El carro fuera de la raya, la lata en el tiesto, y la ausencia de la esfera pública

Periódicamente, las ciencias sociales discuten fenómenos como la crisis de gobernabilidad o la crisis de legitimidad (Binder y La Palombara, 1971; Offe, 1984; Schmitter, 1986) para describir la incapacidad del estado moderno ante el manejo de las múltiples exigencias sistémicas que experimentan (sociales, económicas, globales, etc). Significativamente, en las últimas décadas este término de ingobernabilidad ha sido utilizado tanto por sectores conservadores y neoconservadores, como por la izquierda tradicional y espacios progresistas amplios. Dentro del ámbito conservador/neoconservador y a partir de la era Reagan/Thatcher, el argumento de “la ineficiencia gubernamental” se ha presentado como justificación principal para el desmantelamiento del estado benefactor, el fortalecimiento de las esferas privadas en la provisión de los servicios (privatización) y la desregulación de los mercados económicos, tanto nacionales como transnacionales (neoliberalismo). Más recientemente, la izquierda tradicional y sectores progresistas diversos también han entendido al estado democrático-liberal como ilegítimo, pero a partir de unos reclamos de justicia y equidad social que exigen la transformación del modelo controlado por el 1%de la población financiera global.  

Cabe señalar el enfoque marcadamente institucional de estas discusiones, o bien concentradas en las estructuras y agencias de la economía internacional, en las estructuras y agencias del estado, o bien en las organizaciones y arreglos políticos nacionales, como el sistema de partidos. Menos frecuente es profundizar sobre los significados socio-políticos y socio-culturales de fenómenos como la apatía social contemporánea, el cinismo extenso, el desafío y/o agresión del llamado “ciudadano común y corriente”, quien regularmente transmite una carencia de lo que el filósofo Cicerón describe como civitas (Everitt, 2001).

Este civitas, el cual enmarca lo que debemos entender como democracia, no radica simplemente en contar con una colección de ciudadanos, sino que implica un concilium[1] profundo de derechos —e importantemente, y lo que apenas se discute— de responsabilidades compartidas. En contraste, lo que evidenciamos en Puerto Rico es algo parecido a lo que Arcadio Díaz Quiñones (2000) describe como, “el arte de bregar”, un mecanismo de sobrevivencia individual diaria, pero de carácter “extremadamente precario, cambiante y hasta violento” (Fontanez, 2009). Es a esto a lo que me refiero en el título: el comportamiento marcadamente a-social que experimentamos en aún los gestos más prosaicos —el carro fuera de la raya, la lata en el tiesto…— cuya manifestación casi Hobbesiana de la guerra de todos contra todos, es carente de una conciencia y preocupación por “el otro” comunitario, por el otro que habita lo que supuestamente es “nuestro” país. 

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Cultura política o despadre puertorriqueño

Las ciencias políticas definen al enfoque con las dimensiones más subjetivas del comportamiento político —valores, sentimientos, afinidades, etc.— como alusivas a la cultura política de una sociedad (Almond y Verba, 1963 y 1980; Inglehart, 1989; Diamond, 1999; Lijphart, 1999). Anterior a la creación de la disciplina actual en el período de la post-guerra, un crítico social como el francés Alexis de Tocqueville en su obra clásica del siglo 19, Democracy in America, o el sociólogo alemán Max Weber en el reconocido ensayo de principios del siglo 20, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, ya habían explorado el impacto que crean los valores religiosos, por ejemplo, en la sociedad política. Sin embargo, no es común abundar sobre las posibles metodologías que se pudiesen utilizar para enfrentar estos temas en contextos concretos y contemporáneos. Esto ha llevado a lo que Ernesto Ganuza, en un estudio reciente sobre el fenómeno del desafecto político en España, describe como haber ubicado estas discusiones en un “hoyo negro, particularmente con respecto a los significados de la insatisfacción política en el siglo 21” (Ganuza y García, p.2). 

El poder entender de mejor manera los aspectos socio-culturales, al igual que psico-personales de la acción socio-política ciudadana resultarían ser un terreno propicio para la investigación social vigente. Sin embargo, en el contexto de Puerto Rico, lo que entendemos como análisis político se limita principalmente al trilladísimo discurso jurídico-constitucional del estatus político, o a la más asfixiante micro-observación del localismo político-partidista más torpe. Además, a menudo no enfrentamos estas otras realidades del comportamiento ciudadano por el escapismo puertorriqueño de tapar el cielo con la mano —“total, es igual en todas partes”, o “por lo menos no somos una de esas repúblicas (o Iraq, o Rusia, o Liberia, o…)”.

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El no querer entender de manera más compleja el alcance de los sentimientos ciudadanos negativos prevalecientes representa una verdadera amenaza para el proyecto democrático de nuestro, o de cualquier país. En todas sus definiciones, la democracia requiere de un apoyo cívico, consciente y activo. En otras palabras, la democracia requiere de un ethos democrático, como señalara Hannah Arendt en una de sus obras maestras, La condición humana (1998). La democracia, o por lo menos el gobierno representativo democrático, como nos recuerdan los cientistas políticos Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Adam Przeworski, no es un sistema político que se puede sostener a largo plazo sin un nivel de convencimiento y apoyo social, al igual que sin un comportamiento cívico evidenciable. Como ellos escuetamente resumen: "no democrats, no democracy" (O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1986).Sin este ethos lo que sobreviene es alguna versión de un populismo conformista y autoritario —el peronismo argentino, por ejemplo— o el clientelismo político utilitario de los city bosses de las ciudades de Nueva York o Chicago a principios del siglo 20.

En Puerto Rico, el apoyo mínimo al proyecto democrático se ha justificado tradicionalmente en los niveles considerablemente altos de participación ciudadana dentro de los episodios eleccionarios periódicos. Sin embargo, tendríamos que profundizar sobre el mérito de esa participación en una cultura política de cinismo, agresión y desconfianza generalizada, o el valor político de “votar por el menos malo” dentro de un menú de opciones políticas en “que todos son esencialmente iguales”, como hemos discutido en otras ediciones de la Revista Cruce. ¿Por qué participar de este ritual, si en el fondo —¡o hasta en la superficie!— se desprecian a sus actores políticos protagónicos? Más aún, por qué unirse a lo que en muchos sentidos es la “movilización de votantes dentro de un proceso no-decisional”, como lo describiera Emilio Pantojas (Pantojas, p.10, 1990).  

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Como poco, dicha participación fomenta una especie de complicidad —otro término de Arendt (2000)— en el sustento de un gobierno seudo-democrático y seudo-representativo por defecto (by default), o a falta de otra cosa (“es lo que hay”). Dentro de este esquema, y aunque no seamos parte activa de la nómina político-partidista (batata), se recrudece nuestro distanciamiento socio-personal con los propósitos no solamente de un sistema más genuinamente representativo, sino significativamente, con el ideal del polis, o el colectivo. Como posible “expiación” a nuestro sentido de complicidad en este esquema, se propicia el desafío a la regla y a la consideración al otro social. En su más mínima expresión, esto se puede traducir en que “ni creo —por no decir, ¡me defeco!— en el ordenamiento que me dicta estacionarme dentro de la raya amarilla, depositar mi basura en un recipiente adecuado —mucho menos, de reciclaje: ¿qué es eso?— o limpiar el excremento de mi mascota”[2]; o bien, esperar mi turno en la fila, solicitar permiso para cruzarle a alguien por al frente, respetar el espacio de silencio del otro, saludar, agradecer un servicio, dialogar… 

El habitus si hace al monje, o por lo menos al ciudadano democrático             

En la obra clásica de la teoría democrática liberal, Democracy in America, basadaen una serie de observaciones e investigaciones llevadas a cabo por Alexis de Toqueville del 1835-39 para entender lo que en ese momento era el aún reciente fenómeno de la democracia norteamericana, éste señala ciertos “hábitos del corazón” (habits of the heart) que propician ciertos tipos de gobierno. Entre estas características, de Toqueville observa lo que frecuentemente se entiende como la particularidad de la personalidad norteamericana: el individualismo. Este individualismo ha servido de justificación cultural principal para explicar el espíritu práctico-empresarial norteamericano (go get it!; yes, we can!) y el compromiso con el trabajo (work ethic). Sin embargo, ya el propio de Toqueville —tan anticipadamente como en estas primeras décadas del siglo 19—, advertía sobre los peligros inherentes en un individualismo descontrolado para el proyecto intrínsecamente colectivo de la democracia, si esta orientación individual no está acompañada de un proyecto democrático educativo constante (en el caso norteamericano, el ideal del modelo participativo local de los town meetings).  

Aún más, remontándonos a los propios griegos, éstos no conciben al individualismo como propio del polis democrático, sino perteneciente a lo que Arendt describe como la esfera privada, espacio representado por la familia o la religión y marcado por los intereses particulares (Arendt, pp.22-6, 1998).  En contraste al enfoque en preocupaciones que se centran en el “hogar” (oikia), o en lo privado, el surgimiento de la esfera pública, simboliza tanto para Arendt, como posteriormente para Habermas (1991), el desarrollo de otros tipos de comportamientos políticos basados en el diálogo —un acto necesariamente social— y en valores de trascendencia solidaria. Para Arendt esto se logra a través de dos elementos principales: la acción política (praxis) y la capacidad de reflexión crítica (logos) —y esto, en contraste al acto de fe a-críticoimplícito en todas las religiones— cuya fusión crea lo que ella describe como la vita activa, o la acción política-reflexiva regularen beneficio de la comunidad.

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Ninguna democracia, o intento democrático, sobrevive sin la participación activa e informada de una ciudadanía consciente. La democracia es, por consiguiente, un proyecto de necesaria formación educativa constante. De esto es lo que se trata la vita activa a la que alude Arendt, en cuya ausencia la existencia carece de reflexión, y por consiguiente, es automática. Esta existencia se ha vaciado del ejercicio del pensamiento. En la era neoliberal este vacío se llena a menudo con el consumismo desmedido y/o el retraimiento exagerado en la existencia privada, existencia individual que nos roba de nuestra capacidad social, animal socialis, es decir, de nuestra humanidad.

En una sociedad en la que los maestros del sistema de educación pública están organizando “una vigilia silenciosa” en defensa de su bono de Navidad (¡para que Gandhi o Nelson Mandela se revuelquen 100 veces en sus tumbas!), me parece que hace tiempo que se nos pasó la hora de empezar un proyecto de reflexión-acción para una genuina convivencia socio-democrática. Por supuesto, esto no puede surgir en un vacío. Mientras, por otro lado, cada día se llevan a cabo esfuerzos ciudadanos magníficos que debemos fortalecer y dar a conocer. Pero este proyecto tiene que surgir de nosotros mismos, no nos va a caer del cielo ni mucho menos del gobierno, los partidos políticos, los americanos, los otros… Ese comienzo puede localizarse en algo tan sencillo como no tirar la lata al suelo, ceder el paso, dar las gracias… y en el fomento al desarrollo de nuevos hábitos del corazón.

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* Todas las imágenes son de la autoría de Chiara Gordon.

Notas:

[1] De este término del latín, concilium, es que se deriva la palabra coniciliar, o “poner de acuerdo a los que estaban en desacuerdo”.

[2] En relación al ejemplo de las mascotas, pensemos en el evento infernal anual en el Morro que auspicia el gobierno municipal, no como ocasión educativa para el fomento al respeto a la vida de tantos animales realengos y maltratados en nuestro país, sino para el lucimiento de mi animalito de pedigrí. Este jolgorio canino genera un saldo de literalmente cientos de heces fecales a través de toda la mágica ciudad histórica capitalina —“que no limpio porque, total, el policía que está ahí parado lo único que hace es textear, así que ni me está mirando, y, de todos modos, ¿para qué pago contribuciones?!”. 

Lista de referencias:

Almond, G. y Verba, S. (1963) The Civic Culture, y (1980) The Civic Culture Revisited Princeton University Press.

Arendt, H. (1998), The Human Condition, The University of Chicago Press.

---. (2000), “Eichman in Jerusalem”, The Portable Hannah Arendt, Penguin Books.

Binder, L. y La Palombara, J. (1971) Crises and Sequences in Political Development:  Studies in Political Development, Princeton University Press.

Diamond, L. (1999) Developing Democracy: Toward Consolidation, Johns Hopkins University Press.

Díaz Quiñones, A. (2000) El arte de bregar, Calculated Industries.

Everitt, A. (2001) Cicero: the Life and Times of Rome’s Greatest Politician, Random House.

Fontanez, E. (2009) “De la brega boricua”, El Nuevo Día, http://www.academia.edu/1166615/De_la_brega_boricua_-_El_Nuevo_Dia.

Ganuza, E. y García, P. “The Political Turn of Citizens: What does Disaffection Mean in Spain?, http://www.fes-sociologia.com/files/congress/11/papers/1581.pdf

Habermas, J. (1991) The Structural Transformation of the Public Sphere, The MIT Press.

Inglehart, R. (1989) Culture Shift in Advanced Industrial Society, Princeton University Press.  

Lijphart, A. (1999) Patterns of Democracy: Government Forms and Performance in Thirty-six Countries, Yale University Press.

O’Donnell, G., Schmitter, P. et al. (1986), Transitions from Authoritarian Rule, vol.4: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies, Johns Hopkins University Press.

Offe, C. (1984) Contradictions of the Welfare State, The MIT Press.

Pantojas, E. (1990) Development Strategies as Ideology, Lynne Rienner Publishers.