Los retornos siempre son una mezcla de amor y sufrimiento, de gusto y de dolor. Y así es que es el volver a Puerto Rico tras un año entero fuera: Maine, Boston, Washington, Philadelphia, Dallas; las noches de vino, comida china y amistades en una terraza con vista del Monumento a Washington; las noches de sushi en Cambridge con amigas discutiendo derecho constitucional; los exámenes de derecho; la noche en un festival de linternas chinas en Dallas con aquella chica con la que comparto el corazón. En particular, esa noche que veo mi reflejo por casualidad en una vitrina del centro de Portland, y me toma un momento darme cuenta que la chica en el business suit y la cartera de cuero soy yo. Cuando a uno le da trabajo reconocer su propio reflejo, uno tiene que analizar cuánto ha cambiado.
Al llegar, uno descubre que son las cositas más pequeñas las que uno extraña. El momento en el que en el mismo terminal del aeropuerto te llama la atención por un segundo que todos estén hablando en español –antes de caer en cuenta que ya estás de vuelta en Puerto Rico. O el momento que respiras la humedad del aire y te das cuenta de cuánto te habías desacostumbrado a ella. O, más todavía, el darte cuenta cuánto habías extrañado ver el cielo azul salpicado de nubes blancas por todas sus esquinas, en vez de cielos completamente azules o completamente grises.
Pero a su vez, poco a poco te vas dando cuenta de una sensación extraña –la sensación de asombro, al ver, que nada ha cambiado en casa, mientras tú sí has cambiado. El momento que caminas los lugares tan familiares a tu crianza, y los miras desde afuera, preguntándote si se han dado cuenta del mundo tan grande que hay más allá y de las glorias y horrores que has visto. O si son como los aldeanos vanidosos de Martí, quienes no saben de los gigantes con las botas de siete leguas.
En el proceso, se va creando la sensación, en momentos tan básicos como conducir por carreteras conocidas, o tan emocionales tales como volver a la casa materna y acostarte en tu cama de la niñez y mirar el reflejo cambiado en tu antiguo espejo, de que todo esto lo recuerdas muy vívidamente –pero en una vida pasada.
Pero a su vez, vas notando cosas que antes no notabas, pero que ahora son más obvias que las palabras de un libro abierto. Cuando recorres los pasillos de Plaza las Américas, y ves gente comprar billeteras de $400, y gastar cientos en tragos y comida, pero a su vez sales y te encuentras con la misma pareja de deambulantes de siempre (los que pasen por la luz entre Plaza y el Cuartel General, quizás recuerden un hombre, con una mujer en silla de ruedas con un brazo gravemente enfermo y vendado – llevan allí pidiendo dinero desde que empecé mi bachillerato hace cinco años y medio).
Cuando paras a tomarle una foto a la decoración navideña nocturna de la Alcaldía de San Juan –más bella que nunca– para casi tropezar con otro deambulante durmiendo sobre un cartón casi en los mismos escalones de la entrada majestuosa del edificio del Departamento de Estado. Cuando ves más y mejores restaurantes caros, más clubes y bares buenos abriendo, tiendas nuevas llenas de productos con más variedad que inclusive en algunas de las grandes metrópolis de los Estados Unidos, para encontrarte afuera, semáforos que no han sido reparados en semanas, focos apagados con calles a oscuras, y cada vez más pobres drogadictos en las calles.
La primera pregunta que una se hace, es ¿cómo es posible que haya más opulencia a la vez que más miseria? Pero la segunda y más necesitada pregunta se vuelve, ¿acaso nadie se da cuenta? ¿Tan buenos se han vuelto a vivir en negación que no se dan cuenta que el mundo se les está yendo abajo, tal como el Titanic se hundía mientras la banda seguía tocando?
En el proceso, una se vuelve trastocada entre mundos. Afuera existe la nostalgia por el suelo patrio. En el hogar, existe la sensación de que todo se ha vuelto demasiado pequeño para crecer – casi como cuando uno encuentra algún juguete de la niñez que ya no interesa demasiado, más allá de sus recuerdos.
También funciona a la inversa, en la incredulidad – tal como encontrar los viejos retratos de la niñez, y recordar los momentos en los que se tomaron, pasar los dedos por el retrato viejo, y preguntarse si la persona del retrato es realmente la misma persona que ha pasado todas las vivencias de los últimos meses. Una vez más, la sensación de que todo fue en una vida pasada.
Y va a ocurrir en la familia también. Los parientes habrán de notar las diferencias, y los cambios –en algunos casos sencillamente se asombrarán, y en otros casos, serán también, incapaces de poder comprenderlas, y ruegan que no haga nada que destruya mi vida y desista de este camino– obligando a la misma pregunta de antes: ¿no han visto lo que yo he visto? ¿No saben las glorias que se están construyendo por el mundo, y todas las cosas excitantes que le están pasando a la humanidad que hacen que nuestra sociedad cambie? A menudo, por más que les expliques, no comprenden– ¿tanto uno cambia fuera?
¿O es que Puerto Rico es una burbuja de insularismo tan profunda que hace al que pase un poco de tiempo fuera, tan extraño a ella como el valiente que salió de la caverna de Platón, para entonces ser rechazado al tratar de contarle a los otros de lo que vio?
Ya de vuelta en mi apartamento en Maine, lo primero que hago al llegar tras el tiempo en la isla, es ir a la pared donde cuelga la bandera de Puerto Rico, y tocarla, lamentando el ya no estar en el suelo patrio. Y la pregunta obligada de una joven de casi 24 años empezando a explorar el mundo en la vida, se va volviendo tan simple como: ¿dónde es el hogar?
No tengo la contestación a esa pregunta todavía, pero sí digo lo siguiente: Aquel que pretende sobrevivir y prosperar algún día, tiene que abandonar su provincialismo, aprender que hay un bello y enorme mundo más allá de sus alrededores, y entender el mensaje que nos dio Martí hace ya más de un siglo:
“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el cielo, que van por el aire dormido engullendo mundos.”
Listado de imágenes:
1. Earth Snapshot, Orthorectified wide-swath ASAR image of the island of Puerto Rico, 2012.
2. Eden LSU, Children and disasters: Puerto Rico after a hurricane.
3. Tráfico en Puerto Rico, foto por Jaykar de imageshack.
4. Foto de Josian Bruno, Noticel.
5. Planeta tierra, foto por George Collazo.