El pasado puertorriqueño y las fiestas por la independencia venezolana

Para el venezolano José Domingo Díaz, el gobierno de Madrid estaba muy lejos de pensar en “esa desatinada independencia [que] tiene un pequeño partido de tunantes y nada más”. La comunicación (del 4 de octubre de 1821) iba dirigida al capitán general Miguel de la Torre, quien todavía estaría reponiéndose de su derrota ante Bolívar en Carabobo. Después de aquello, De la Torre sería condecorado con la cruz de la Orden Americana y trasladado a la Capitanía General de Puerto Rico en 1823; Díaz, tendría el mismo destino en carácter de intendente (en 1822).

Armar una discusión alrededor de un Puerto Rico plagado de realistas en los revolucionados tiempos “revolucionarios” (de las primeras décadas del siglo XIX) es una tentadora posibilidad para el desarrollo de este ensayo. Otra sería la de recrearnos en las mazmorras del Morro que recibieron y despidieron al excomulgado artífice de la independencia venezolana que se celebra el 5 de julio: Francisco de Miranda. Y hablando de posibilidades muy bien podríamos entretenernos con las ansiedades e iniciativas (propias y ajenas) por independizar a Puerto Rico en aquel entonces. Y este sí que sería un estupendo saludo festivo porque nos permitiría explayarnos en el Bolívar de las “Cartas de Jamaica”, en el valeroso Antonio Valero, en María de las Mercedes Barbudo, en Henri Ducoudray Holstein y/o en la conspiración descubierta en San Germán en 1811. Pero no, no cederé a tentaciones porque me corro el riesgo de caer en las trampas heroicas y anti-heroicas que caracterizan los broncíneos panteones “patrios” que se celebran por estas fechas. No tengo intención de alimentar mitologías e historias oficiales y que entorpezcan otras aproximaciones.

Júpiter me libre de extrañar (o peor aún, de reclamar) lo que no necesitamos en esta isla: héroes y relatos que (descaradamente) refrenden los discursos del poder, que sacralicen al estado y que defiendan y justifiquen el sistema excedentario (o capitalista) en el que estamos atrapados por obra y gracia del fulano “progreso” que procura modernidades. Después de todo, Miguel Izard (1995) tiene razón al afirmar que la brecha que separa las historias oficiales y el pasado es abismal (p. 89).

Quizás valga la pena aclarar que no se me da el discurseo festivo, entre otras cosas porque “[l]a historia no demanda celebraciones porque lo suyo es el pasado; el verbo «celebrar» connota un cargado tiempo presente […] las celebraciones históricas son manías muy modernas […], celebrar no es un manto de la historia”. En consecuencia, “[c]elebrar es una decisión política, no histórica, no historiográfica. Ergo, las sociedades, cuando celebran la historia, no celebran pasado sino presente” y en mi presente escojo preguntar antes que festejar (Tenorio Trillo, 2009, pp. 22-23, 49).

Sin lugar a dudas, el siglo XIX es lo que es por sus revoluciones. La historia de las Américas (lo mismo que las geografías, economías, culturas y mucho más) es, “empírica e intelectualmente”, hija del siglo XIX y sus revoluciones. Las que por estas fechas cumplen sus doscientos años fueron, a su vez, hijas de la de Estados Unidos, la Francesa y de la napoleónica, y con todas ellas la región incursiona en el embudo del progreso para bailar al son de la vieja Europa. Valiéndose de la ecuación tradición-modernidad, las naciones de América inauguran su marcha en (occidental) dirección de lo que se debe ser: el torrente civilizador que impone orden y sentido a las historias después de un sangriento alumbramiento producto de (“santas e ineludibles”) guerras (Tenorio Trillo, 1999).

Lo interesante aquí es que la historia de Puerto Rico no es hija de una virulenta guerra revolucionaria que la encamine por los ríos del progreso civilizatorio, pero aun así se presenta como historia puertorriqueña. Si bien es cierto que ésta es siempre historia colonial, con frecuencia no somos del todo conscientes de ello. El relato puertorriqueño (sobre los siglos XIX y XX) se concentra más en el estado-mercado que en el asunto nacional en sentido estricto, porque estamos más o menos convencidos de una nacionalidad cultural que articula lo político desde luchas autonómicas, intentonas separatistas, y posibilismos materiales, sociales y políticos. Se trata entonces de una historia que busca consonancias progresistas internas, aunque con capitales políticas en Cádiz (primero), en Madrid (después) o en Washington (desde 1898). La historia de Puerto Rico se narra desde los cánones de tradición-modernidad y desde certezas progresistas aunque a veces se articule desde sus intentos frustrados. Pero al final de cuentas, se trata de relatos plasmados desde nociones progresistas --que se comparten incluso por académicos que han abandonado la fe en el progreso, pero todavía conciben como progresista el devenir histórico insular y Occidental.

Para entender mejor, convendría preguntarnos ¿de qué se trataron las “revoluciones” de independencia como las que se celebran por estos días? ¿Cuán revolucionarias fueron aquellas revoluciones? Según Carlos Malamud (2005), las hispanoamericanas no fueron revoluciones económicas, porque en líneas generales las estructuras productivas y de comercialización siguieron siendo las mismas. Tampoco fueron revoluciones sociales, porque en general los grupos que condujeron los procesos emancipadores se resistieron a introducir cambios sociales o jurídicos de consideración. Aquellas revoluciones fueron exclusivamente políticas, propiciando nuevas formas de organización y conducción de lo político, basadas en una nueva legitimidad. Y, de hecho, no podemos perder de perspectiva que el sueño bolivariano evocaba una unidad americana que rememoraba la unidad colonial, una Gran Colombia que con su nombre se asociaba más con los conquistadores españoles del XVI que con los criollos (y peninsulares) insurgentes (Malamud, pp. 291-293, 286).

Las “revoluciones políticas” continentales respondieron más a la desconfianza de las elites americanas de que España todavía fuese capaz de garantizar la paz social de la que pendían sus tranquilidades materiales y sociales. Visto así las razones continentales para separarse de España se parecían bastante a las que tenían las elites insulares para no hacerlo. Al final, tanto los liberales como los conservadores (tanto los realistas como los insurgentes) tenían idénticos fines materiales y sociales: lograr sistemas sociales cuyos ejes fueran los trabajadores y los consumidores. Solamente se diferenciaban en la forma, los liberales prefiriendo la educación como medio para interiorizar la nueva ética del trabajo y los conservadores optando por el control religioso y militar para garantizar la productividad excedentaria. Pero tanto los unos como los otros mostraban pavor ante movimientos de reivindicación propiamente populares.

La aspiración de abandonar la subsistencia y abrazar la lógica del trabajo excedentario y la acumulación se impuso tanto en las nacientes naciones de hace dos siglos, así como en las posesiones que continuaron bajo el dominio español por un siglo más. Si por algo se luchó encarecidamente fue por doblegar a los cimarrones del Llano venezolano y por erradicar la vagancia en Puerto Rico (Izard, pp. 92-95). Ese revolucionado siglo XIX se abocó hacia la consolidación de sociedades excedentarias, a que se trabajara (de tiempo completo) para comprar aquello que ya no estaban en condiciones de producir, y por supuesto sin espacio para prácticas culturales alternativas. En Venezuela encontramos cimarrones difícilmente resignados y en Puerto Rico jornaleros perseguidos y empadronados --por bandos, circulares y eventualmente libretas de jornada. En Venezuela, como en tantos otros territorios de América se firmó la independencia. En Puerto Rico (y en Cuba) no hubo emancipación política. Pero al fin y al cabo en unos y otros espacios los caminos dictados por los afanes del progreso fueron muy parecidos. Llámense vagos, esclavos, libertos o cimarrones, la suerte de las poblaciones subalternas (tarde o temprano) lejos de mejorar empeoraron al ser sometidas a las lógicas del trabajo excedentario y del consumo. Porque los rastros de la acumulación se instalaron en los cuerpos y en las mentes sin diferenciar latitudes continentales o insulares.

Lista de referencias

Izard, M. (1995). Élites criollas y movimiento popular. En F. X. Guerra (Ed.), Revoluciones hispánicas. Independencias americanas y liberalismo español (pp. 89-106). Madrid: Editorial Complutense.

Malamud, C. (2005). Historia de América. Madrid: Alianza Editorial.

Navarro García, J. R. (1999). Puerto Rico a la sombra de la independencia continental, 1815-1840. Sevilla-San Juan: CESIC/Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.

Tenorio Trillo, M. (1999). Argucias de la historia. Siglo XIX, cultura y “América Latina”. México: Paidós.

Tenorio Trillo, M. (2009). Historia y celebración. América y sus centenarios. México: Tusquets.