Privilegio y desigualdad

Es inevitable que la experiencia de cada cual nos lleve a ver los elementos que configuran nuestra realidad nacional de maneras muy distintas. En mi caso, tuve una infancia bastante privilegiada en un pueblo pequeño de la Isla. Aunque mi familia no era adinerada, el hecho de tener una madre y un padre maestros hizo que se me abrieran muchas puertas. Nunca supe lo que era carecer de alimentos, de servicios de salud o de educación. Si esa hubiera sido mi única experiencia de vida, pensaría que la pobreza no existe en la Isla y hubiera dado por sentado que el resto de niños y niñas gozaban de lo mismo que yo. Jamás me hubiera percatado de que era privilegiada.

Sin embargo, tuve un privilegio aún mayor que enriqueció mi vida. Ese privilegio fue la oportunidad de asistir a una escuela rural donde mi mamá era maestra. Ahí supe lo que era una escuela de madera, con letrinas y con niños y niñas no tan afortunados como yo. Visité casas con pisos de tierra y jugué por el campo con amigas y amigos que hoy pertenecen a sectores sociales muy diversos. También escuché por horas las historias de mi abuela y de otras mujeres que me hicieron saber desde pequeña que otra realidad existía y que yo sólo vivía en un pedacito de ella.

A veces, nos da miedo hablar de clases sociales o de distribución de riqueza porque desde pequeños se nos enseñó que ser pobre era malo, que denunciar la pobreza era de comunistas y que aspirar a la equidad económica era demasiado arriesgado para la estabilidad del país. De tanto escuchar estas cosas, gran parte de nuestro país decidió creer que no hay pobreza justo a su lado. Otra gran parte decidió culpar a las personas que viven la pobreza por su propio estado y otro grupo piensa que sirviendo almuerzos a personas sin hogar o donando cenas en Acción de Gracias se remedia la realidad de nuestra Isla. No reconocen sus privilegios y por lo tanto, dan por sentado que su situación es natural.

Sin embargo, debemos mirar de frente nuestra realidad y aceptar que tenemos entre manos un conflicto que involucra clases sociales dispares. No para culpar o atacar a nadie, sino para entender por qué pasan las cosas y luego poder trabajar para cambiarlas. La desigualdad se alimenta de quienes se niegan a verla. Si no vemos el problema, no podemos resolverlo.

Cuando se vive en desigualdad y pobreza, se está viviendo al margen de los derechos humanos más elementales. La desigualdad se hereda y genera más pobreza que se perpetúa mientras agrava las condiciones de vida de las generaciones futuras.  Esta pobreza genera vulnerabilidad ante la violencia y otros males sociales. Los pobres se hacen más pobres cuando la estructura social no realiza acciones concretas para atajar la desigualdad. ¿No es eso lo que estamos viendo en nuestro país hoy en día?

Estadísticamente hay estudios que sustentan esta realidad y que demuestran que existe un deterioro real en la calidad de vida de nuestro país. En los medidores de desigualdad aceptados internacionalmente (coeficiente Gini), Puerto Rico tiene un índice de .53, el cual es comparable al de países como México, Argentina o Brasil. ¿No es hora de hablar, entonces, de una distribución de riquezas, de una garantía de acceso a servicios y de la necesidad de que los grupos de nuestras comunidades participen en la toma de decisiones?

En una economía como la nuestra, hay que dar espacio a alternativas diversas. En un mundo globalizado, no queda más remedio que considerar las inversiones extranjeras, pero también hay un consenso internacional que reconoce la necesidad imperiosa de fortalecer las iniciativas nacionales y, más aún, maximizar las particularidades que hacen a esas iniciativas una punta de lanza a nivel de competitividad. Ahí entra el sector industrial, el de micro, pequeñas y medianas empresas y las empresas sociales. Sin esta diversidad de sectores, no podremos levantar a nuestro país y su economía. 

Es importante que todo sector participe en las decisiones económicas y la pregunta para los sectores que ya lo hacen es: ¿Cómo harán espacio para que otros sectores puedan participar? Ese es un reto más complejo de lo que parece. Es complejo porque, ¿cómo das espacio a gente cuya energía vital está concentrada en sobrevivir el día, en garantizarse un techo, en llevar comida a su mesa? Desde un punto de vista de desarrollo humano está comprobado que sólo cuando las personas logran suplir sus necesidades básicas son capaces de participar en otros niveles de interacción social.

¿Pueden nuestro gobierno y el sector privado asumir y entender esta realidad? Hasta ahora han demostrado que no. Siguen pensando que impulsando un llamado “crecimiento económico” automáticamente benefician a todo el país. Si miramos nuestra historia económica, y los indicadores de desarrollo humano que tenemos disponibles, nos damos cuenta de que esa premisa es errada e insistir en ella es una apuesta a la perpetuación de la pobreza y la desigualdad. La nueva visión que nos traería cambios positivos como nación debe ser una de desarrollo sostenible desde una perspectiva de derechos humanos y equidad. 

Hay que luchar por nuevos espacios, espacios honestos y en los que las personas puedan dialogar desde la disposición a ceder privilegios, vencer ideas antiguas y aceptar que tal vez aquello que siempre creyeron justo en realidad no lo era. Mientras existan privilegios, existirá desigualdad.