El mapa cuadriculado de las Antillas estaba pegado en la cara interior de la puerta de un closet. En el lenguaje de latitudes y longitudes marcábamos el trayecto impredecible de los huracanes que nos visitaban cada verano. Al cabo de los años el papel estaba tan perforado en ciertas coordenadas que para no lacerarlo más, sólo rastreábamos los desplazamientos definitivos. El mapa tenía a Puerto Rico en su centro y la gran mayoría de los agujeros estaban hacia el este de nuestra isla, de donde venían los huracanes cruzando las Antillas menores. Aunque había uno que otro, eran pocos los agujeros hacia el oeste, hacia donde están la Republica Dominicana, Haití, Cuba y Jamaica.
En época de huracanes, las ráfagas de viento desvisten de trapos a las islas del Caribe y se dejan ver las intimidades y los anhelos de las gentes que las habitan. En esa desnudez es triste ver cómo los isleños trazamos el nacimiento de un huracán, pero apenas el ojo y su cola se alejan de nuestro litoral, se alejan también las preocupaciones de los daños que puedan acontecer en tierras hermanas. Cada isla del hermoso Caribe se prepara por separado para tener un destino propio, desligado de los demás fragmentos terruños que habitan el mar. Cada isla, en unidad mínima de un archipiélago, define su independencia como antes en la historia, y sobrevive por fuerza propia.
La distancia emocional que trae el exilio voluntario me ha hecho apreciar con más objetividad las sincronicidades históricas y culturales que se comparten entre islas. Sobre todo entre las islas que comparten el idioma español. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que se ha hablado y analizado el asunto, la condición de isla provoca un abandono de una perspectiva unificadora y crea un obstáculo mental que entorpece y fastidia. Cada isla, a la intemperie, anhela superar sus viejos traumas coloniales. Cada una se refugia en su proceso de identidad fragmentada. Y en esa ciénaga, todos sus habitantes son igual de vulnerables. Todos pierden la luz y el agua, se abastecen de lo necesario (o de más de lo necesario, los que quieren y pueden), y se resignan al fenómeno meteorológico con o sin plegarias a un ser superior.
Cualquiera pensaría que al menos nos deberían unir los eventos esporádicos de la naturaleza. Pero en el Caribe muchas veces se siente más cerca Nueva York que Santo Domingo, por ejemplo, y sería un hallazgo para muchos darse cuenta de la cercanía física y cultural de la islas vecinas. Aunque el mar y los vientos tanto unifican como aíslan, la temporada de huracanes nos provee cada año una oportunidad. Para crear nuevos agujeros en el mapa y así precisar en las alegrías, los tormentos, y los refugios que nos unen.