Con sus veinte millones de votos en la primera vuelta, se convirtió en la auténtica protagonista de las elecciones presidenciales del 2010, la única realmente alegre aquel domingo 3 de octubre por la noche en las sedes de los partidos. Contra todo pronóstico, el resultado dejo el fiel de la balanza en manos de la llamada “voz del Amazonas”.
Cuatro años después y con un Brasil en plena rebeldía contra los políticos –y sin ningún miedo a protestar– Marina Silva ha vuelto a convulsionar la política brasileña al aliarse con el socialista Eduardo Campos para disputar juntos las presidenciales de 2014. La líder ecologista no podía concurrir con su formación política, Rede Sustentabilidade, porque según la máxima autoridad electoral brasileña, no había conseguido el respaldo de los 492.000 electores exigidos para que cualquier formación pueda concurrir a unas elecciones.
La decisión de TSE puso a Silva en la coyuntura de afiliarse a otra formación si seguía adelante con su propósito de disputar las elecciones, aunque desde el entorno de la presidencia se diese como cierto hasta el mismo día 5 a la mañana que Marina Silva no se presentaría a la disputa o si lo hacía, sería con un partido menor. Así que la alianza con Campos ha supuesto un nuevo seísmo para una clase política que desde las manifestaciones de junio no disfruta de un solo momento de sosiego.
Con el acuerdo entre el gobernador de Pernambuco y la ecologista ha nacido una tercera vía, en un país en el que a pesar de haber más de 30 partidos políticos, existe, de hecho, un bipartidismo entre el Partido de los Trabajadores (PT) de Rui Falcão –hombre de confianza de Lula da Silva y Dilma Rousseff, que aspira a la reelección como presidente del partido el próximo 10 de noviembre– y el Partido Socialista Democrático de Brasil (PSDB) del expresidente Fernando Henrique Cardoso. Ambas fuerzas políticas llevan cerca de 30 años dominando la escena política brasileña, con las demás reducidas a mera comparsa, subiéndose siempre al caballo ganador.
Lula repitiendo una y otra vez que no piensa regresar a la carrera electoral –aunque crece la hipótesis de que el expresidente, el único que según las encuestas ganaría las presidenciales en la primera vuelta, ira a las elecciones como segundo de Dilma– y un Partido Socialdemocrático de Brasil (PSDB) que sigue debatiéndose entre el hasta ahora candidato oficial Aecio Neves y el histórico líder del partido José Serra como cabeza del cartel electoral, la nueva formación nace con la firme intención de cambiar las reglas del juego político, de hacer política de una “forma nueva” a través de las redes sociales favoreciendo la participación diaria y activa en la vida de las organizaciones.
Silva y Campos, que dejo la alianza de gobierno el pasado mes de septiembre del que venía formando parte desde hacía más de 10 años, reconocen al Partido de los Trabajadores el mérito del auge económico –y de las mejoras sociales y distributivas– del país en los últimos años. Pero también le acusan de no haber sabido o no haber podido hacer una serie de reformas que hubieran dotado de mucha más madurez a la democracia brasileña: la reforma de la educación, de la sanidad, del modelo económico y de la política.
Una democracia más madura. Eso era, sobre todo, lo que quería y pedía la sociedad que en junio se echó a la calle. Una democracia que sea gestionada no solo por los políticos, sino por todos y cada uno de los brasileños, que no se limiten a votar cada cuatro años; una democracia con menos corrupción y menor impunidad para quienes entiendan la política como sinónimo de “enriquecimiento”; Una democracia donde la oposición sea capaz de jugar el papel clave que le corresponde. En definitiva una democracia mejor.
Y esto es lo que los hijos rebeldes de Lula –Silva fue una de las personas más allegadas al expresidente y formó parte de su gabinete como ministra de Medio Ambiente entre 2003 y 2008 y Campos ha sido siempre amigo personal y fiel colaborador en los gobiernos del PT, donde el mismo fue ministro de Ciencia y Tecnología entre 2004 y 2005– prometen para atraerse el voto del mundo de la protesta y que serán los tres ejes centrales de su programa electoral; la democratización de la democracia, el mantenimiento y la profundización de los logros económicos y sociales y el desarrollo sostenible.
Que lo consigan no solo dependerá de ellos mismo, también de la capacidad de Dilma Rousseff –y del Partido de los Trabajadores– para recuperarse de aquí a las elecciones. Para demostrar que ha escuchado el mensaje de la calle, el grito de los miles de brasileños que en junio tomaron las calles de Brasil como no se recordaba desde la época en que terminó la dictadura (1964-1985) cuando el pueblo exigía democracia, y desde los reclamos a favor de un juicio político contra el presidente Collor de Mello, en el verano del 92.
Y aunque son muchos dentro del PT –representantes de las diferentes corrientes políticas internas del partido– que no se muestran de acuerdo ni con la línea ni con la agenda del Gobierno de Dilma de cara a su propia reelección, la presidenta cuenta con el apoyo de su padrino político, Luis Inácio Lula da Silva, el hombre que seguramente conozca a la sociedad brasileña como nadie y que lleva desde que abandono el poder haciendo campaña electoral a favor de Rousseff como si él mismo "fuera el candidato".
La alianza Silva-Campos ha obligado al gobierno, a los partidos aliados en el Consejo de Ministros y a la oposición, a modificar todas sus estrategias con vistas a las presidenciales de 2014, aunque todo puede cambiar mucho más, dependiendo de quien encabece la lista de este inesperado fenómeno político. Aún no ha sido decidido, pero si dependiera de a quién le adjudican mayores posibilidades de consenso las encuestas al día de hoy, se prevé que las elecciones de 2014 sean las más reñidas de los últimos 20 años, un cara a cara entre dos de las mujeres mas famosas del planeta en un país donde la política sigue siendo un coto reservado a los hombres.