“El asesinato considerado como una de las bellas artes”…

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… fue el título que Thomas de Quincey dio a un libro suyo, de 1827, que dio pábulo a otro, de Marcel Schwob, titulado Vidas imaginarias (1896), ambos abundantes en ese humor negro que los decimonónicos conocían como wit o esprit. Estas dos eminencias tardías del decadentismo europeo finisecular vinieron a desembocar en un texto poco ilustre hasta el otro día: —Historia universal de la infamia (1935, rev.  1954), en el cual Jorge Luis Borges (admirador declarado de de Quincey y de Schwob) asumió la difícil tarea de sumarse a la benemérita tradición biográfica de la “vida ilustre”.

En sus historias infames, Borges unió el humor tetánico de de Quincey (quien detallaba por qué el asesinato debiera considerarse una de las bellas artes) al sesgo siniestro y con frecuencia trivial de Schwob (quien escribió relatos imaginarios sobre infames que fueron famosos). Cuando Borges publicó su Historia… sabía que se insertaba en la vena podrida de una larga tradición a la que pertenecían Plutarco, Suetonio, Boccaccio, La Bruyère… e incluso Saint Simón. Borges dio a la tradición su propio twist: travistió la vida famosa en una vida infame en la cual el asesinato se convertiría en una variante esencial del arte del relato, y elaboró su catálogo de infames mezclando estos gestos estrafalarios: narrar lo nimio y narrar la vida (y el arte) de criminales, psicópatas, forajidos y excéntricos.  

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Toparme con un relevo de esta tradición en un escritor del patio no ha dejado de sorprenderme. Me refiero a Francisco Font Acevedo y a su extraordinario confabulario narrativo titulado La belleza bruta (2da edición 2010, Editorial Aventis, San Juan, PR). Pero aquí debo anotar su diferencia. Mientras los Plutarcos y los Borges se pasean por la historia universal y por el globo terráqueo entero, Pancho Font ha decidido aferrarse a nuestra pequeña isla —preferentemente a nuestra área metropolitana— para interpelar, y le cito, “el río de sangre tierna debajo de la ciudad”.

Font atosiga su libro con infames y sus infamias para revelar la pequeñez de cada cual, la suma de cuyas pequeñeces equivale al caudal de sangre nimia que discurre secreta y oscuramente por el subsuelo de nuestra frágil civilización patria. La belleza bruta, dividida en tres partes, no hace otra cosa que presentarnos una “historia local de la infamia”. Estamos ante nuestro “aquí” y ante nuestro “ahora”, recibiendo a grandes dosis el desasosiego y la perplejidad del que mira dentro de un callejón oscuro, desde debajo de una alcantarilla o, simplemente, de reojo en la oscuridad, para descubrir la insólita barbarie que nos acompaña como la antimateria a la materia.

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Al igual que el famoso novelista naturalista Émile Zola colocó a Thérèse Raquin (protagonista de su novela homónima de 1867) sobre una mesa de disección, aspirando a construir su novela como redactara la autopsia de una infame, Pancho Font busca hurgar en la máquina humana para comprender la razón de sus impulsos, la tendencia a esa barbarie física y moral que quizás depende (como en Zola) del momento, del ambiente y de la herencia. En su acto de desmembrar el cuerpo y de completar su informe forense, Font (al igual que Zola), anota sus comentarios a lo que va encontrando gracias al peso testimonial de un montón de entrañas. El gesto narrativo de Font y su inclinación a lo visceral estructuran estos relatos escritos con sangre y la punta de un escalpelo: Font escribe sobre cuerpos… literalmente encima de ellos y acerca de ellos.

Lo notable, lo que nos atrapa de La belleza bruta —una obra del país cuya calidad sólo es comparable con La novelabingo de Manuel Ramos Otero (1976) y con Mundo cruel (2010) de Luis Negrón— es la sabiduría textual y compositiva con la cual el autor acopia, analiza, maneja y ordena su material. Asumiendo de entrada la narración en primera persona, el relato asume un cruce entre autobiográfico-confesional y biográfico-testifical, con escasas excepciones. En teoría, tenemos la ocasión de conocer directamente las infamias de los personajes sin pasar por la matraquilla amonestadora o quisquillosa de un narrador omnisciente.

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Con la primera persona, el texto queda invadido por el instrumentario técnico de este tipo de narración: la cortedad de visión, la perplejidad ante los hechos (que el lector experimenta de primera mano); el comentario analítico de cada personaje en cuanto a lo que ocurre; y el tono, en general, poco confiable de los diversos narradores. Font Acevedo nos da acceso preferencial a almas dañadas cuya anormalidad se vuelve dramática simplemente porque nos llega en directo. Algunos relatos extensos sí coquetean con la tercera persona, pero siempre nos da la impresión de que nos encontramos ante un narrador testigo, es decir, frente a otra primera persona que, simplemente, no es la que protagoniza la historia.

Ocurre con frecuencia que un relato está dividido en varias narraciones en primera persona que toman su turno para permitirnos asomarnos a sus introspecciones, y así, de vez en cuando, tenemos la oportunidad de catar la misma escena desde la perspectiva de más de un personaje. Vale decir, que con su uso magistral de la primera persona, Font fragmenta lo real… como si fuese la realidad lo que el anatomista escritor sometiera al pormenor de su autopsia mientras anotara en su cuaderno estos inquietantes relatos de la extraña entraña humana.

No escapa de la aguda conciencia de Pancho Font la pesantez simbólica de estos descuartizamientos narrativos —que corresponden a otros tantos descuartizamientos literales de sus personajes. El primer cuento y el último detallan el carácter desalmado de personajes que se dedican, precisamente, a realizar autopsias en vida a pobres infelices. La tradición literaria, la licencia poética y la barrera entre la realidad y la fantasía sirven de cordón higiénico que separa al autor de sus criaturas, al igual que los guantes de látex protegen a Antulio de toda contaminación proveniente de las prostitutas que recoge en la calle para dedicarse, junto a su encumbrada familia, al ejercicio de diseccionarlas, hasta que no queda rastro alguno de la persona.

De hecho, narración tras narración, vamos descubriendo distintas alegorías del escritor —anatomista, psiquiatra, artista plástico, entomólogo, antropólogo—, siempre dispuesto a tomar el lugar del personaje, sea dándole la voz de la primera persona o intercambiando su nombre con ésta o aquél. La permutabilidad vertiginosa del lugar del autor y del narrador roba de toda autoridad autorial tanto al emisor como a lo narrado, y termina todo pareciendo un fascinante carrusel de voces, autores, actos, relatos, mentiras, chismes, secretos y misterios.

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El construir un libro-río —como quería Balzac construir su Comedia humana, Faulkner sus historias de Yoknapatawpha, o García Márquez los relatos de su hacinado Macondo— ayuda al autor a insistir en la precariedad de su voz autorial y en la frágil verisimilitud de sus relatos. En el caso de Font, se trata más bien de un libro-cloaca, donde la ciudad vierte su excremento y su basura como materia prima de su retrato en broza, digo, en prosa. En La belleza bruta, el título de un relato puede reaparecer, con otro sentido, en medio del magma narrativo del próximo relato, o viceversa. El personaje que ahora conocemos en su adultez, lo reconoceremos luego en un momento fugaz de su infancia. O conoceremos a su madre o a su padre. Una historia puede reaparecer nuevamente como su opuesto o como relato abortado, siempre recordándonos el carácter imaginario de las historias reales y, por supuesto, el carácter imaginario de las historias imaginarias.

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La primera persona siempre está ahí para recordarnos la poca confiabilidad de los textos y cómo cada persona narrativa logra capturar un espacio para hablar gracias a haber acallado a otras voces con igual derecho a reclamar un espacio en la palestra pública. Además, Font tiene la gracia de no ostentar su destreza técnica ni su fuerte carga teórica: todo parece relato, todo nos atrapa, nunca sentimos que estamos ante un autor hábil que nos lleva a donde le da la gana, sin tener que convertirse en un narrador tradicional, ni echarnos en cara su pirotecnia narrativa.

Sobresalen, como relatos enfáticamente teóricos, “La mirada de Cristal”, en el cual una pintora que ha recogido a un hermoso prostituto en el Puente de la Avenida Gándara (en la vecindad de la Iupi), súbitamente pierde su capacidad de ver “lo real” y comienza sólo a ver sus formas fragmentarias: como en un estilo abstracto geométrico, ve tipos y no personas. Ella misma, como idólatra de la belleza masculina, se dedica a coleccionar hombres bellos y a reconocer cada cuerpo parte por parte. Acostumbrarse a buscar el labio perfecto, la oreja perfecta, la nalga izquierda perfecta, surte el efecto de destruir el cuerpo para reducirlo a un amasijo de sus partes indiferenciadas y despersonalizadas. El que ella decida apodar a su última víctima “Miguel Ángel” (me tienta ver en este nombre el detritus cómico de San Miguel Arcángel, soldado de Dios…) la coloca en la antípoda del artista del cuerpo bello y proporcionado: ella es la Buonarotti (la que es “buena” porque los deja “rotos”…. ¡Uepa! ¡Oquei, es un chiste…!).

En “Melancolía de un escritor obtuso”, el narrador —un escritor frustrado— trata de explicarnos por qué cada una de sus historias se ve abortada por una incapacidad de pormenorizar el relato: capaz de vistas generales, este escritor no puede rellenar la figura con detalles. Cada particularidad es elevada a un plano general, como succionada por  una voluntad filosófica idealista. El propio escritor, al intercambiar constantemente su lugar y su nombre con los demás personajes de este relato, no puede ordenar su narración y padece un fracaso anónimo. Igualmente, “El proyecto Xerox” detalla la voluntad de un hombre quien, con la excusa de realizar un dossier sobre un escritor gay urbano, trata de seducir al escritor y termina intercambiando con éste una vida en la calle. A fin de cuentas, terminamos no sabiendo qué es y qué no es literatura.

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La belleza bruta es precisamente eso: un libro que contiene otro libro al cual se le ven las costuras: la autopsia de uno nos debe llevar a las vísceras del otro, y mostrarnos el lado oscuro del acto de narrar. Y si vemos esas costuras, veremos, más acá y de cerca, cómo el Autor con mayúscula manipula todo este universo narrativo como una gran lección en el arte de no contar el cuento. Que, en nuestra isla que vive del cuento, eso no es poca cosa…

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Imágenes:
1. Aixa Ardín Pauneto, "Callejón #6" (2011).
2. Lilliana Ramos Collado, "Francisco Font Acevedo" (2011).
3. Aixa Ardín Pauneto, "Callejón #3" (2011).
4. Lilliana Ramos Collado, "Callejón #2" (2011).
5. Aixa Ardín Pauneto, "Callejón #10" (2011).
6. Lilliana Ramos Collado, "Callejón #5" (2011).
7. Aixa Ardín Pauneto, "Callejón #8" (2011).
8. Lilliana Ramos Collado, "Callejón #9" (2011).

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