*Pasa el índice por la pantalla cristalina de un teléfono. Toca un ícono con una nota musical. Escoge The Dark Side of the Moon (Pink Floyd, 1973). Toca ‘play’; no se oye un ‘click.’ Escribe…*
Tengo un coco con la luz; acabo de dar fotosíntesis a décimo grado. La vi reflejar anillos saturninos; la trato de agarrar con el lente de una cámara; quiero representarla con lenguaje—con un iPhone me creo fotógrafo y con un blog me pienso poeta.
Ahora, más que nunca, sé que existe.
La luz es esquizofrénica, es onda y partícula, es fotón y excita electrones; viaja ocho minutos desde Sol para chocar contra retinas, para estimular fotorreceptores: conos y bastones. Entonces luz transmuta a electricidad; lo que vemos es por una oleada continua—eléctrica— que nos engaña: nos hace ver. La vista es un engaño, la luz lo diseña. Y la pienso con romanticismo antrópico: ¿existe para chocar contra retinas humanas? Y la imagino, no sin celos, como un regalo a las plantas: ¿existe para saciar sedientos cloroplastos?
Todavía fantaseamos con agarrarla como la agarran las plantas. Y hemos llegado lejos; pues Aristóteles la creía blanca, diáfana y pura. Siglos después, Newton la rompió, la hizo pedazos, la desenmarañó; cambió para siempre la idea de lo que es un color. Las refracciones que hizo en sus experimentos —manipulando pigmentos que también usaron artistas de la Ilustración— liberó la luz del agarre aristotélico. Sabemos, gracias a Newton, que lo que vemos negro es porque todos los largos de onda se absorben; lo que vemos blanco, lo que resplandece, es pura emisión: todos los largos de onda —todo el espectro visible de la luz— hechos un despilfarro sin filtro.
Opticks es la épica de la luz que da cuenta su naturaleza y sus colores. Aquí Newton sentó las bases para lo que hoy es experimentación. El filósofo naturalista inglés —¿quedan todavía filósofos naturalistas?— destrozó con axiomas, conjeturas y queries el imperio de Aristóteles. También creó los fundamentos de lo que hoy conocemos como mecánica cuántica. Todo esto sin olvidar la poética, trazando una metafísica de la luz: más allá de la evidencia y la experimentación, Newton argumentó que los colores contenidos en la luz estaban —y parafraseo— “armónicamente proporcionados, como los tonos de una escala musical diatónica.”
Después de Newton, la épica de la luz —la armónica y diatónica proporción de la luz— fue continuada por Planck. Afortunadamente, nos montamos en los hombros de gigantes (nanos gigantum humeris insidentes); también conservamos tramas tejidas por los que vinieron antes. Y sólo un gigante como Planck pudo cuantificar la enorme pequeñez de un fotón: 3.58×10?19 J. Para el diario no nos sirve esta cantidad—la constante de Planck—, pero entendemos mejor la luz gracias a ella. Este importante paso se dio en el año 1899. Y en el año 1905, Einstein comprobó la validez general de la cuantificación de Planck. Gene Roddenberry, George Lucas, entre otros, tienen mucho que agradecerle a Planck y a Einstein; ya que el láser—artificio de la ciencia ficción—tiene su origen en el hecho científico de que los fotones pueden ser cuantificados. Esta cuantificación—quantum—también sirvió de modelo para seguir desenmarañando el tejido de este universo en partículas subatómicas: quarks encantados y extraños, seis tipos de leptons y bosones (el de Higgs, el W y el Z, entre otros).
Estos saltos científicos, además de iluminar —pun intended— la épica trayectoria de la luz, han facilitado el diseño de técnicas que prometen muchísimo. El dominio de la luz es una cuestión de cantidades y de enfoques; de re-fracciones y di-fracciones. Por ejemplo: cuando Diógenes buscaba hombres, levantaba su linterna y miraba el espacio iluminado. Mucha luz deslumbra; justo la necesaria ilumina, devela. La fuente de luz debe ser controlada; la idea es iluminar. Hoy día, una fuente de luz controlada para iluminar eficientemente —a niveles doppler: más allá de la simple vista— se conoce como monocromática. El láser es un ejemplo de ello. Los largos de onda son regulados hasta tener resultados tan filtrados que pueden potenciar el movimiento de partículas subatómicas. De iluminar con grasa de cetáceos y fuego, ahora iluminamos con dispersiones, ancho de banda, altas frecuencias del espectro de la luz visible, entre otras técnicas, cada una de ellas más sofisticada que la anterior. Ya hubiese querido Diógenes tener un láser —una fuente de luz monocromática más quirúrgica; a lo mejor hubiese encontrado algo.
Además de ser manipulada hasta hacerla un instrumento capaz de determinar la composición química del manuscrito iluminado de Kells, hoy día la energía lumínica —especialmente en su calidad de fotón— encuentra nuevos substratos. Sabemos que la luz responde a diferentes superficies, produciéndose variados resultados: desde el cine y la fotografía (luz reaccionando con sales de plata en la nitrocelulosa), hasta la síntesis de vitamina D en nuestra piel (el largo de onda UV estimula la producción de vitamina D en la piel humana). El siglo XXI ofrece una nueva superficie a la luz: el grafeno. La milenaria búsqueda por atrapar la luz —por cultivarla— ha encontrado en el grafeno su mejor aliado. Esta forma alternativa del carbón —hecha del mismo carbón que hace posible la hoja de una planta, un diamante, o nuestra misma piel— reacciona a la luz como ninguna otra superficie: en lugar de emitir un solo electrón por fotón —evento que ocurre en otros tipos de materia, incluyendo pigmentos como la clorofila—, emite muchos electrones. Fotones de diferentes largos de onda emiten diferentes cantidades de electrones. Las posibilidades energéticas, a partir de este desarrollo técnico-científico, prometen mejores celdas fotoválticas; una utopía energética; un mejor cultivo de la luz.
Reitero, tengo un coco con la luz —que se deja llevar por la fuerza gravitacional de planetas; que nos puede decir que existen exo-planetas; que sirve de metáfora para lo bueno: la gnosis y el nacimiento (alumbramiento); que es arquetipo y tótem; que es energía; que ha sido objeto del ojo de Velázquez, Vermeer, entre otros, muchos otros; que la hemos cultivado; que hemos insistido en pillar entre pulgar e índice; que llega a los ojos y ciega, pero también ilumina el tejido del cosmos—: la mejor referencia que tenemos para saber la edad del cosmos. El universo se expande. Y con él —como si fuéramos puntos marcados por un sharpie en un globo que se infla— se desplaza nuestro barrio galáctico. [1]
Cierro este delirio geek con Lux aeterna (1966); una pieza por György Ligeti, con partes iguales de cosmología y teología, y parte de soundtrack de 2001: A Space Odyssey (Kubrick, 1968):
Notas:
[1] “Redshifts are attributable to the Doppler effect, familiar in the changes in the apparent pitches of sirens and frequency of the sound waves emitted by speeding vehicles; an observed redshift due to the Doppler effect occurs whenever a light source moves away from an observer. Cosmological redshift is seen due to the expansion of the universe, and sufficiently distant light sources (generally more than a few million light years away) show redshift corresponding to the rate of increase of their distance from Earth.”—Vía Wikipedia.