Si una generación es el año en que nacimos, mi generación es la de 1937. Sin embargo, siento que soy un hombre de los años cincuenta, porque en ellos maduré y fui moldeado. La media centuria fue paradigma de la paranoia, fuera por el temor a los ataques atómicos, a las invasiones rusas, o al comunismo. Para mí, lo peor era el temor al lavado de cerebro, cosa que se decía podían hacer los ubicuos comunistas de forma misteriosa. El cine y las novelas que leíamos, la prensa y la televisión, que invadió los hogares intentando definir e influir nuestros pensamientos, me hizo sordo y ciego, junto a la mayoría de mis amigos generacionales, a los desmanes que contra los puertorriqueños entonces se desataban. Todos andábamos preocupados por los coreanos del norte, los chinos, los rusos, y los monstruos mutantes como resultado de todo el follón atómico de la época. Godzilla y el monsttruo de la laguna negra eran pesadillas casi perpetuas. Éramos ignorantes del carpeteo que proliferaba cada día que pasaba como resultado de la Ley 53 de 1948, y desconocíamos las tribulaciones de aquellos que deseaban que nuestro país fuera libre. Mi grupo, burguesitos obedientes y estudiosos, ceñíamos nuestra curiosidad a conversaciones teóricas de lo que sería ser una república, sin considerar los pasos a tomar ni las consecuencias. Nuestras tendencias patrióticas estaban limitadas por la poca libertad que nos concedían nuestros padres y nuestros maestros para discutir temas que eran parte del alimento de la paranoia de aquella década.
Entonces, sin embargo, se entendía que estábamos del lado del bien. Suponíamos que aquéllos que dieron su vida en la segunda guerra lo habían hecho por defender el mundo libre de la insidia malévola de nazis y japoneses imperialistas. Ahora, armados con bombas atómicas, los rusos eran el enemigo, y continuamos creyendo que nuestro mandato ético era combatirlos para defender la libertad y proteger la integridad moral del hombre.
Pero pronto vimos en acción al comité de acciones antiamericanas de la cámara de representantes de los Estados Unidos (el infame HUAC), y el abuso de poder de sus miembros contra ciudadanos que sólo habían puesto en práctica el derecho constitucional a la libre expresión. Tampoco quedó la menor duda de que lo mismo había acontecido en nuestra tierra contra los nacionalistas, cuyas creencias y derecho a la libre expresión se coartó por la indecencia del poder adobado por la paranoia farisaica y el conservadurismo de la derecha, y las necesidades acomodaticias de nuestros líderes en su genuino afán por mejorar el terruño.
La mutilación y destrucción de vidas y carreras por el macartismo llegó a su cenit al fin de la guerra de Corea en 1953. Como son a veces las cosas, en uno de los grandes momentos de la cultura popular en esos años pletóricos de sucesos especiales, durante las vistas del senado y el ejército norteamericano, “en vivo”, el juez Joseph Welch le preguntó al paranoide, mentiroso y abusador senador McCarthy si no tenía “decencia”. Una pregunta tan simple como la verdad, terminó con la ascendencia del político, aunque no por completo con la paranoia de la década.
Hoy, cuando la cortina de hierro (así llamada por Churchill) ya no existe, y lo que queda de la muralla de Berlín es sólo una parada más en la ruta turística de nuevas generaciones que no la recuerdan, los rusos han sido suplantados por los extremistas islámicos, que son el cuco del momento. Ahora, sin embargo, a pesar de Al Qaeda (aún muerto Bin Laden) y de que países tan amenazantes como Pakistán, India, China e Israel tienen bombas atómicas, la peor arma, la que tiene al globo en alerta, es la avaricia del capitalismo norteamericano y las doctrinas del neoliberalismo. Es la amenaza de la que necesitan protección las nuevas generaciones. Las vistas del macartismo estaban disfrazadas con la intención de protegernos del comunismo. Hoy, las vistas del senado norteamericano, las vistas de nuestra legislatura también, son una mentira. No son para que prevalezca el bien de todos. Más bien son conversaciones acuciosas para permitir “legalmente” la explotación del público, y para enriquecer a un grupo de dictadores económicos a quienes se compensa como jamás pudo haberlo concebido el rey Midas.
En estas vistas los legisladores republicanos le piden perdón a los que ultrajan al pueblo “porque el gobierno” (lease, los demócratas) quiere escrutarlos y fiscalizarlos. Presidentes y gobernadores inundan las cortes con jueces sin otro mérito que el partidismo burdo, para que defiendan las leyes que permitan explotar a la ciudadanía impunemente, o simplemente para que prevalezcan los caprichos de los poderosos.
De modo que me preguntó, ¿qué hacen los jóvenes hoy día? ¿Qué hace la generación del 1997, que llegó a la escuela en el siglo XXI? ¿Verán las vistas de la legislatura (la de aquí y la de allá)? ¿O estarán protegidos por sus padres y sus maestros para que no vean los ademanes totalitarios de los que nos gobiernan? ¿O estamos sumidos todos en una conspiración subliminal y amoral en la que no se valoran los principios más básicos de ética?
Habrá, me imagino, quien critique que compare el carpeteo con el neoliberalismo y la avaricia. Pero, ¿qué se creen que es una tarjeta de crédito, si no una carpeta de la que las autoridades pueden extraer la información que les venga en gana cuando así lo deseen? ¿Qué es un pasaje aéreo, un pasaporte, una cuenta bancaria; peor aún, un teléfono móvil, si no carpeta, carpeta, carpeta, y carpeta? Para mí, Orwell no falló en su predicción, pues fue en 1984 que se introdujo al mercado el computador personal Apple que, junto a las peripecias mercantiles de las compañías de la comunicación, introdujeron para siempre a “Big Brother” en nuestras casas. No es que esté en contra del progreso extraordinario que la digitalización representa; sí de su uso para entrometerse en las vidas privadas de otros. Porque, ¿qué han sido todos estos adelantos, a los que nos hemos acostumbrado irremediablemente, si no una forma de globalización que aprisiona al usuario en una red de consumo de la cual no puede escapar? ¿Es la degeneración del individuo, o la generación del verdadero lavado de cerebro que tanto rehuimos nosotros, los de los cincuenta? No sé si hay una respuesta definitiva. Habrá que esperar a ver la evolución de la generación. En mi caso, tal vez nunca lo sepa.