La caracterización de los portavoces y grupos más vocales del conservadurismo político como una partida de locos y frenéticos es un lugar común de los medios informativos y círculos liberales del mainstream en los Estados Unidos (y en Europa). Es como si los grupos que insisten enérgicamente en oponerse a la progresiva extensión del ejercicio de derechos (civiles, políticos y sociales) y libertades a grupos previamente excluidos de ese ejercicio partieran de una especie de impulso totalmente irreflexivo, si no es que no son vistos como seres completamente irracionales. La intención es obvia, si bien no ha rendido fruto, como puede verse por la hegemonía del conservadurismo en la esfera política por los pasados cuarenta años: descalificar o desconocer al bando opositor, tratando de hacerlo invisible bajo el manto de irracional, de extremista, de loco, de rabioso, de incivilizado.
El libro más reciente del teórico político Corey Robin, The Reactionary Mind. Conservatism from Edmund Burke to Sarah Palin (Oxford University Press: Oxford, 2011), arremete fuertemente contra esa pretensión de hacer querer ver al conservadurismo como una postura carente de sustrato teórico. El libro se propone plantear los elementos centrales que constituyen la postura conservadora o reaccionaria. Y he aquí la primera propuesta que ya ha empezado a levantar disputa en las reacciones al libro, al respecto de que Robin junta como si fueran una misma postura el ser conservador con el ser reaccionario (y ambos a su vez ´como posturas contra-revolucionarias).
Para Robin puede obviarse la diferencia entre una y otra ya que, según su interpretación de autores y textos claves (entre los que destaca el texto de Edmund Burke, The Sublime and the Beautiful), el conservador no quiere meramente conservar las jerarquías existentes, sino que sabe —como el reaccionario— que para retenerlas hay que transformar la realidad. Esa es la razón por la que el conservador al igual que el reaccionario (que serían sinónimos), según Robin, debe declararle la guerra a la cultura existente. Es la cultura existente, con su venida a menos de tiempos pasados mejores desde la óptica del poder seguro de las élites, lo que ha dado campo abierto a las fuerzas radicales y revolucionarias. Así las cosas, la meta no es mantener lo que hay, sino transformar la realidad para poder lograr re-afianzar con mayor vigor el poder de las élites.
¿Qué es el conservadurismo? Según Robin el conservadurismo es “una meditación sobre —y elaboración teórica de— la experiencia sentida de tener el poder, verlo amenazado, e intentar volver a conquistarlo”[1] (4). De forma más elaborada, citamos dos de sus fórmulas más centrales al respecto:
“El conservadurismo es la voz teórica de este ánimo adverso a la agencia de las clases subordinadas. Provee el argumento más consistente y profundo sobre el por qué los grupos más bajos no deben serles permitido que ejerzan su voluntad independiente, el por qué no se les debe permitir que se gobiernen a sí mismos ni a la comunidad política. El sometimiento es su primer deber, su agencia es decisión es de la élite”. (7)
Y poco más adelante:
“la posición conservadora surge de una convicción genuina que un mundo así emancipado será desagradable, brutal, llano y aburrido. Carecerá de la excelencia de un mundo donde el mejor hombre manda al peor” (16).
Por lo tanto, según el autor, debajo de sus distintos matices y variadas expresiones —pues Robin insiste que los planteamientos conservadores particulares y concretos siempre se manifiestan a tono con las especificidades histórico-sociales— al conservadurismo le subyace la preocupación por lo que implica la pérdida del poder de los grupos dominantes (amos frente a los esclavos, aristócratas frente a los plebeyos, hombres frente a las mujeres, etcétera) en determinadas jerarquías sociales que constituyen en un momento dado el orden establecido. Ya sea visto como respuesta a los movimientos que parten de la Reforma o que parten de la revolución francesa en adelante, el conservadurismo es siempre reactivo a las luchas emancipadoras de grupos sociales excluidos del ejercicio de algún poder o derecho.
Esta preocupación por la pérdida del poder tiene como correlatos en el conservadurismo militante una fascinación por la jerarquía y por la violencia. Ambos son vistos con aprecio ante lo que el conservador percibe como la aburrida y burda existencia ante un mundo en donde progresivamente grupos subalternos se van emancipando.
Todo esto aquí planteado hasta el momento está presente en los once capítulos del libro, que tratan de diversos asuntos. Los capítulos fueron originalmente publicados como artículos en revistas o en otros libros, o como reseñas de libros. Esto hace que cada uno sea relativamente autónomo y pueda ser leído por separado. Es la introducción extensa, el último capítulo y la conclusión lo que parecen más darle coherencia al texto. En el libro se destacan los capítulos que dedica a Hobbes como el primer autor contra-revolucionario, la crítica despiadada a la novelista Ayn Rand y sus pretensiones de pensadora seria, la evaluación que hace de los neoconservadores en los Estados Unidos, sus disquisiciones sobre el uso de tortura para interrogar prisioneros de guerra, y sus análisis sobre la centralidad de la violencia en el discurso conservador.
Uno de los méritos del trabajo bien puede ser visto como un defecto por algunos (y al respecto puede verse el mar de reacciones que ha recibido la reseña crítica del libro que hiciera recientemente Mark Lilla en el New York Review of Books). Nos referimos a que Robin hilvana una narrativa a partir de unos hilos rojos que logran conectar a variados pensadores y figuras políticas que a veces no tendemos a asociar bajo el mismo bando. Robin es un lumper, dicen los comentaristas, queriendo decir que tiende más bien a juntar y a agrupar a muchos y diversos pensadores bajo las mismas etiquetas o categorías (ya vimos como hace sinónimos el ser conservador y el ser reaccionario).
En efecto, eso hace el autor en este libro que lo anuncia ya desde el título (…from Edmund Burke to Sarah Palin), y el mérito del trabajo es proveernos con un argumento convincente al respecto. Por otro lado, no faltará, y con justicia, quien señale que esa movida puede llevar a descuidar la especificidad de autores, figuras públicas, y movimientos, que tal vez rebasen los límites de los denominadores comunes. No obstante, nada de ello desmerece el filo crítico y el análisis acucioso que hace Robin del movimiento político que aún domina la escena política actual, y que sigue obligando a los bandos opositores a que se ubiquen dentro de los parámetros discursivos públicos establecidos progresivamente por él desde hace ya alrededor de cuarenta años.
Notas:
[1] Esta y traducciones subsiguientes del inglés al español son del autor.