Todos hemos hecho daño; hemos participado de actos violentos; ya sea a través del lenguaje, o vía gestos más notables – desde un “cágate en tu madre” en alguna carretera bayamonense, hasta usar como válvula de escape una pared. No mucha gente lo acepta, pero en momentos de frustración dirigimos violencia a nuestros cuerpos: damos puños en las paredes, y cabezazos también. Si no hemos participado en alguno de estos rituales, por lo menos conocemos algún partícipe. Yo los he hecho todos.
También disfruto del morbo en películas como las de Quentin Tarrantino. Consumo y participo de la violencia: cine, juegos de video, paintball, entre otros rituales para medir dimensiones de pingas, para dar cuenta de lo gris de una espalda. Sin embargo –y a pesar de que he estado expuesto a una glorificación de la violencia que nada tiene que envidiarle al contexto romano–, lo violento y su normatividad no deja de frustrarme.
Antes había pocos contextos en los cuales podíamos insultar, atacar, o darle rienda suelta a los impulsos violentos que tanto nos gusta repetir. La violencia es una fea iteración; los budistas no están equivocados cuando afirman que hay que salir del samsara, pero siempre encontramos nuevas formas –nuevos updates– a la violencia. En nuestro pasado homínido, hace cientos de miles de años, cuando los humanos éramos más de una especie, eran más limitadas las opciones para atacar o para defenderse. Si queríamos comida, y teníamos que competir por ella, no habían batallas dialécticas; lo más que se aproximaba era un graznido –o un grunt– con significados universales como: “no te pegues”, “esto es mío”, “déjame”, “vete”, entre otros signos para demarcar hegemonía y control.
Después de haber desplazado a la última especie humana que se atrevió a competir contra nosotros, no hemos dejado de desarrollar formas más coloridas, alternativas más variadas al momento de decir: “yo meo más que tú”. Y es que no se puede evadir el contexto digitalizado; un contexto que, por más híper-tecnológico que sea, deja ver una atávica sed que no hemos podido saciar.
Precisamente en este contexto –que muy poco le queda de sintético– nos hemos puesto más creativos. Bully, troll, entre otras, se intercambian, entran y salen de lo virtual –un escenario cada vez más permeable, pues los medios informáticos son cada vez más sociales. Persisten las mismas rabietas que nos acompañan desde que las manos dejaron de tocar el piso; se liberaron para poder agarrar un fémur, manos libres para usar nuestros pulgares opositores en controles, manos que usamos para dejar en foros –o en walls de Facebook– metafóricos azotes. El fémur para romper cráneos ahora es una laptop –o una consola de videojuegos.
Los escenarios que hemos creado como simulacros de lo social –juegos de video, redes sociales, entre otros–, ahora son nuevos campos de batalla –ya sea una reproducción de los desiertos iraquíes, o una fiel simulación de una cancha de baloncesto. Podemos coordinar ataques (o jugadas) usando comandos, vía audífonos y micrófonos. Simulamos y glorificamos escenarios bélicos en mundos fantásticos como los que se reproducen en World of Warcraft (Blizzard; 2004, 2005, 2011, 2012), o escenarios hiperreales como los que tenemos en la serie Call of Duty(Infinity Ward; 2003 – 2011).
No hay que jugar cientos de horas para encontrarse con la permeabilidad a la que antes me referí. La porosidad gracias a estos canales de comunicación –bocinas y micrófonos–, permite el fácil paso de ataques como fag, nigger, spic, bitch, cunt, entre muchas otras.
La xenofobia a veces se vierte sin censura ni repercusiones; se experimenta en todas sus formas: racismo, chauvinismo y nacionalismo. Sin embargo, cabe señalar que en muchos de estos escenarios lúdicos –que en el peor de los casos funcionan como proxys para ventear frustraciones con el Otro, especialmente en los multiplayers (MMOGs)– hay códigos éticos:
“[F]or online multiplayer games, the player faces the challenge of analyzing complex game mechanisms and playing the game expands to deconstructing the player community. To succeed in the game, [s]he has to understand the multifaceted social system that accompanies the game; the inner workings of a virtual community that follows rules and principles not known in [her] real social life. (p.37)”[1]
En la comunidad virtual –por ahora– no importan el tono muscular ni los fenotipos alpha: aquellos caracteres visuales que ayudan a lubricar lo social. Ahora, es posible para alguien que pesa menos de 150 libras, viviendo con su madre, y mayor de 30 años, dejar salir su “macho.” Los avatars en los juegos de video proveen signos inaccesibles fuera del propio cuarto conectado (Remedios Zafra, 2010). Fuerza, “badassness”, rapidez, “coolness”, decir y hacer lo que de otra forma seria mal visto en la calle, fuera del cuarto; por tanto, para el gamer/avatar, la cuestión violenta, en todas sus variantes, es natural y esperada.
¿Cómo no insultar, fetichizar, etc., si tengo un rol que cumplir, un “performance” que hacer? ¿Dejarán de existir manifestaciones violentas en los juegos de video? Existen desde sus inicios, desde una de las primeras adaptaciones de película a video juego, hasta Gotcha (Atari, 1973); un controversial y setentoso juego; y cuando digo setentoso, me refiero a que a pocos se le ocurría pensar que estaban jugando alstalker, una vital destreza para cualquier violador.
Los juegos de video, la iteración mediática más reciente de la humanidad, un medio con genuinas aspiraciones a ser artístico, empezó como la misma humanidad, con el mismo ímpetu violento. La violencia lúdica, en los albores de estos medios digitales, era unidireccional; no había interacciones sociales; era una interactividad primitiva y muda; con pocos bits; había poca información y más pelos, eran los setenta. La violencia en los albores de la humanidad era práctica; no había mucha información; era a partir de una interactividad primitiva y muda; había más pelos, era la Era Paleolítica. La violencia lúdico-digital, 40 años después de su origen, se da en redes; hay interacciones multidireccionales; en muchos casos primitiva, aunque con sofisticados instrumentos; a una resolución de 1080p. La violencia en los albores del siglo XXI, ahora viene de muchos colores, con muchas más opciones. Persiste y muta.
Siempre tendremos sangre Neandertal debajo de las uñas. Caín siempre tendrá sus manos manchadas de sangre.
Notas:
[1] Cheesers, Pullers, and Glitchers: The Rhetoric of Sportsmanship and the Discourse of Online Sports Gamers, Moeller, Esplin, Conway, Game Studies, Vol. 9, Issue 2, 2009.
*El conjunto de Mandelbrot es el más conocido de los conjuntos fractales y el más estudiado. Se conoce así en honor al matemático Benoît Mandelbrot, que investigó sobre él en la década de los setenta del siglo XX.