Clint Eastwood se ha creado un sitial entre los grandes directores norteamericanos de cine en los últimos veinte años porque ha ganado el Oscar dos veces en esa categoría y, esas películas que dirigió, Unforgiven y Milion Dollar Babyfueron también elegidas como mejor película del año. Esas estadísticas lo ponen en compañía de dieciocho directores que han ganado el premio más de dos veces, entre los que están John Ford, William Wyler, Joseph Mankiewicz, Billy Wilder, George Stevens y David Lean. Pero, para mí, Eastwood no es un director con las destrezas fílmicas de los grandes, sino más bien un talento que aún está buscando un estilo.
Million Dollar Baby no se merecía un premio —es tediosa porque pontifica y tiene de aderezo un angst moral bastante molestoso y banal—, y si es cierto que Unforgiven es un buen estudio de personajes que ya hemos conocido antes en películas del oeste, no abre nuevos caminos artísticos ni narrativos, como lo hicieron Ford con The Searchers y Peckinpah con The Wild Bunch, que no fue premiada. Más importante y mejor arte que Baby y que Unforgiven es Mystic River, un filme que, para mí, es la verdadera medalla de oro en la carrera de Eastwood como director. Con ella, el cineasta entró a la compañía de Roman Polanski (Chinatown) y Martin Scorsese (The Departed), en el neo-film noir, filmes que adentran al espectador en la profundidades de la maldad del mundo en que vivimos.
Mystic demostró que como director Eastwood es capaz de conseguir que la trama emerja y fluya de los personajes que la componen, y que nos olvidemos que él está presente dando instrucciones. Al mismo tiempo, uno percibe que hay un destello de verdadera originalidad en contar una historia repelente que nos emociona y nos adentra, con una fuerza irresistible, en lo feo y malvado que está sucediendo ante nuestros ojos y en las mentes de los personajes. El intercambio de miradas angustiosas entre el niño secuestrado y su compañero que se salva al principio del filme es una joya de economía emotiva en un filme lleno de momentos trágicos y traumáticos. Desde ese instante uno comprende que nos esperan muchas sorpresas y, ante nosotros, van rindiéndose los secretos más íntimos de los personajes.
Sin embargo, las sorpresas máximas, en un filme lleno de personajes masculinos condenados sin remedio y salvación, se nos revelan sin misericordia, sin el sentimentalismo al que habría sucumbido un director menos diestro y, lo que es más, residen en unas mujeres despiadadas y determinadas a completar sus faenas. Mas, a este filme, que parecía sentar el mejor estilo de Eastwood, el que lo distinguiría de otros artistas, le siguieron imitaciones de Steven Spielberg (Flags of Our Fathers y Letters from Iwo Jima) y otras que eran referentes a un Eastwood más antiguo y rutinario, el de Absolute Power y Midnight in the Garden of Good and Evil, dos fracasos, aunque decentes.
Hay una excepción entre Mystic y J. Edgar y es Changeling, películaterrorífica que agarra a uno por la garganta y nos apresa en su suspenso psíquico y que nos reitera, sin piedad, que no podemos escapar de la corrupción de los gobiernos que quieren engañar a la ciudadanía para salvar su imagen y su poder hegemónico.
En las películas que mejor denotan su talento, Eastwood ha dependido de personajes ficticios para retar nuestras emociones y hacer carburar nuestros cerebros. Los aspectos éticos de Mystic son de gran peso y afligen a todos los personajes del filme; no son un prop como resultan serlo en Baby. No podemos dejar de considerarlos mientras vemos el filme y mucho menos cuando abandonamos la sala de proyección. Es lo que es el arte: algo que nos estremece y nos hace pensar. Sin embrago, como son ficticios, gente con contrapuntos en las tragedias griegas, el guión va buscando los resquicios por dónde entrarle al personaje y propulsar y moldear sus emociones. No así con J. Edgar.
Hoover (Leonardo DiCaprio) fue uno de los personajes más visibles del siglo XX y, como tal, dejó una estela de vida tras su muerte: hay innumerables documentos sobre la agencia que creó (el FBI) y sobre partes de su vida privada. Simultáneamente, como suele ser con personas soberbias y dominantes, dejó también enormes lagunas tras sí, dejando parte de su trayectoria en la penumbra de la historia y sepultando mucho de su existir en la más negra oscuridad para que no lo conociéramos.
La más concupiscente, su homosexualidad reprimida. Esta situación la fue sublimando en una imagen pública de “soltero empedernido” que compartía con el objeto de su deseo, su amante Clyde Tolson (Armie Hammer), quien era el segundo en comando en el FBI.
Posiblemente, lo más importante de Hoover, en retrospección, es que era EL policía de la nación americana. Era él quien, para bien o para mal, mantenía la “Unión” en los momentos de desasosiego y descalabro, era el hombre que, en realidad, blandía un poder desmesurado mientras ocultaba su verdadero “yo” del público, que veía en él el símbolo de la voluntad de cumplir la ley.
Dadas las circunstancias que rodean la imagen de Hoover, Eastwood escogió dirigir la película y fotografiarla (la cinematografía es de Tom Stern, quien obtuvo un Oscar por su cinematografía en Changeling y quien ha trabajado en muchos de los proyectos de Eastwood) como si fuera Orson Welles.
Hay tomas en que la escena está completamente oscura y en las que predominan los colores oscuros, a excepción de los rostros de uno o dos personajes, que semejan no sólo a muchas de las tomas en Citizen Kane, sino las de Mr. Arkadin, ese filme difícil y misterioso del Welles atribulado. Para abundar a la similitud está el maquillaje de DiCaprio, quien a veces se parece tanto al Kane de Welles que lo único que falta es una escena con cacatúa. Por supuesto, hay un paralelismo entre el poder del chisme de los periódicos de Kane (William Randolph Hearst) y el J. Edgar.
A pesar de eso, el filme es intrigante y genera momentos brillantes. La tensión sexual entre los dos principales es un logro, y cuando, en lo que es, aparentemente, una relación célibe, hay un brote de celos entre los dos principales, la escena tiene el poderío de hacernos ver la brutalidad del amor y la violencia del despecho.
La narración comparte con la de Kane las retrospecciones narrativas contradictorias, producto de una memoria acomodaticia (la de Hoover) que busca ensalzarse inmerecidamente para legarle a la historia una visión ególatra de sus hazañas. En esos regresos al pasado vemos cómo Hoover, en un intento por congraciarse con el público y, más aún, con el Congreso (para obtener fondos para el FBI) fue construyendo una red de falsedades. Muchas no se les escapan a los taquígrafos que están recibiendo su dictado y son reveladas por su amante, Tolson. En el instante que lo hace (la escena de celos a la que he hecho referencia), Tolson es el testigo de la vida de J. Edgar, en una alusión a lo que fue Jedediah Leland (Joseph Cotten) en Kane. Es curioso que el maquillaje de Armie Hammer, como viejo, también es reminiscente del de Cotten.
Las semejanzas no terminan ahí: el Bernstein (el único empleado de Kane que le fue fiel y leal hasta lo último) de J. Edgar es su secretaria, Helen Gandy (Naomi Watts). Fue ella quien, al morir Hoover, destruyó los documentos que éste guardaba para chantajear a los congresistas y las figuras públicas (incluyendo a John F. Kennedy y a Martin Luther King, Jr.) –particularmente sobre sus aventuras sexuales–. Otro toque wellesiano son los montajes del recorrido desde el Capitolio hasta la Casa Blanca de algunos de los ocho presidentes electos para los que trabajó Hoover, que recuerdan los de Welles en Kane con dignatarios y figuras mundiales.
Lo que sobresale es la actuación de Leonardo DiCaprio, que domina la película, y la sustancial interpretación de Arnie Hammer quien hace de Clyde Tolson, un personaje escurridizo y siniestro. DiCaprio se lanza al papel de J. Edgar con la ferocidad que requiere un personaje sin escrúpulos que mantenía en sus garras a los políticos y a los poderosos de tal forma que era él el hombre más poderoso de los Estados Unidos. Al mismo tiempo permite ver parte de los conflictos internos del personaje en cuanto a su sexualidad reprimida y la relación con su madre. A donde no nos lleva es a ver qué residía en su corazón pues, después de todo, tal vez nadie supo cuál era su Rosebud.
* J. Edgar estrena en Puerto Rico el 29 de diciembre de 2011.