El tiempo y los soles truncos

Una nueva producción de “Los soles truncos” se presentó recientemente en el teatro de la UPR la noche del 4 de octubre (vuelve al Centro de Bellas Artes de Santurce, el 2 y el 3 de noviembre). Mala planificación para la entrega de boletos comprados por teléfono o electrónicamente, un aguacero torrencial y la falta de cooperación de la Universidad (por qué no abrir los estacionamientos a todo el mundo después de las ocho de la noche cuando hay funciones teatrales, particularmente un viernes) prolongaron la subida del telón por más de una hora.

Esto casi, casi, se compensó con la cerrada ovación que un público inquieto y molesto le bridó a Victoria Espinosa y a Myrna Casas, cuando al fin lograron llegar al teatro. La primera dirigió la obra en su debut y la segunda actuó en ella. Al caer el telón el público reaccionó  de la misma forma y homenajearon a las actrices con aplausos estruendosos. 

 Yo no estuve tan contento.

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La primera vez que leí “Purificación en la calle del Cristo” el cuento me pareció magnífico, pero misterioso. Encerraba una serie de enigmas para mí que me tomaría bastante dilucidarlos. Algo no me cuadraba de la historia. ¿Qué tenía que ver un alemán con el ataque norteamericano a Puerto Rico de 1898? No que yo no supiera la existencia de Carlos V (I de España) y la presencia de los Austria en la historia que de ellos nos tocaba como colonia española y, por lo tanto, de apellidos alemanes en la península. Lo que no comprendía era por qué un independentista como era René Marqués no quiso que las tres mujeres, que en parte mueren a causa de la “invasión” de su casa por los “bárbaros” (léase los invasores del norte) que se han posesionado de sus tierras, llevaran un nombre español.

La intriga era más misteriosa si entendíamos la referencia a la “bandera roja y gualda” en el texto, que afianzaba lo español en vez de lo puertorriqueño. ¿Por qué no hacer el padre de Inés, Emilia y Hortensia alguien de nombre español? Mejor aún, alguien que, aunque venido de España, ya era puertorriqueño. ¿No hubiera sido eso más patriótico que el apellido Burkhart?[1]

No fue hasta que vi la obra en 1958 llevada a las tablas con el nombre de “Los soles truncos” que me di cuenta de que el apellido está forzado por la trama y por los elementos melodramáticos y mitológicos del cuento que determinaron las adaptaciones escénicas que Marqués terminó dándole a la obra. Anoche (4 de octubre de 2013), en la más reciente versión de este clásico de la dramaturgia puertorriqueña, ese truco dramático se hizo tan evidente que regresé de la función directamente a releer el cuento y corroboré la impresión de hace muchos años   

El apellido alemán le permite hacer al cuentista dramaturgo referencias a la ocupación de Estrasburgo por los franceses (un paralelismo con la invasión norteamericana de la isla que a estas alturas es muy lejano y oscuro), a “dioses nórdicos” y a que Hortensia declare que es una “valquiria”. Lo que justifica que se recurra a la “Marcha de las Valquirias” de Wagner para enfatizar el fuego al final de la obra y el transporte de los héroes a Valhala. En una obra realista cargada de símbolos, el fuego se convierte en el signo rescatador de las hermanas que ahora son las heroínas de una resistencia personal que no logra nada más que su propia liberación del aburrimiento y las ponzoñas del pasado, y de un presente sin porvenir. 

Ya en 1958 el mundo puertorriqueño se había olvidado de los alférez españoles. En el Puerto Rico de hoy y entre los espectadores que presenciaron la producción, pienso que pocos tomaron la referencia alemana como lo pretendió Marqués y apuesto cualquier cosa que pensaron más en “Apocalypse Now”, los que la han visto, que en Wagner, Sigfredo y Brunilda. Por suerte (por lo menos para mí) el autor  resultó ser clarividente y el fuego del napalm en las junglas de Vietnam es tan mortal como el gas de un quinqué de principios del siglo XX, y un argumento poderoso contra el imperialismo norteamericano y las batallas falsamente libradas contra el “comunismo. A lo mejor, así lo vieron algunos.

Doy este trasfondo para enfatizar que el tiempo no le ha servido bien a la obra teatral. Es una ironía que sea así ya que el “tiempo” es uno de los personajes de esta obra que condena la invasión norteamericana, las ideas que impuso el invasor, y que lamenta el fin de muchas de las costumbres que se heredaron del largo coloniaje español. Subyacen el diálogo referencias al prejuicio racial y al elitismo de una sociedad que iba desapareciendo. En primer término, la referencia al hijo de la yerbatera mulata con el alférez es siempre despectivo, y que el niño tenga los ojos azules es como una mancha que hace de la mezcla de razas algo profano y execrable, y enfatiza el desdén que sienten las hermanas Burkhart por la “humanidad” que las rodea.

En la representación en la UPR se usó un sistema de sonido que se entrometió de lleno con el diálogo y rompió cualquier rendición de la mente a que lo que sucede ante nuestros ojos es magia, que es como debe de ser el teatro. Uno asiste al teatro a estar cerca de los personajes pero a olvidarse de que los que los representan están actuando, a olvidarse que son personas distintas a las que están representando, a dejar que los actores nos trasportan a lugares inesperados y sorprendentes. Nunca sentí eso la noche del 4 de octubre. Máxime, porque la voz de las interpretes cambiaba dependiendo de dónde estaban situadas en el escenario y una oración podía terminar en un tono más alto al que merecía o más bajo de lo que, por lo menos, mis oídos perciben.

Del vestuario, lo que llevó Emilia (la siempre estupenda Cordelia González) fue lo mejor y, a pesar de que también fueron efectivos los ropajes de Hortensia (Denise Quiñones) y los de Inés (Idalia Pérez Garay) sus pelucas eran horribles. La de Hortensia parecía a veces un sombrero de pelo rubio que le sentaba mal, y la de Inés deformaba el rostro de la excelente Pérez Garay. 

No sé por qué las voces de las actrices no eran las que normalmente son (no conozco a Ms. Quiñones como actriz, de modo que no puedo hablar de la de ella). Ese detalle, además del sistema sonoro, acentuaba que esto era una “actuación” de un melodrama con temas que ya no sorprenden y simbolismos cuyos referentes son tan lejanos que son indescifrables para muchos.

Por ejemplo, el origen del símbolo de la mancha en la pared que San Felipe dejó (que en la producción que vimos semeja un mapa del hemisferio occidental), solo lo entenderían los miembros de generaciones que oímos a nuestros abuelos y padres hablar del temporal que azotó la isla en 1928.  Además, y aquí no sé que pululaba por la mente de Marqués en el momento, la aniquilación del istmo que une norte y sur sugiere que hay que hacer desaparecer a Centro América, otra cosa que nunca me cuadró en la retórica de esta obra.

Claro, que lo más probable es que el “istmo” al que se refiere el dramaturgo es el Estado Libre Asociado. Tal vez el autor, en la época de las carpetas y la Guerra Fría, sentía que era peligroso atacar de pleno  nuestra forma de gobierno y ser demasiado antiamericano. Es casi seguro que estos factores pesaban sobre el autor como una cruz. De todos modos, qué captó de este símbolo del “istmo” la audiencia del siglo XXI es digno de estudio.

Muchos han indicado (es obvio) los elementos de la obra que le hacen guiños a Lorca, en particular a “La casa de Bernarda Alba”, pero me parece ver claras referencias en el personaje de Emilia a la Laura de Tennesee Williams en “The Glass Menagerie” y, en las tres hermanas y un fuego que influye de manera contundente sobre la vida de los personajes, a “Tres hermanas” de Chejov. Marqués estaba familiarizado con ellos y demuestra su seriedad como artista que las referencias no interfieren con sus tesis ni ofenden como copias burdas al conocedor de esos otros artistas.  

Marqués nos legó un cuento excelente y una obra de teatro que ya es un clásico, por su poesía y su estructura. Pero sugiero que es mejor el cuento que la obra teatral y que, de volverse a montar “sin alterar el texto original” (que incluye las direcciones escénicas del dramaturgo), debiera ser en un escenario más acogedor y sin sonido electrónico. Sería mejor dejarla descansar por mucho tiempo, o modificar algunas de sus ponencias simbólicas (se ha hecho con Shakespeare, Chejov y Shaw) o que se parodiara usando elementos que hagan el simbolismo accesible a un público que vive medio siglo después de su concepción.

No hablo de vulgaridades, sino de preservar para generaciones futuras el nombre de un puntal de la literatura puertorriqueña y reconocer una obra que hoy día cruje bajo el peso de su edad. Eso le sucede a muchos logros artísticos de otra épocas que se hacen parcial o totalmente irrelevantes para nuevas generaciones. Salir de nuestro presente estado colonial es de importancia vital para todos hoy día y según se desmorona la imperiosa democracia norteamericana, la forma en que el mensaje está plasmado en la obra ya no me parece efectivo.

El texto de “Los soles truncos” debe de ser rescatable, ciertamente se puede derivar placer de leer el libreto y, mejor aún, el cuento. Uno puede dejar volar la imaginación de mano de Marqués y pensar que la mancha en la pared es de una isla anclada en el Caribe que tiene su propio gobierno y marca su propio destino. Que en vez de borrarla hay que acentuar su presencia con la dignidad que Marqués presenta en las hermanas listas a purificarse en defensa de su propiedad.

Notas:

[1] Así está escrito en el programa de la obra, pero en el texto del cuento dice Burckhart. Antología de lecturas (Curso de Español) Volumen I, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1982,  320-331.

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