (ahora devenido en su forma más pura y cristalina; o sea, capital líquido) entabló con los sujetos existió al margen del Estado como figura legitimadora del proceso de explotación. El progreso, ese engrudo que le dio sentido ideológico al consenso fordista, fue relegado a unos pocos, mientras las lógicas de apropiación de producción inmaterial se propagaron de manera virulenta. Esta lógica de exclusión y expulsión tuvo el efecto de eliminar progresivamente la organización espacial fordista; la relación centro/periferia colapsó.
Más que tornar el globo entero en un solo centro, este proceso tuvo el efecto de reterritorializar la periferia comoúnico centro. La propia existencia de un capital globalizado, transnacional, supuso tanto la aparición de un nuevo proletariado (la “burguesía asalariada” de Žižek) como de la multitud (suma de diferencias le llaman Hardt y Negri; en este sentido, la multitud presente no es sino la suma de expulsados y excluidos del proceso de crear valor). Inclusión para los primeros, dentro de las lógicas abstractas y puramente líquidas de producción de valor; exclusión para los segundos, convertidos ahora en una inmensa muchedumbre donde la existencia va a quedar perennemente marcada por la precariedad.
No cabe duda que el Estado, como figura de “ley y orden”, perdió legitimidad en este proceso. Y ésta pérdida de legitimidad se deberá más a la globalización endémica del mundo post-fordista. A ello le acompañará una burguesía asalariada al margen de su dominio junto a un progresivo cúmulo excremental de sujetos excluidos y marginados de la actividad productiva. Al mismo tiempo, sus finanzas se verán comprometidas ante la “liquidación” del mundo de los objetos (y con ello la transformación del valor en pura ficción). Por tanto, será necesario que este viejo Estado benefactor busque maneras de reconfigurarse y reterritorializar su dominio. Si, como dicen Deleuze y Guattari, el Estado no es más que un “aparato de captura”, la aparición de una voluntad Imperial (Hardt y Negri) será una nueva fase de reterritorialización del mismo.
Lo que resulta interesante de este proceso es la manera en que el Estado intenta reproducir la espacialidad del periodo fordista, tanto en la disposición de su interior, como en su relación con otros territorios/países. Con el propósito de poder recuperar su legitimidad, intentará reintroducir la relación centro/periferia como sortilegio discursivo dirigido a re-cimentar ideológicamente la idea de progreso y así reconformarse territorialmente.
De este modo, y a diferentes escalas, el espacio fordista, aquel del centro y la periferia, reaparecerá en el firmamento geopolítico del nuevo siglo. La respuesta ante la conformación de la masa de excluidos como multitud será la de reimplantar el “progreso” como tecnología del yo, con tal de reintroducir y reproducir las subjetividades fordistas de antaño. Esta espacialidad ya no tendrá como territorio exclusivo el “ámbito nacional”; las lógicas de territorialización funcionarán a varios niveles y escalas. Si bien la reterritorialización de Detroit ocurre al interior del ámbito nacional, la relación entre Alemania y Grecia, en el contexto de la Comunidad Europea, se produce a escala supranacional.
III
La imagen que publicó la revista Time (en su edición del 24 de noviembre de 2008), colocando el rostro de Obama sobre la icónica foto de Roosevelt, es quizás la más perenne representación del regreso, no solo del keynesianismo como filosofía de ejercer el poder, sino también de la ideología del progreso. No se trató, necesariamente, de la vuelta a una figura del Estado dispuesta a gestionar la ciudadanía (a cuatro años de la histórica elección de Obama esto resulta más que evidente). El keynesianismo se ha convertido en una forma de ejercer el poder, cuya ejecución se enfila a recrear el espacio fordista, reestableciendo la relación entre centro y periferia.
Puede que el estímulo económico, aprobado originalmente por George W. Bush y continuado deleznablemente por el actual presidente, siguiera con cierta insidia los preceptos del keynesianismo (inversión en infraestructura como medida para estimular la economía y generar empleos). Pero, el ajuste de cuentas que conllevaron los rescates financieros de la banca y la industria automotriz (el otro lado de las supuestas políticas keynesianas, respaldadas por la ideología de la competitividad), significaron un empobrecimiento significativo de amplios sectores de la población estadounidense ligados a la manufactura y el empleo asistencialista de corte gubernamental. Quedaron así oficialmente expulsados de la acumulación flexible, e imbricados forzadamente en la espiral descendente del progreso a costa de recuperar la “competitividad”.
Siguiendo la voz de Clint Eastwood, levantar la industria automotriz estadounidense es un asunto de recuperar el estándar de vida de antaño; es reestablecer el progreso como norte discursivo a modo de readiestrar ideológicamente a los trabajadores de la manufactura en los antiguos paraísos industriales de Estados Unidos. Es, a fin de cuentas, retomar el futuro y el progreso como tecnología del yo y así revestir de legitimidad nuevamente al Estado. De este modo, y a una escala estrictamente nacional, se le brinda profundidad a un mundo que carece de ella, al reintroducir una periferia en servicio de un centro que, en todo caso, carece de materialidad. Debe preguntarse, en ese sentido, para quién es el automóvil que con tanto orgullo Chrysler y el rapero Eminem reintrodujeron el año pasado durante el Super Bowl.
La reinserción del progreso y el futuro en Grecia se registra a otra escala y trae otras complicaciones. Las despiadadas medidas de austeridad impuestas por el eje franco-alemán sobre Grecia, subsumidas a la llamada “competitividad”, pretenden reintroducir el progreso como tecnología del yo, al tiempo que desarman por completo no sólo la figura del Estado sino que el propio ámbito político que le auspicia. La desterritorialización que comenzó con la aceptación a la Comunidad Europea, se completa ahora al ceder la soberanía económica e incluso política.
Alemania y Francia reterritorializan a Grecia al declarar nulo el espacio político, imponer un tecnócrata como jefe de Estado y ganar total control del aparato económico. Impulsan, así, políticas dirigidas a “devolverle competitividad” al territorio, recortando salarios, pensiones, servicios y puestos de trabajo. Paralelamente, el mito del progreso regresa en el discurso de la recuperación que, de paso, a nadie le resulta claro cuándo ésta sucederá, si es que sucede del todo. Grecia deviene periferia del eje franco-alemán: paraíso de mano de obra barata, presta y dispuesta, sin esfera política a través de la cual ventilar alguna queja o resistencia a estas políticas de sujeción.
Tal parece, pues, que el tan mentado regreso del Estado benefactor y la economía keynesiana, en realidad tratan sobre el reestablecimiento de una espacialidad política muy propia del periodo fordista. Por medio de ello, el Estado pretende recuperar su legitimidad conformando y sometiendo una nueva periferia a los deseos y antojos de un desdibujado centro de imprecisa materialidad. Claro, queda por descubrir si la conformación de esta nueva voluntad imperial logrará realinear (o, mejor aún, domesticar) al capital líquido, cuyas lógicas de inclusión y exclusión, al parecer, no necesitan ya de las periferias.
Lista de imágenes:
1. El Bonus Army es removido a la fuerza luego de acampar por un mes en Washington, D.C., 1932.
2. Aleksandr Gregor'evich Vaganov, "Collectivization 1929", 1988-89.
3. Le Corbusier, "Plan Voisin", 1925.
4. El ejército israelí ejecuta, lo que llama, "geometría inversa" como forma de reorganizar la sintaxis urbana por medio de una serie de acciones microtácticas.
5. Yanina Boldyreva, "Untitled" [de la serie "Glass"], 2011.
6. Policía antimotín se escuda de fuegos artificiales encendidos por manifestantes en Italia (Foto por Roberto Salomone/AFP).
7. Greg Girard, "Walled City Exterior", 1987.
8. Portada del Time del 24 de noviembre de 2008.
9. Policía antimotín vigila la sucursal del Banco Nacional de Grecia en Atenas (Foto por Orestis Panagiotou/EPA).
10. Hayek vs. Keynes, An Econ Stories Production, 2011.