"Los pueblos han de tener una picota"

Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles.
- José Martí, Nuestra América

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La fauna intelectual dominicana ha dado figuras de toda suerte y cariz. Las hay tan sabias, juiciosas y serias que, incluso en el terreno del desacuerdo, no se puede ser indiferente a su decir. Las hay de inteligencia brillante, pero cuidadosas en extremo a ubicarse a uno u otro lado de cualquier cuestión. No faltan las figuras de intenciones luminosas, aunque marcadas por la impresión de que su empeño especulativo no ha sido más que un puro arar en el mar. En las antípodas de este heteróclito conjunto se halla el intelectual nacionalista, sujeto por demás pintoresco por lo altisonante y extremista de su retórica. Este ejemplar de erudito exhibe en sus escritos e intervenciones públicas un tono agónico con el que pretende legitimar un pensamiento marcadamente desfasado no sólo con repecto a la historia de las ideas, sino al de la propia realidad que habita.

Para el intelectual nacionalista la patria es un campo de batalla. Esta entelequia se ancla en la exaltación de un siglo diecinueve del cual los dominicanos de hoy al parecer nunca hemos salido y del cual, según la interpretación de la historia de este espécimen de docto, jamás saldremos. Entre el ruidoso conjunto de intelectuales nacionalistas de la República Dominicana de hoy, Manuel Núñez ocupa un sitial preeminente.

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En sus libros, decimonónicos hasta en la extensión, así como en sus desenfrenadas intervenciones públicas, Núñez se autolegitima como una suerte de soldado que blandiendo un arcabuz sale a defender la patria de los elementos que amenazan su pretendida pureza. El delirio chauvinista lo lleva a regresar constantemente a los orígenes, al tiempo detenido de las efemérides, para autorizar sus arengas.

Esto se ve claramente en el escrito que publicara en Acento el pasado 9 de noviembre bajo el título de Carta a un calumniador, en el cual refiere lo siguiente: “Quien escribió la frase siguiente ‘Entre haitianos y dominicanos no es posible la fusión’ fue Juan Pablo Duarte. No es una frase de Trujillo ni de Balaguer sino del fundador de la República. Sobre ella se construyó el ideal de la Independencia del dominio haitiano y los resultados históricos de 1844”.

No me puedo explicar qué fue lo que Manuel Núñez no entendió de mi columna del 4 de noviembre en Acento. En ella lo uso de pretexto para plantear sin ambages mis opiniones sobre el tema haitiano: “La patria que nacionalistas de parroquia como Núñez dicen amar se beneficiaría grandemente si su labor cívica como intelectuales públicos se encausara por la vía de la denuncia de las principales fuentes del mal llamado “problema haitiano”, a saber, 1) la rapacidad de los consorcios que se han enriquecido importando mano de obra haitiana semiesclava en la industria azucarera, desde las compañías estadounidenses que iniciaron la tradición a principios de siglo veinte hasta los Vicini en la actualidad; 2) la sed de ganancias de las corporaciones hoteleras que no dudan en contratar haitianos por una fracción de lo que pagarían a trabajadores dominicanos, 3) la avaricia de contratistas desalmados que por un caldero de locrio obtienen la lealtad de todo un ejército de obreros haitianos capaces de erigir un edificio en cuestión de meses, 4) los militares corruptos que empañan la imagen de las instituciones castrenses al prestarse al tráfico ilegal de personas” (El sueño de la nación produce monstruos).

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Es un cuadro hasta cierto punto patético que alguien como Núñez, con tantos galones académicos, alguien que es capaz de dedicar cientos de horas al estudio de una materia y que ha tenido la disciplina de escribir un tratado de más de seiscientas páginas sobre la misma, se apasione de tal forma por su objeto de estudio que pierda de vista lo que al ingenio lego le resulta obvio. Esto es: que la causa principal de que los nacionales haitianos controlen sectores del mercado laboral dominicano está en el empresariado que los contrata y que obtiene pingües ganancias de la precariedad legal del inmigrante.

Pero, si dramático es constatar esa ceguera en Núñez, más dramático aún es apreciar que hay plumas que le hacen coro en la prensa del país, como es el caso de Ubi Rivas, quien aborda el tema de la inmigración haitiana sin atreverse a agarrar al toro por los cuernos: “Ya no son braceros de la caña, sino en la construcción, serenos de edificios, colectores de café y cacao, mureadores de arrozales, fruteros, limpiabotas, orondos por el incumplimiento del Gobierno dominicano en no aplicar la Ley 85-04 que regula la política migratoria nacional. Un barril de pólvora, agravado por la inestabilidad política, sanitaria” (“El problema haitiano”Hoy, 23 de enero de 2011).

La misma ceguera se puede constatar en Aristófanes Urbáez, “El Roedor”, quien aprovecha un escrito en torno a la secuela del terremoto que devastó a Haití en 2010 para despotricar contra la “izquierda ‘burra’” que “está contra la Minustah, habla de nacionalismo, esclavismo y su caterva de ONG’s coge cuartos”, y que “no aparecen a practicar su ‘solidaridad’, cuando el mundo, encabezado por RD, se vuelca a aliviar el dolor de Haití” (“El espejo argentino, Manuel Núñez; ‘izquierda-burra’-Haití”Listín Diario, 15 de enero de 2010). 

Ya sea por contubernio o dislate, la intelectualidad nacionalista pasa por alto el hecho de que el flujo inmigratorio haitiano se afinca en las particularidades del capitalismo dominicano. A la inmensa mayoría de los empresarios criollos y a todos los consorcios multinacionales que operan en nuestro país les importa un bledo que un trabajador dominicano tenga que hacer malabares para buscarse el sustento. Mucho menos les importa el bienestar de un pueblo más desesperado que el nuestro y que les abulta los bolsillos trabajando por salarios de hambre, sin derechos ni garantías básicas y sin la más mínima seguridad.

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El mal llamado “problema haitiano” es un mito creado por la intelectualidad nacionalista. En tanto mito, el entender la presencia del haitiano en territorio dominicano como un problema se presenta como algo natural, y en ese sentido no se cuestiona la validez de la aserción y mucho menos se contextualiza su uso. Es esa mistificación la que opera en los escritos de la inteligencia colaboracionista de la época de la dictadura, hija de su tiempo, y que pervive como un infausto anacronismo en el discurso de Manuel Núñez.

Para ilustrar esa continuidad entre el saber trujillista y Núñez, considérese el siguiente fragmento: “El haitiano que se nos adentra vive inficionado de vicios numerosos y capitales y necesariamente tarado por enfermedades y deficiencias fisiológicas endémicas en los bajos fondos de aquella sociedad. La penetración clandestina a través de las fronteras terrestres amenaza con la desintegración de sus valores morales y étnicos a la familia dominicana. Más que una situación accidental, se trata, entonces, de una colonización permanente. Porque las causas que la han engendrado no se han extinguido, antes al contrario, se han acrecentado”.

La primera oración pertenece al “Discurso de Elías Piña” (1942) de Manuel A. Peña Batlle. La segunda es del Balaguer de La isla al revés: Haití y el destino dominicano (1983), la reedición, ampliada, de un librito de 1947. Las últimas dos oraciones son de El ocaso de la nación dominicana (1990, 2001) de Manuel Núñez.

El “tontonmacutismo” intelectual que representa Núñez hay que denunciarlo sin tregua, puesto que, en lugar de propiciar un debate de transformación, promueve el odio al haitiano, toda vez que le hace el juego a los grupos de amplio poder económico que se benefician directamente de la incertidumbre y el miedo que genera la ideología xenófoba. Ojo avizor con estos intelectuales nacionalistas de viejo cuño. Es necesario cuestionar las implicaciones éticas y sociales de su retórica. Una cosa es exaltar nuestra bandera y otra muy distinta es incitar al odio étnico en nombre de la insignia patria. Lo primero constituye un nacionalismo inofensivo; lo segundo es nuestra perdición como sociedad.