El pasado 26 de marzo salió al mercado Bioshock Infinite, tercer juego de la serie Bioshock (2007 – 2013). Ayer, 3 de abril del 2013, lo terminé, y como pasa con toda buena experiencia, hice todo lo posible por prolongarla; no quería que Infinite llegara a su final –pero qué final. “Follar de mentes” –mindfuck– no le empieza a hacer justicia a una historia con todos los méritos que hay en las de Vonnegut, Murakami, Pynchon, Borges, entre otros.
Estos juegos son first person shooters: una perspectiva de primera persona. Lo que el gamer ve en la pantalla del televisor es una de muchas armas, la explosión de municiones y los enemigos respondiendo a ellas. Hasta ahí llega lo que tiene en común Bioshock con series mucho más populares como Call of Duty: un FPS en el sentido más tradicional; y con tradicional me refiero a más realismo. Si Call of Duty lleva al gamer a escenarios como favelas brasileñas, aeropuertos en Rusia, desiertos en el Medio Oriente, entre otros, Bioshock nos lleva a Rapture y a Columbia –distopías en el suelo oceánico y en las nubes, respectivamente. Dicho esto, demás está decir que sobran ambiciones narrativas.
En términos narrativos, las distopías de Bioshock funcionan; están vivas (la primera hora de Infinite da cuenta de lo viva que está Columbia; hecha de “americana” de la buena y de la mala). Estas distopías son ciudades-estado tejidas con pixeles y engines (Unreal Engine 3 en el caso de Infinite), pero también tienen tramas sacadas de la historia de los Estados Unidos de América, de la literatura de Ayn Rand (Bioshock I y II son poderosos vehículos que proveen una mordaz crítica al Objectivism de Rand. La ciudad de Rapture colapsa bajo el peso del laissez faire de la filósofa.), de la ciencia ficción, religión, racismo, nacionalismo, actualidad del S. XXI (Occupy Wall Street), entre otros temas que tanto faltan en mucha de la ficción contemporánea.
Y la marca de la genialidad está presente en toda la serie; especialmente en Bioshock Infinite, pues todos estos temas –que tanta abstracción tienta a la pluma de los más teóricos de los teóricos– se exploran en una fórmula narrativa que usó Miyamoto en Super Mario Bros.: damsel in distress. El axioma de Ludwig Mies van der Rohe –“Less is More”–, afortunadamente, está presente en la obra de Levine[1]; otro punto a favor de los video juegos como arte[2]:
“No matter how much amazing cultural content Levine and Irrational Games manage to include in their work they have always made sure that the interactive game aspect of BioShock titles is polished and accessible,” Kyle A. Moody, profesor de periodismo de videojuegos en la Universidad de Iowa. Vía The New York Times.
Sin espoilear mucho la historia, en Infinite eres Booker DeWitt, un traumado testigo de la masacre de Wounded Knee y ex agente Pinkerton[2]. Tienes una críptica deuda cuyo saldo es entregar a Elizabeth, una muchacha que vive en la ciudad de Columbia –una mezcla entre rides de Disney, steampunk, Beaux-Arts, el libro The Devil in the White City (Larson, 2003) y la Feria Mundial de Chicago en el año 1893. Columbia está a más de 15,000 pies de altura, y Elizabeth vive en una torre antropomórfica. La empírea ciudad existe gracias a Zachary Hale Comstock, quien lideró la secesión de Columbia de los Estados Unidos de América. Comstock –dios, rey, presidente y profeta; o Chávez, Reagan y Haile Selassie en un solo sujeto– es hipérbole y destilación de todo el discrimen que permeaba en EUA a finales del S. XIX y a principios del XX. Columbia es el reflejo de su líder; quien consiguió prosélitos para poblar su ciudad flotante a raíz de su desilusión con la América post-guerra civil. De hecho, Lincoln es demonizado, literalmente, y John Wilkes Booth es objeto de una secta que lo adora como un santo héroe.
La bella y próspera ciudad de Comstock –con elegantes colores y exquisitas escenas– está sumida en conflictos que hacen eco de los discursos más tóxicos en todo el espectro político de EU. Hay dos bandos que, como crédito al flair narrativo de Infinite, no son herméticamente villanos o héroes: Vox Populi, anarquistas que, en cierto sentido, caricaturizan la izquierda contemporánea; y la ciudadanía de Columbia: apoteosis de la “Shining City on a Hill” de Reagan.
En términos lúdicos, no hay por qué tapar el cielo con una mano, Infinite es un juego violento. Aún cuando las escenas de acción son signos de puntuación que enriquecen la experiencia del gamer en Columbia, Infinite merece críticas como éstas*:
*La Fille Et L’Oiseau – vía Penny Arcade.
¿Más tiempo explorando Columbia y las posibilidades narrativas que ofrece la especulación con la mecánica cuántica, en lugar de estar peleando en un formato FPS, incluido en la fórmula de Bioshock por fines puramente mercantiles? Definitivo, no lo niego; sin embargo, tampoco puedo negar que muchas de las batallas fueron, simple y sencillamente, divertidas.
Si hay otras cosas dignas de criticar de forma negativa, esta reseña no puede ser un vehículo honesto para ello. Con todos estos elementos –híper-violencia, crítica a la doctrina del “american exceptionalism”, estética modernista, twists and turns cuánticos, entre otros–, Levine creó lo que se puede considerar como una gesta literaria para la era multimediática. La industria de los video- juegos puede añadir a su registro de triunfos –que incluyen Ocarina of Time, Mass Effect, Fallout, Portal, etc.– la ciudad de Columbia.
Notas:
[1] La publicación Game Informer galardonó a Levine como uno de los “Best Storytellers of the Decade.” Game Informer, #212, diciembre del 2010, p. 70.
[2] “Video Games: 14 in the Collection, for Starters” – Vía MoMA.
[3] Fundada a mediados del S. XIX por Allan Pinkerton, esta agencia de detectives privados proveyó servicios a Abraham Lincoln. También fue contratada por empresarios para romper huelgas.