Carta desde una sala de clases en Puerta de Tierra

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Estimadas y estimados:
¡Solo hacía falta comenzar! Desde que empecé a enseñar siempre supe lo que anhelaba hacer: compartir mis anécdotas con futuros maestros para que conocieran cuál es la realidad en el escenario magisterial. Muchas veces he utilizado la frase: “nos toca estar donde tenemos que estar”. No sé quién la ingenió, pero no hay palabras más ciertas. Cuando estudiaba para adquirir mi grado de bachillerato como maestro de historia me hice la siguiente pregunta: “¿dónde quieres trabajar cuando te gradúes?”. La respuesta fue: “en un lugar donde pueda hacer la diferencia”. ¿Saben qué? Creo que lo he logrado. Por eso soy maestro.

Mi primer año fue uno de transición y adaptación. No fue fácil llegar a una escuela cuya “fama” no era buena que digamos. Incluso, parece que tuve suerte porque muchos compañeros comentan y aseguran que llegué cuando todo se había arreglado.  Siempre me relatan que antes los alumnos le prendían fuego a los zafacones, hacían guerras con los libros, peleaban entre ellos, “saboteaban” las salas de clase, entre otras hazañas que son, para mí, inimaginables. Cualquiera que escuche estas historias y visite la escuela en la actualidad, pensará que sacaron a todos los estudiantes, demolieron la estructura, construyeron una nueva, y entrevistaron y administraron exámenes a cada alumno para asegurarse que la escuela fuese un centro de paz y armonía.

La realidad es que nada de eso ha pasado. En la escuela se siguen dando situaciones de conducta problemática, como en cualquier otra. Si pensaban que el fuego se había extinguido, se equivocan: seguimos expuestos a situaciones tensas, aunque en menor escala. Naturalmente, en un espacio donde se encuentran individuos con distintas visiones y actitudes, es inevitable que surjan choques. Con todo este trasfondo, se podrán imaginar cómo fue que me estrené como maestro del sistema público de enseñanza de Puerto Rico.

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Ese primer año me temblaban las piernas a diario. Cuando te preparas para ser maestro nunca piensas que un grupo de adolescentes pueda llegar a intimidarte o, por lo menos, crees tener las herramientas para mantener los grupos bajo control. Mi consejo, para que no se intimiden, es que piensen quién tiene la responsabilidad de ser la figura de autoridad, quién dice la última palabra, de quién es este “reino”: hay que enseñar las formas de autoridad para luego enseñar a socavarlas, hay que eseñarle a los y las estudiantes a volar de poco, hasta darles el empujón final del despegue. Piensen en su salón como un lugar sagrado. Por ejemplo, mi salón es como mi apartamento —mi hogar— y yo les dejo saber las reglas a quienes lo visitan.

Ese primer año fue decisivo y crucial para dejar saber qué tipo de maestro soy. La mayoría de los estudiantes retan constantemente la autoridad para tantear hasta dónde pueden llegar y para, según dicen ellos, demostrar que “aquí mando yo”. Pero estos muchachos se llevan una sorpresa: “aquí mando YO, el maestro, y se hace lo que YO diga”. Ser fuerte e íntegro los primeros años (aunque también a lo largo de toda la carrera docente) es fundamental.

De allí que recuerde con mucho cariño una ocasión en la que, mientras discutía el prontuario al comienzo de un semestre, un joven de un grupo de estudiantes de cuarto año me dijo: “Maestro, en verano te cayó una piedra en la cabeza, porque vienes a matar”. Me dio mucha gracia, pero mi respuesta fue: “aquí venimos a trabajar y ustedes van para la universidad donde no hay perdón”. No puedo negar que crear la reputación vertical que me precede no ha sido tarea fácil. La clave para lograrlo ha sido ser consistente, organizado, responsable, humilde, paciente, comprensivo, facilitador pero, sobre todo, ejercer esta profesión con amor y voluntad.

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Muchos pensarán que ser maestro es una locura, pero la maestra inspiradora Rita F. Pierson (2013), en una de sus conferencias titulada “Todo niño necesita un campeón”, dijo: “los niños aprenden con los maestros que los quieren”.

Por esta razón tengo por costumbre recibir a mis estudiantes en la puerta, estrecharles la mano y saludarlos con una sonrisa. Los y las estudiantes, sin importar de dónde vengan, merecen respeto y ternura. En ocasiones, cuando un estudiante entra serio, le hago una mueca para que sonría. Es increíble cómo ellos y ellas guardan e la memoria eventos que yo considero efímeros. Un día con el ajoro diario, solo le estreché las manos a mis estudiantes de manera apresurada y aquel joven me hizo una mueca para que yo sonriera. Esa experiencia fue una de aprendizaje para mí. Ese estudiante me dejó ver que no importa el estrés que nos cause la vida, el calor humano no cuesta nada.

Otro momento que guardo con mucho cariño fue cuando llevamos a la clase graduanda al pueblo de Cayey. Como parte de una despedida junto a la maestra de inglés organizamos un viaje que se convirtió en una experiencia inolvidable para nuestros alumnos. Ese día los jóvenes sabían la hora de salida, pero no la de regreso, y creo que eso los emocionaba aún más. La idea de esta actividad surgió porque durante un día de clase un estudiante me dijo: “Obbal, yo nunca he ido al río”. Allí me enteré que prácticamente el 90% de sus compañeros tampoco había tenido la posibilidad de conocer aquello sobre lo que únicamente habían leído en los libros de ciencia y geografía. Yo me propuse que mis estudiantes no se fueran de la escuela sin visitar un río. Si la marginalidad rural le impide a algunos alumnos conocer otras áreas de nuestra isla, la marginalidad urbana les roba a nuestros jóvenes el contacto con la naturaleza.

El día de la gira a Cayey salimos de la institución a las ocho de la mañana, donde previamente se habían coordinado una serie de actividades educativas como el recorrido por el pueblo con un guía turístico y la visita a la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Cayey, donde aprovechamos para visitar El Museo de Arte Dr. Pío López Martínez. Luego del goce educativo venía la diversión ecológica. Los caminos conducían a Charco Azul y luego a disfrutar de la gastronomía que nos ofrece Guavate. Sentí una enorme satisfacción al ver cómo mis muchachos y muchachas se disfrutaron el evento de principio a fin.

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Aunque parezca extraño, esta actividad la realizamos el día del maestro; el mejor día del maestro que he pasado en los pocos años que llevo ejerciendo esta profesión. Ahora que reflexiono mientras les escribo esta historia estoy convencido, no sólo de que este ha sido el mejor día del maestro que he pasado desde que ejerzo esta profesión, sino de que no hay mejor manera de celebrar ese día que estar junto a las personas que ayudamos a formar.

La motivación de un docente deben ser siempre sus estudiantes. Mientras están con sus estudiantes, los educadores no deben pensar en los días feriados que nos quitaron, no nos pagaron porque somos transitorios, en nuestros supervisores arrogantes o con poco liderazgo y en cómo el gobierno desprestigia al maestro. Pienso que junto a ellos y ellas, no podemos seguir viviendo bajo la pena, la angustia y el coraje. Yo estoy seguro de que, si el gobierno no me valora, mis estudiantes sí lo harán.

Es siempre sorprendente saber cómo aprecian mis estudiantes lo que hago, pero me asombra más enterarme de ese amor gracias a terceros, en lugar de saberlo por mi supervisora. En una ocasión, en una reunión de facultad, el especialista de la conducta, al abordar el tema relacionado al manejo de la conducta, hizo referencia a mí diciendo: “ahora es el momento de Obbal”. Para mi sorpresa, un año antes este especialista había realizado una serie de entrevistas a los estudiantes de la escuela. Fue empoderador saber qué es lo que piensan mis estudiantes de mí, según los resultados de estas entrevistas. Piensan que soy un poco fuerte, pero reconocen que soy de los pocos que los escucha, los aconseja y los entiende. Él alega que yo tengo una fórmula donde le dejo saber a los estudiantes hasta dónde pueden llegar, con respeto y confianza. Aún no sé exactamente cuál es mi fórmula secreta, lo que sé es que en mi salón hay un ambiente de armonía, y que es un lugar donde a los estudiantes les gusta estar.

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Como maestro he aprendido a conocer a mis estudiantes y he descubierto que no se puede tratar a todos los y las estudiantes de la misma manera. Creo que esto me ha funcionado a lo largo de mi joven carrera. Darles la confianza, escucharlos cuando lo necesitan, pero sobre todo, tomarme el tiempo para conocerlos. Cuando los veo cabizbajos les pregunto qué les pasa, los motivo a que se proyecten al futuro y les dejo saber que pueden lograr lo que se propongan. Si bien es cierto que no tengo una fórmula, sí tengo pero mucho cariño y esperanza en ellas y en ellos. 

Pero lo cierto es que uno no sabe con certeza si lo que está haciendo lo hace bien todo el tiempo. ¿Lo estoy haciendo todo bien en la sala de clases? No lo sé. ¿Estoy haciendo algunas cosas mal? Tampoco sé; probablemente sí. De lo que estoy seguro es que mucho de lo que hago me está funcionando. Qué mejor evidencia que recibir la llamada de estudiantes que tuve hace unos años para preguntarme cómo estoy; que recuerden el día de mi cumpleaños y me escriban. Hasta he comido en las casas de algunos de ellos porque sus familiares me quieren conocer. En la graduación del año pasado se me acercó un caballero y me preguntó si yo era Obbal. Cuando le respondí que sí, él (con una sonrisa en su rostro) le dijo a su esposa y familiares: “este maestro es el segundo padre de mis hijos, gracias por todo”. Se podrán imaginar mi sentimiento de orgullo —el corazón casi se me quería salir de la alegría. Experiencias como éstas me dicen a mí lo valioso del trabajo del maestro, y que mi pasión y mi entrega me ayudan con lo que realizo. Soy creyente de que las maestras y los maestros debemos compartir experiencias. Por eso es importante escribir y hablar de las prácticas que realizamos en la sala de clase, de este modo creceremos juntos. 

Colegas docentes, de ustedes quedo.

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Lista de imágenes:

1-6. Shaun Kardinal, de la serie Flying Formations, 2014.


 

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