De la queda(era) 2: el perro de piedra

*Esta es la segunda parte "De la queda(era)", para acceder a la primera parte, pulse aquí.

Final

He sido como un perro
sumiso, a la voz del amo:
¡Hop, Virgilio, salta!
He amado la hermosura,
pretendido la gracia.
He tenido delicadezas
de perro amaestrado.
En premio de todo, mi amo,
sólo te pido,
un poco más de escarnio.

Virgilio Piñera, 1969

paisaje playa

En la Sección 1 de la ley 86 (24 de mayo de 2000), “Para declarar el arrecife al lado del Castillo de San Jerónimo «La Piedra del Perro»”, la asamblea legislativa del Estado Libre Asociado de Puerto Rico proclama: “Se declara recurso de valor cultural y natural la estructura coralina que se encuentra ubicada en el arrecife al lado del Castillo de San Jerónimo, conocida por los puertorriqueños como La Piedra del Perro". ¿Qué tipo de recurso cultural y natural es éste? ¿Qué significará recurrir al lugar donde “el Instituto de Cultura Puertorriqueña, conjuntamente con el Departamento de Recursos Naturales y Ambientales, colocará una tarja en el área de playa cercana a dicha Piedra donde hará constar la declaración como recurso de valor cultural y natural que por la presente ley se establece”?

¿Cómo la formación, en todo caso cadavérica, de un coral podría convertirse en alguna potencialidad que resuelva una necesidad o ancle alguna empresa? No se trata de la monumentalización de una leyenda (a pesar de las Mayúsculas), sino del peculiar reconocimiento del bien imaginario, del extraño caudal que supone una imagen inaugural. Aquí topamos con la doble cristalización (en la piedra y en la ley) de un hábito subjetivo: la afectividad mansa que sobrepasara la pobreza abyecta, el agradecimiento y la deuda que adereza la queda(era) colonial.

perro

Un día, mientras paseaba por las calles del Viejo San Juan, oyó un doloroso quejido proveniente de uno de los callejones. Tirado en una cuneta, con una pata malamente herida, se encontraba un perrito abandonado, que (sic)Enrique con mucho cuidado tanteó el débil cuerpo macilento, sonrió y le dijo a la infeliz criatura “No te preocupes amiguito, pronto estarás sano y corriendo por ahí”.

Después de semanas de descanso, el perrito había engordado y se veía muy enérgico. Pegado a los talones de Enrique, le acompañaba a todas partes provocando así risas y comentarios de los otros soldados. Un día el oficial superior de Enrique le preguntó cuál era el nombre de su mascota, a lo que contestó “Se llama Amigo, señor”.

escudo PR

El perro petrificado es un avatar del cordero, del Johannes est nomen eius, que bautiza la isla y repujara nuestro escudo de armas. Ambos, sobre sus promontorios, “esperan” por las nominaciones futuras que el amo verbalizará a su regreso. Animales convertidos gráficamente en sus nombres: emblemas del quehacer cultural. Ambas imágenes deforman la especificidad desigual de la sujeción colonial con el manejo del lugar común de la amistad y las creencias compartidas. Imágenes de un quedarse así, ante la actividad nominadora del amo, fieles y en quietud, gozan de un eterno presentarse o de ser nos imperceptibles (es igual).

Estos quedaos siempre se nos han mostrado a diario, siempre están ahí, son parte del paisaje. Ante su (des)aparecerse imaginario habría que deponer la calificación de estas imágenes ya como enigmas o, por el contrario, como exposiciones inequívocas de nuestra significación histórica. Si bien han quedado naturalizadas en cierto orden discursivo y en más de un registro han devenido natura, no habría que impedir conocerles su carne ideológica y lo que desatan sus reverberaciones. Adentrarse en la familiaridad de su siempre estar ahí, podría ser un comienzo para desquiciar los protocolos sensoriales que nos obligan a vernos en ellos con impasible naturalidad.

Así la goberna-mentalidad puertorriqueña, re-escribe y narra la leyenda dibujando, con las mejores intenciones de esa hospitalidad que nos define, la especificidad imaginaria de un umbral colonial.

Dice la leyenda que cuando el Castillo San Jerónimo era una fortaleza militar española a cargo de proteger la costa de la isla de ataques enemigos, vivía allí un joven soldado llamado Enrique, que por estar tan lejos de su hogar y familia, se sentía solo y nostálgico por lo que buscaba un compañero. A diferencia del resto de los soldados en el fuerte, quienes habían sido educados desde niños para convertirse en guerreros y militares, toda su vida Enrique había sido un sencillo agricultor que ingresó en el ejército buscando aventuras y viajes por lugares exóticos.

¿Qué estremece a la comunidad con el devenir piedra del perro ante el batir de las olas? Un afectividad identificativa moviliza el deseo memorioso de la ficción legislativa: “Por el significado humano de esta leyenda y su valor cultural para el pueblo puertorriqueño, presentamos este proyecto de Ley, declarando recurso de valor cultural y natural, el coral que conocemos como La Piedra del Perro…” La queda(era) no es sólo un modo del anacronismo o del encierro perceptivo o temporal del sujeto isleño. Es todo esto y un poquito menos. Esta queda(era) institucional aborda y obstruye los dispositivos del presente o los usos de la historia: los usa mal. Se trata de una maldad oxímorona, pues en muchas ocasiones toparemos con una ficción bonancible y apendejada que nos vende la promesa de que culturalmente algo se ha logrado, algo glorioso se mueve entre el atasco que santifican sus imágenes.

Enrique, el rescatador de Amigo, es un raro soldado español, militar lite, de paso por San Juanun proto-viajero solitario, “turista” sin medios, defensor avant la lettre de los derechos de los animales. Enrique luego partirá a Cuba donde “España necesitaba hombres.” (Umjú) Lo que conmueve de la leyenda, lo que se sospecha la ha grabado como nuestra es la decisión del perro, su acto de fe, su adhesión elemental e incuestionable al amo. Su salto a las aguas, nadada hasta el arrecife y espera devota por el regreso de quien lo salvara, lo iguala al dueño y hermana a los hombres y mujeres que tanto lo admiran en la legislatura y fuera de ella. Honrándolo con una tarja testimoniamos su gesto y calcamos su contemplación mineral del amo.

Relato sacrificial que difiere y sublima la violencia, esta historia despliega, cual tríptico, un relato sobre la humanidad en las islas, la mimesis colonial en el Caribe y una “relación” con un paisaje que se vacía mesuradamente de efectos y singularidades. Un relato de guerra saturado de disimulos y escamoteos, colmado de signos para nombrar la conflictividad y sujeción coloniales, devendrá fábula espiritualizada para la nada. (Un viaje rápido por los meandros de la red exhibe que la leyenda es pieza apetecida por pastores y evangélicos empeñados en la representación de la espera del creyente religioso ante la segunda venida de Cristo). 

La noticia del naufragio y muerte del amo en una batalla naval desata la petrificación del perro. Con la mirada fija en el horizonte, de espaldas a la isla, “a su manera, Amigo descubrió lo que había ocurrido. Traspasado de dolor, sin poder creer que su amo estaba muerto, nadó rápidamente hasta su puesto de vigilancia para continuar su interminable espera por el amo que nunca regresaría”. El perro deviene idéntico al asiento de su espera permanente, doble del fuerte cercano: doble menor del sujeto muerto que venera.

Este es un relato ideal para asediar los protocolos de mismidad que conforman toda identidad que reniega de su constitución colonial. “Pero aunque lujosos hoteles bordean la costa y modernos jets remontan el cielo convirtiendo el Castillo de San Jerónimo en un simple eco de su tiempo, asombrosamente, Amigo todavía se encuentra en el mismo arrecife, en el mismo lugar de su fiel vigilia, ahora convertido en piedra con el paso del tiempo, pero aún esperando fielmente el regreso de su amo”.

Lo que, en otra dirección, inscribe la mirada leal del perro puertorriqueño es la borradura del mar. El perro de piedra es la firma de un endurecimiento perceptivo ante el litoral y el paisaje extraordinario de las aguas. Entre la bruma marina, el nunca-regresar del amo precipita la cristalización fatal. El litoral abierto es apenas una vista hacia un más allá; espacio vacío donde el regreso del Amo-Daddy benefactor nunca se verifica. El perro, además ve para no mirar, buscará en el horizonte lo que ya conoció o lograría re-conocer. Un profundo desprecio por el archipiélago sostiene la mirada de un perro que se niega a considerar la existencia de las particularidades y la vida entre las aguas, la posibilidad de mirar en otra dirección.

perro

La mirada monolítica del perro lo constituye en recurso cultural en la medida que su devenir piedra no implique devenir otro o saber de otros recorridos posibles. Perro colonial: idéntico a su devoción por un soldado filan-trópico y a la grafía natural de su queda(era). Entre más muerto y hundido esté el amo en la mar, más sostendrá el perro la erección de su quietismo y la desaparición de su animalidad. Sólo queda permanecer. Este sujetado radical hará de su cuerpo el signo mismo de su fe e inmovilidad letal, practicante de la inmovilidad de sus certidumbres y querencias.

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