En el filme del director Sam Mendes, Road to Perdition (2002) —ambientado en el tenebroso mundo de la mafia irlandesa durante la era de la prohibición y la depresión económica en Estados Unidos— aparece el chocante personaje de Harlen Maguire, un decadente asesino a sueldo con una afición muy peculiar: haciéndose pasar por fotógrafo de prensa se dedica a fotografiar cadáveres en las escenas del crimen. En su aparición inicial en el filme, Maguire, personificado magistralmente por el actor Jude Law, llega a la escena de un reciente asesinato y soborna a un policía para que le permita tomar fotos del cadáver antes que llegue el fiscal. Una vez a solas, cuando está a punto de apretar el obturador, se da cuenta que la víctima (con un puñal clavado en el pecho), aún respira. Calladamente se acerca al hombre, y tras cerciorarse de que nadie lo ve, lo asfixia con un pañuelo, tras lo cual regresa a la cámara y toma la foto.
Posteriormente encontramos a Maguire en una habitación destartalada donde apreciamos parte de su colección: una decena de fotos enmarcadas en la pared mostrando distintos cadáveres, víctimas del crimen. Habiendo tenido el beneficio de “presenciar” el incidente anterior, nuestra mente cuestiona al contemplar la morbosa colección fotográfica: ¿víctimas de quién?, ¿cuántas de esas desdichadas personas en las fotos realmente estaban ya muertas, o requirieron de la “ayuda profesional” del fotógrafo para lograr la pose anhelada? De seguro, si no hubiéramos sabido de antemano los pormenores del incidente, esas fotos, aunque morbosas y chocantes por su temática, hubieran sido aceptadas por nosotros como verídicas, como documentación de la realidad. Un ejemplo muy gráfico y claro del peligro inherente de adscribir total honestidad al registro fotográfico (o al menos al fotógrafo que lo produce): las fotos de Maguire nos recuerdan que los niveles de analogía no son necesariamente sinónimo de veracidad. O como muy bien sentenció Lewis Hine; las fotos no mienten, pero hay fotógrafos mentirosos.
Road to Perdition es tan solo uno de los muchos ejemplos en que la fotografía, mucho más allá de su obvio papel como técnica cinematográfica, desempeña un rol sustantivo en la producción fílmica, ocupando, si no el eje central, al menos un hilo conductor subyacente e imprescindible en toda la trama. De tiempo en tiempo, la industria cinematográfica vuelca su atención —a veces con toda intencionalidad, y muchas otras sin tanta premeditación— en la invención, en el proceso, en el artefacto fotográfico, pero sobre todo, en el impacto de éstos sobre las relaciones humanas y sociales. Algunos de estos casos no pasan de referencias anecdóticas o pasajeras sobre el medio, mientras que en ocasiones muy especiales presenciamos ejemplos notables que muy bien pudiéramos caracterizar como claros homenajes al proceso fotográfico como experiencia cultural y humana.
Dicho homenaje es más que merecido, considerando que el proceso esencial desarrollado por Niépce y Daguerre (entre otros) a mediados del siglo XIX, fue y sigue siendo el antecesor inmediato e imprescindible del proceso cinematográfico. A fin de cuentas, el filme no es otra cosa que registros fotográficos consecutivos y en movimiento, aplicación ésta que llegaría a sus más efectivas consecuencias de manos de los hermanos Lumiere. Por supuesto que hubo muchos otros antecesores del proceso cinematográfico, incluyendo infinidad de juguetes ópticos desde el siglo diecisiete, lámparas de proyección de imágenes en cristal (magic lanterns), y artefactos basados en el fenómeno de la persistencia visual, como el zoetropio, el kinematoscopio y el praxinoscopio, entre otros muchos aparatos que permitían visualizar imágenes en movimiento utilizando tirillas de dibujos en series. No obstante a ello, es claro que la imagen fotográfica en movimiento fue el cénit de esta evolución tecnológica, en su objetivo de proveer al espectador una experiencia más cercana a la realidad.
No pretendemos en este breve trabajo centrar nuestra atención en la evolución de la producción e industria cinematográfica, ni abundar sobre su clara interrelación técnica e histórica con el proceso fotográfico. Damos por sentado dichos antecedentes para los cuales existe una extensa bibliografía sobre la cual hacer las referencias y consultas de rigor. Nuestro interés se centra más bien en compartir una serie de comentarios sobre la forma en que la fotografía juega un papel, si no “protagónico”, al menos esencial en una serie de filmes, al punto de constituir elemento crítico sobre el cual descansa en gran medida el andamiaje y el desarrollo de toda la trama.
Existen múltiples listas o clasificaciones desarrolladas por críticos de cine y algunos investigadores académicos sobre lo que consideran, según su criterio personal, aquellos “mejores” filmes en los cuáles la fotografía ocupa un lugar temático preponderante. Coincido con muchas de sus selecciones, aunque añado alguno que otro ejemplo no mencionado por dichos expertos (como por ejemplo, Road to Perdition, ya reseñada). Por supuesto, se excluyen de nuestros comentarios una multiplicidad de filmes de carácter documental o biográfico dedicados a los grandes fotógrafos reconocidos. En esta categoría existen muchas excelentes producciones fílmicas sobre figuras como Paul Strand, Stieglitz, Cartier-Bresson, Robert Capa, entre otros.
El dilema casi filosófico planteado en Road to Perdition sobre el cuestionamiento de la “veracidad” del registro fotográfico, y sobre las consecuencias que derivan de su interpretación, es eje central en uno de los filmes más célebres sobre temas fotográficos, el cual no falta en ninguna de las listas de críticos mencionadas. Blow-Up (1966), del director italiano Michelangelo Antonioni —considerada por muchos un filme de “culto” representativo de la subcultura y sociedad inglesa de los años sesenta— nos presenta una historia un tanto alucinante y poco estructurada que gira alrededor de un día de trabajo en la disoluta vida de un joven fotógrafo de moda londinense. Egocéntrico, despreocupado y mujeriego, Thomas hace trabajos de fotografía documental de incógnito para revistas, conviviendo con pordioseros por las noches; mientras que por el día vuelve a su estudio para tomar fotos con modelos profesionales, a las cuales hostiga y menosprecia sin mayores remordimientos. La cultura de la droga y el rock clandestino ambientan una trama con muy poco diálogo, donde lo visual se convierte en medio principal para trasmitir mensajes difusos y simbólicos. En una escapada a un parque cercano, Thomas descubre a una pareja de aparentes amantes, a los cuales fotografía a escondidas. Al ampliar los negativos —de ahí el título— descubre que detrás de la escena del abrazo se esconde lo que aparenta ser un posible crimen.
Comienza aquí una búsqueda desesperada por el fotógrafo para evidenciar físicamente lo que intuye como un asesinato próximo a ocurrir, según interpreta de su análisis de la foto. Inútil esfuerzo, pues el cuerpo que había visto tirado en el césped unas horas antes ya había desaparecido. Quedaba solo el registro. La imagen fotográfica. ¿Cuál era la realidad?; ¿lo que intuye entre las sombras del registro, o el césped vacío, sin evidencia física que constate que lo fotografiado realmente ocurrió? Sin dudas un dilema excepcional para retar el noema Barthesiano del “eso ocurrió”, “eso existió”; el índex cuestionado (Barthes, 2005: 126). Irónico sin dudas, pues por años la naturaleza indicial de la fotografía hacía de ésta la “evidencia” registral de que algo “existió”, mientras que aquí se entabla una búsqueda infructuosa del referente para comprobar la validez del registro.
El filme culmina tal y como comienza, con una escena alegórica inexplicable y aparentemente inconexa, de un grupo de mimos jugando al tenis con raquetas y pelotas imaginarias. El fotógrafo los observa y, callado como ellos, les devuelve la pelota imaginaria que cae cerca de él, y luego, súbitamente, él también desaparece. El propio Antonioni dijo alguna vez que necesitaría hacer otra película para explicar los significados de Blow-Up. A nuestro entender, posiblemente los mimos no hacían más que reforzar el dilema del conflicto entre lo real y lo imaginario; dilema que escala su máxima expresión al desaparecer el propio fotógrafo ante nuestros ojos, haciéndonos cuestionar si toda la historia realmente ocurrió. El guión estuvo basado en un cuento de Julio Cortázar, aunque con adaptaciones significativas (Cortázar, 1959).
En muchas ocasiones Blow-Up ha sido comparada con Rear Window (1954), del director Alfred Hitchcock, considerada por muchos como una de las mejores películas del mítico cineasta. Aunque Rear Window guarda ciertas similitudes con la obra de Antonioni, y es sin dudas una obra magistral de Hitchcock, nos parece que el paralelismo es bastante superficial y, sobre todo, el tema de la fotografía no es realmente esencial, sino más bien tangencial en este filme. Un fotógrafo profesional (interpretado por James Stewart, uno de los favoritos de Hitchcock), se ve obligado a convalecer en un apartamento rentado tras un accidente que lo deja con una pierna enyesada. Para manejar su aburrimiento usa su lente telefoto para espiar los vecinos desde su ventana, lo que lo lleva a presenciar una serie de eventos sospechosos en uno de los apartamentos, creando toda una trama mental de lo que se le antoja es un posible asesinato de una mujer por parte de su introvertido esposo; cosa que al final resulta ser cierta y casi le cuesta la vida al pobre espía involuntario.
Al igual que otros filmes clásicos de Hitchcock, la ansiedad va in crescendo a través de la trama, y la cinematografía es impecable. De hecho, la construcción de los escenarios, el ángulo de visión, las tomas basadas en lo que ve el fotógrafo desde su apartamento, y el “encuadre” de la vida cotidiana de los vecinos a través de sus ventanas (cual marcos de una fotografía), son recursos claramente intencionales del director para ambientar la trama cual imágenes sacadas del propio telefoto del protagonista. No obstante, Rear Window no es en nada comparable a Blow-Up en sus planteamientos subyacentes respecto al registro fotográfico y sus consecuencias (de hecho, no ocurre una sola toma fotográfica en todo el filme). Podríamos afirmar que el hilo conductor realmente común en ambos filmes lo es el vouyerismo, la intromisión no deseada sobre la privacidad e intimidad del observado, aspecto éste que sin dudas llega a su máxima expresión en este impecable thriller de Hitchcock.
El filme australiano Proof (1991), de la directora Jocelyn Moorhouse, nos plantea, posiblemente en su máxima expresión, este dilema respecto a la veracidad del registro fotográfico, y esto a través del caso más contradictorio e insólito posible: el relato de una persona ciega que toma fotografías. Martin, un joven ciego desde su niñez, arrastra un gran resentimiento y suspicacia hacia la honestidad de todos los que le rodean. Dicha incredulidad obsesiva tuvo su origen en un evento de su niñez, cuando su madre le describe el jardín de su casa desde una ventana, y le dice que hay un hombre barriendo las hojas del patio. Por más que se esfuerza, Martin no oye ningún ruido, por lo que concluye que su madre le está mintiendo, ya sea por piedad o intencionalmente.
Con esta tara emocional sobre él, Martin decide tomar fotos de todo lo que le rodea, y luego pedir a algunas personas que le describan lo fotografiado verbalmente. Si entiende que la descripción compagina con lo que sus demás sentidos le indican, procede a rotular cada foto como prueba de su veracidad, de que lo que le describen en la imagen sí existe. Hasta este punto ya Proof nos plantea un ángulo muy interesante en lo que respecta a esa relación simbiótica y parasitaria entre el lenguaje y la imagen visual. Como bien nos enseñó Barthes desde sus primeros ensayos sobre el mensaje fotográfico (Barthes, 1960, 1964), la descripción verbal o lingüística es uno de los principales elementos de connotación que condicionan nuestra recepción e interpretación de las imágenes visuales, principalmente la fotográfica. Desde el simple “pie de foto” o descripción al calce, hasta los párrafos editoriales construidos alrededor de las fotos de corresponsales, el iconotexto se constituye como mucho más que una mera descripción iconográfica, sino como una primera y crítica interpretación del referente visual.
En Proof confrontamos múltiples cuestionamientos a nuestra concepción convencional de la experiencia humana con la imagen fotográfica: un no vidente tomando fotos, el cuestionamiento del registro visual, la “verificación” o autenticación a través de la descripción verbal, la palabra como evidencia del referente, y no a la inversa. Los conflictos y peligros inherentes entre el referente y su verbalización o descripción por un intermediario juegan un papel céntrico en el filme, teniendo consecuencias sobre los constructos sociales de la honestidad, la veracidad y la confianza.
Temprano en la historia Martin conoce a Andy, un sencillo joven cocinero (interpretado por un muy joven Russell Crowe), y desarrolla una gran empatía y confianza hacia él, gracias a la forma tan detallada y dedicada en que éste le describe sus fotografías, en su mayoría de exteriores y plantas. La trama se complica cuando Andy conoce a Celia, ama de llaves de Martin, quien está obsesivamente enamorada de él y al no ser correspondida, mantiene un romance por despecho con el joven cocinero. Al ser descubierto por Martin, Andy le miente por primera vez, al describir una foto en que ambos —Andy y Celia— aparecen juntos en un banco del parque y decirle que ella está sola en la imagen. Nuevamente por despecho, Celia le revela a Martin la acción deshonesta de Andy, rompiéndose así el lazo de confianza que había entre ambos, y sobre el cual Martin había sustentado su reconocimiento y aceptación de “lo real” en su entorno inmediato.
En una frase lapidaria, Andy exclama, “las personas mienten—pero no todo el tiempo”, (nuevamente nos trae a la memoria la opinión de Hines sobre la honestidad entre fotos y fotógrafos). Al final del filme Martin encuentra cierto grado de resolución y tranquilidad cuando pide a su amigo que le describa una última foto que tiene guardada desde su niñez, y éste le describe con simples palabras la escena de un jardín y un jardinero barriendo hojas secas. Fue la primera foto que él tomó cuando dudó de su madre, ahora reivindicada con la evidencia (proof) de imagen y lenguaje.
* Esta es la 1era parte de "De Daguerre a Lumiere: la fotografía en el celuloide". La 2da parte saldrá publicada el próximo lunes, 3 de noviembre de 2014.
Lista de imágenes:
1) Toma de Road to Perdition, Sam Mendes, 2002.
2) Daguerrotipo de Jabez Hogg tomando un retrato en el estudio fotográfico de Richard Beard, 1884.
3) Afiche de Blow-Up, Michelangelo Antonioni, 1966.
4) Toma de Blow-Up, Michelangelo Antonioni, 1966.
5) Afiche de Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954.
6) Toma de Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954.
7) Afiche de Proof, Jocelyn Moorhouse, 1991.
8) Toma de Proof, Jocelyn Moorhouse, 1991.