¿Quiénes recuerdan los recuerdos? (2da parte)


La semana pasada reflexionaba sobre la tristeza de recordar en solitario.[1] Ahora se me ocurre recordar a Nicanor Parra. No dudo de la calidad de la antipoesía de Nicanor Parra como antipoesía. Pertenece a una categoría estética que ha sido tradicionalmente marginal respecto de la cultura oficial. Recuerdo una lectura que hizo Allen Gingsberg en Stony Brook de una traducción suya al inglés del "Soliloquio del individuo": lo leyó muerto de risa y hasta tuvo que interrumpirse por las risotadas del público y las suyas. En un rincón, Nicanor escuchando humildito, como un niño al que le celebran una gracia.

Tengo sentimientos muy encontrados de esa legitimización de lo cómico: me alegra que haya suplantado la solemnidad y seriedad que nos llevó al nazismo, pero temo que haya abierto las puertas de una frivolidad que nos está llevando a Hollywood y Sarah Palin. Tampoco dudo de la genialidad de Violeta Parra con su enorme cantidad de bellas e inteligentes canciones. De todos modos, no podía dejar de ser víctima de las malas lenguas penquistas: se corría el chisme de que no había sido nunca pobre, que sólo simulaba ser una humilde mujer de pueblo y que para eso se ponía piojos plásticos en el pelo. Recuerdo cuando nuestro grupo literario liceano se reunía en una sala del viejo Centro de Bellas Artes (destruido en el terremoto del 60); ella se alojaba al fondo con sus hijos y nos echaba con viento fresco si nos asomábamos siquiera al patio del lugar y teníamos que salir a orinar al parque. 

He tenido mala suerte con los Parra, y me asaltan recuerdos lamentables como los siguientes:

(1) En la carpa de La Reina de la que era dueña Violeta se nos acabó el agua de la tetera, aunque apenas nos habíamos tomado un mate cada uno y comido una empanadita frita, pero ella nos dijo que no nos podía dar sólo el agua y teníamos que comprar todo de nuevo (unos cincuenta pesos de entonces). Aceptamos a regañadientes y le pagamos con un billete de 500. Nos trajeron el agua. Se terminó el espectáculo, apagaron las luces, y nos quedamos afuera esperando que llegara el vuelto. Nunca aparecieron. Como ya estábamos sin plata tuvimos que caminar tres millas de vuelta a la casa de mi prima en plena medianoche;

(2) Después de ver todos los abusos de Roberto, hermano de Nicanor, con la pobre negra Esther en la comedia homónima, a la salida del espectáculo él estaba con cara compungida de víctima vendiendo su texto; como yo, que ya lo tenía, no se lo compré, me quedó mirando como cordero degollado;

(3) La Isabel, sobrina de Nicanor, después de que le organizamos un recital en Nueva York retó airada al público porque le pedían canciones "de antes": "Hay que evolucionar, compañeros..., etc."  Fue una tirada larga. Puede que haya tenido razón, pero no había por qué insultar a esos chilenos a quienes no les sobraba el dinero y que habían viajado de quizás dónde a escucharla;

(4) Una vez fui a comprar empanadas chilenas en Manhattan y al entrar le cedí caballerosamente el paso a Catalina Parra, hija de Nicanor, quien se acercó al mostrador, vio que quedaban 8 empanadas y dijo: "Démelas todas". Yo, muy tímido, no le dije que me dejara siquiera una para mostrarle a mi esposa, Carmen Rita, cómo era este sabroso manjar del que tanto le había hablado;

(5) Tuve esta conversación con Nicanor en el restaurante mexicano del poeta griego Rigas Kappatos en Manhattan. Me pregunta: "¿Vio La negra Esther?" Contesto: "Sí; es lo mejor que he visto en teatro chileno en los últimos tiempos". Él me corrige: "Roberto es el mejor dramaturgo chileno actual". Yo, personalmente, creo que el mayor mérito era de Andrés Pérez, el adaptador y director, así que le contesté con sorna disimulada: "¿Yo diría de toda Latinoamérica?" Pensé que se iba a molestar, pero inflado de orgullo agregó con seriedad: "Y por qué no del mundo entero".

¡Qué combinación de talento, arrogancia y estupidez! Pero lo respeto mucho porque actuó como un purgante en la poesía chilena y me influyó mucho cuando joven para sacarme a Huidobro y a los surrealistas de encima y no haría mal a Chile un tercer Premio Nóbel de poesía para adornar su vanidoteca.

Y siguiendo en esta era de los recuerdos, yo defiendo al gran Fernando Alegría. Fuimos colegas por un semestre en Stony Brook y él viajaba desde Washington donde era agregado cultural de Allende. Invitado a una conferencia sobre Chile en Middlebury, entonces llenos de cubanos exiliados, se había fajado defendiendo al compañero presidente hasta que todos lo aislaron. Fuimos él y yo solo a cenar en un restaurante de la aldea. Muchos años después, en Bonn, nos invitó a su mesa en un tour por el Rhin y la cuba libre aguachenta que nos sirvieron se convirtió en un maravilloso trago cuando él sacó disimuladamente de un bolsillo interior una botellita de ron y la distribuyó en los vasos. Sería un ingrato si no lo defendiera.

Un sábado por la mañana tuve una experiencia muy reveladora: como el auto estaba en servicio, fui a mi acostumbrada reunión de las 10 y media a casa de mi amigo Derry usando la locomoción colectiva. Conociendo lo lerdo que son los autobuses en fin de semana, me fui con dos horas de anticipación. Después de bajarme del tren para tomar la combinación me encontré que en el paradero del bus había tres mujeres: una católica y dos pentecostales, compitiendo sobre cuál era más cristiana, pero quejándose de que hacía más de una hora que el bus no pasaba. Yo les sugerí que se pusieran a orar y las tres en coro se encomendaron a Dios y después de escasos segundos apareció el bus. ¡Gracia concedida! En seguida, tenía que bajarme en cierta avenida, y le pedí al chofer que me avisara cuando llegáramos porque iba rajado y tenía miedo de pasarme; pero el supuesto profesional no tenía idea. Un vagabundo zaparrastroso que acababa de subir me dijo: "Cuando la guagua vire a la derecha, es la primera parada". Así fue, y cuando me iba bajando, le dije sinceramente: "Gracias, amigo".

Todo fue rápido y había llegado con 55 minutos de adelanto. Pero al ver la hora en el celular, vi que había un mensaje: la reunión se había cancelado. Pero como dicen los “cristianos” todo mal es para un bien posterior. Volví al paradero para esperar el bus de vuelta. Había allí dos asientos contiguos y en uno estaba sentada una jovencita, y empezamos a conversar. Pasamos una hora y cuarenta minutos de espera, pero fueron minutos deliciosos. Nos contamos nuestras vidas; descubrimos muchos puntos en común; nos sentimos fuertemente atraídos, casi enamorados aunque muy lejos de abrigar esperanzas  debido a la enorme diferencia de edad. El regreso en bus tomó media hora más: me enteré que podía seguir en él sin tomar el tren porque pasaba a sólo seis cuadras de casa. Así pude prolongar la charla con ella que cada minuto me parecía más hermosa. Poco a poco fui descubriendo el encanto de sus 17 años y me sentí como en la Noches blancas de Dostoievsky. Me despedí con un beso en el dorso de su mano derecha, y desde la vereda contemplé su sonrisa y su mano despidiéndose. ¡Cómo entiendo a Gonzalo Rojas, y sólo le envidio su mayor atrevimiento! Creo que la melancolía es saludable. Es la voluptuosidad de lo imposible. Pienso en Petrarca que escribió una gran cantidad de poemas inolvidables dedicados a una mujer, Laura, a quien vio una sola vez saliendo de una capilla de Avignon. En mi caso es la del paradero del bus, y algunas otras que guardo en el corazón.

En Concepción había un famoso novelista y lo venerábamos. Todos mis recuerdos de Daniel Belmar son de mi mejor juventud. Primero, como asesor de nuestro grupo literario; después, como ocasional compañero de algunos recorridos por los “túneles morados”. Recuerdo especialmente una noche en que estábamos él, Nicomedes Guzmán, el novelista de “La sangre y la esperanza” y otras grandes novelas, y algunos amigos en el Metropol. Belmar contaba muerto de la risa algo que había ocurrido esa tarde. Una vecina que los vio a él y a Nicomedes trabajando en el huerto de su casa le había pedido: “Por favor, don Daniel, ¿me podría mandar a ese hombrecito para que me ayude?” El interpelado le contestó con hilarante indignación: “Señora, este hombrecito es el gran novelista chileno Nicomedes Guzmán”.  

Desde entonces el connotado novelista santiaguino que era rechoncho y realmente se parecía a la imagen que yo tenía del “roto chileno” pasó a llamarse “el hombrecito”. Al cabo de algunas horas de repetir la historia entre jolgorios y brindis, internándonos dentro de los túneles morados, Nicomedes se paró enfurecido y se fue. Daniel Belmar se quedó preocupado porque el lugar podía ser peligroso, especialmente para un borracho; pero después de cierto rato volvió a soltar la risa. Pienso que en su caso el olvido en que se lo tiene es transitorio. Cuando prevalezca un mejor sentido de nuestra historia local, su nombre se volverá a repetir y sus mejores novelas se leerán de nuevo. Sus méritos consisten en ser parte de nuestra vida; su vigencia corre de la mano de la nuestra. Conservo Los túneles morados en mi estante de libros más queridos. Concepción por los años 50 y 60 de Concepción de día era como cualquier ciudad, pero de noche se despertaba todo un mundo de personajes increíbles que me hacían sentir como en una novela de Dostoievsky o en un poema de Baudelaire. 

Concepción ha tenido pocos narradores, pero sí muchos poetas. Yo veo una larga procesión de buena poesía, desde Pablo de Rokha (visitante) hasta Gonzalo Rojas (residente) que, pese a su edad, para mí era el mejor poeta joven que teníamos. Por el camino me encuentro con Alfonso Alcalde entre los residentes y Tomás Harris entre los visitantes. El año 2001 terminé un librito, publicado por la Universidad del Bío-Bío el 2010, donde hago justicia a más de un centenar de poetas. Tal como yo, la mayor parte de ellos forma parte de una procesión de fantasmas semi-vigentes, testigos del paso de las horas, atentos a las nuevas locuras de las nuevas juventudes; tratando de recordar que nosotros también fuimos alienados y ruidosos; repasando con asombro todo ese camino que va desde Elvis Presley y los Beatles hasta Muse y Thirty Seconds to Mars.

¿Nos iremos a olvidar de todo esto? No sé, pero si llegara a tropezar con el de las dos bofetadas se va a quedar estupefacto de la que yo le voy a dar.

 


Notas:

[1] Para acceder a la primera parte de "¿Quiénes recuerdan los recuerdos?", haga clic aquí.


Lista de imágenes:

* Todas las imágenes pertenecen a la serie, Rememory, de Lindsay Victoria Lee Stripling, 2013.

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