En 1962, John Szarkowski tomaba las riendas –sólo dos décadas después de su creación– del Departamento de Fotografía de una de las instituciones artísticas de más peso internacional, el Museo de Arte Moderno de Nueva York. A lo largo de casi treinta años en el puesto, este joven americano contribuiría sustancialmente, a través de una gestión multidisciplinar, a consolidar la fotografía en su rango de arte visual al despojarla de complejos de inferioridad generados por la aparente carencia de creación plástica por parte del fotógrafo. Uno de los grandes responsables de la coronación oficial de la fotografía como arte, lo hacía, sin embargo, reconociendo principalmente su tradicional valor documental.
En el catálogo de una de las exhibiciones más reconocidas que curó para el museo, The Photographer’s Eye, parecía sentenciarlo de este modo:
"El fotógrafo selecciona, no tanto concibe, una imagen, al elegir lo que quedará dentro o fuera de los cuatro bordes del marco. Esos bordes sacan las cosas de contexto y definen el contenido del tema de la fotografía".
El cometido de Swarkowski, institucionalizando formalmente en el museo la artisticidad de la fotografía documental, parecía un acto de justicia que recompensaba, retroactivamente, las décadas en las que fue observada con desprecio por otras artes. Sin embargo, cuando en 1991 deja su cargo, después de decenas de fructíferas exhibiciones y catálogos, Peter Galassi recoge el relevo de esta misión y comienza a oficializar algo que ya estaba sucediendo en otros espacios de exhibición de su misma ciudad y de todo el mundo: un nuevo tipo de fotografía, fruto de una singular e intrincada metamorfosis, que abarcaba otros métodos, nuevas formas y conceptos diferentes de aquellos que ya dejaban de ser un reto ante las múltiples posibilidades que ofrecía este renovado medio.
La primera apuesta de Galassi al mando de la curaduría fotográfica del MoMA sería Pleasures and Terrors of Domestic Comfort, donde reunió una visión por ratos cínica, cómica e inquietante del día a día del sueño americano. En su portada figuraba la obra de un joven artista que, desde ese mismo 1991, se presentaría como una gran revelación, Philip-Lorca diCorcia. Cuatro años más tarde, en 1995,el MoMA le consolidaba como uno de los grandes de la fotografía actual. Sus imágenes presentaban, en efecto,una vuelta de tuerca a aquella tradicional mirada selectiva a la realidad que había ostentado la fotografía.
Su creador, en este caso, no observaba secretamente a sus personajes por las calles para inmortalizar sus actos imprevistos de forma fortuita, sino que preparaba anticipadamente sus escenas, dirigía a sus modelos (en gran parte de los casos sus amigos y familiares) tanto en sus expresiones como en sus poses, y ordenaba escrupulosamente sus puntos de iluminación, sus tonos cromáticos y, ante todo, el concepto que quería construir con la instantánea, como en este caso, el reconocimiento del vacío emocional de Mario al toparse de frente con la abundancia de su nevera llena.
El método de trabajo de DiCorcia, en este sentido, se fundía con el de un director de cine o de teatro.De modo similar, las escenas del canadiense Jeff Wall, que en estos mismos años setenta comenzaba a forjarse el título que ostenta hoy como uno de los fotógrafos más significativos de toda la historia, se construían premeditadamente, contaba con varios asistentes, dirigía los gestos de sus personajes y con una sola imagen, a modo de un representativo fotograma, lograba construir un mensaje de profundo contenido social o cultural.
Estas “fotografías cinematográficas”, como el mismo Wall las denomina, plantean una peculiar metamorfosis no sólo con el cine, sino también con otras disciplinas artísticas, especialmente la pintura. Haciendo gala de su papel de “observador de la vida moderna”, sus obras (en cuya ejecución llega a emplear en ocasiones hasta dos años de trabajo) son dignas herederas de las composiciones de los grandes maestros de la pintura, en especial los del siglo XIX, como aquí es el caso de Edouard Manet y su Almuerzo sobre la hierba.Su meditada estructura, la escenificación, las posturas y gestos aparentemente anecdóticos de sus personajes, el simbolismo especular de la vida contemporánea y sobre todo sus enormes dimensiones (aquí de unos 7 pies de alto por 13 de largo), las acercan también a los grands tableaux de la Academia francesa decimonónica y las aleja de la tradicional estética de la fotografía documental (b/n, 11x17, marco de mattboard).
Wall confiesa, además, que estas obras son producto de algunas de sus particulares fascinaciones: la luz de las pinturas de Velázquez, Goya y Tiziano que descubrió en una visita al Museo del Prado en 1977, el brillo de los billboard de las grandes ciudades modernas y la escultura Minimal, de cuya simplicidad geométrica se declara profeso admirador. Tal conjugación tendrá como resultado una de las formas más innovadoras y sugerentes en que la fotografía se presenta desde finales de los setenta y que ha creado una marcada tendencia en las salas de exhibición contemporáneas: enmarcándolas en cajas de metal e iluminándolas desde su parte posterior por tubos de luz, Wall logra una peculiar hibridación, hipnóticamente atractiva, de la fotografía con la pintura, la escultura, el cine, la publicidad e incluso con la televisión misma.
La confluencia de fotografía y pintura no es un asunto nuevo en la historia del arte. Las referencias, o mejor dicho, las reverencias de la primera hacia la segunda comienzan desde el momento en que aquélla pretende superar su condena natal como herramienta científica para otras disciplinas y su aceptado carácter de espejo de la realidad y de lápiz de la naturaleza, como el mismo Talbot la bautizaría.
Las citas iconográficas a clichés artísticos y la imitación de texturas y perspectivas serían una estrategia del Pictorialismo paralela al Ut pictura poesis tan argumentado en el Renacimiento. Enmarcada en la ironía posmoderna y estrella de las apuestas curatoriales y críticas de Douglas Crimp, Hal Foster y Andy Grundberg en los años ochenta, la obra de Cindy Sherman efectúa un giro de ciento ochenta grados, pasando de la veneración a la parodia de los nobles géneros y de la iconografía clásica de la pintura, denunciando sus artificiosos estereotipos a través de la imitación satírica de sus grandes protagonistas.
Maestra de la emulación y de la cita, Sherman cambiaría la historia de la fotografía en 1977 a través de una serie de sesenta y nueve instantáneas en blanco y negro. Simultáneamente modelo y artista, ésta recreaba numerosos clichés de tipologías femeninas que la iconografía cinematográfica había creado a lo largo de décadas. A modo de fotogramas extraídos de películas familiares, pero todas inexistentes, esta serie de imágenes, que salía a la luz con el revelador título de Films Stills, se ha convertido en una de las referencias indiscutibles de la hibridación entre fotografía y cine.
Años atrás, sin embargo, otro artista estadounidense había dado pasos de enorme repercusión en la metamorfosis de estos dos lenguajes visuales. Trascendiendo la reclamada unicidad narrativa de la fotografía, Duane Michals aniquilaba la autorreferencialidad significativa del instante decisivo instaurado por Cartier-Bresson y construía sus relatos visuales por secciones temporales consecutivas, como si de una película de una decena de fotogramas se tratase. Dado el talante poético e imaginario de su producción, Michals lograba también rebatir la sentencia de Szarkowski que comentábamos momentos atrás, y demostraba que él concebía sus fotografías, puesto que la naturaleza ficticia de sus obras imposibilitaba la selección de realidad tangible alguna.El mismo artista lo explica así: “Yo no espero todo el día a que algo ocurra. Yo hago que ocurra. Si tuviera que esperar para ver un espíritu abandonando el cuerpo que habitaba, esto no sucedería jamás. Pero esto ocurre en mis fotos”.
La construcción formal y estética al estilode las películas de celuloide en movimiento es imitada recurrentemente en las salas de los museos, convertidas en auténticas metáforas de salas de proyección cinematográficas. Pero, podríamos considerar un paso más allá, con la obra de uno de los artistas de vídeo más relevantes en la actualidad, Bill Viola. Algunas de sus recientes producciones muestran una peculiar hibridación de fotografía y vídeo. Las imágenes pasan a ser reproducidas en movimiento, pero a una velocidad tan sumamente pausada que requieren de la atenta concentración del espectador para observar su deslizamiento, como si del barrido propio de la cronofotografía se tratase. En ocasiones, Viola parece jugar nuevamente a citar el lenguaje formal de la fotografía en movimiento, con la proyección ralentizada de las imágenes sobre diversas pantallas (velos en ese caso) que imitan la sucesión repetitiva de los fotogramas.
En este sentido, es de mención inevitableel polaco Krzysztof Wodiczko, cuya producción más relevante ha sido la proyección de fotografías (en ocasiones también en movimiento) sobre las fachadas de reconocidos edificios de notable autoridad simbólica (bancos, embajadas, monumentos o museos, como es este caso). Lejos de las paredes interiores de sus salas y exhibida en el espacio público, la fotografía se transforma nuevamente y cambia su tradicional soporte de papel por la arquitectura o la escultura, emulando la proyección de diapositivas o del cine, pero en la oscuridad, no de la sala, sino de la noche cerrada.
Lista de imágenes:
1. John Szarkowski, "The Photographer's Eye" cover, 1966.
2. Philip-Lorca diCorcia, "Mario", 1978.
3. Jeff Wall, "The Storyteller", 1986.
4. Édouard Manet, "Le déjeuner sur l´herbe", 1863.
5. Jeff Wall, "The guitarist", 1987.
6. Donald Judd, "Untitled", 1973.
7. Cristofano Allori, "Judith y Holofernes", 1613.
8. Cindy Sherman, "Untitled #228", 1990.
9. Cindy Sherman, "Film Still #22", 1978.
10. Duane Michals, "The Spirit Leaves the Body", 1969.
11. Roni Horn, "You Are the Weather", 1996.
12. Bill Viola, "The veiling", 1995.
13. Krzysztof Wodiczko, Hirshhorn Museum, Washington DC, 1988.