¿Quiénes recuerdan los recuerdos? (1era parte)


Lo peor de los recuerdos es cuando sólo uno los recuerda, tanto los que se guardan con placer como los que nos despiertan rencores del pasado. Puede que el rencor se disipe con el paso de la edad. El olvido va tamizando la dureza de lo que alguna vez fue un encuentro traumático. El fondo de la memoria está recubierto de sombras que de vez en cuando oscurecen nuestros pensamientos. Un aura de perdón recubre lo que debiera arrojarnos a la venganza eterna. Pero hay algo que permanece: es lo que se aprende, lo que nos sirve de vara para medir el futuro, lo que nos defiende de caer en los mismos errores.

En mis primeros escarceos como cristiano elemental, dejé que un muchacho en la escuela me diera una bofetada. Le puse desafiante la otra mejilla que también abofeteó ante la sorpresa y escarnio de varios testigos. Todavía me duele. Yo era más fuerte que él, pero menos agresivo. Era, maldita sea, cristiano. Ahora creo en el perdón, pero no en el olvido. Es imposible olvidar todo el dinero que mis padres pusieron para asegurar mi futuro en la llamada Cooperativa Vitalicia durante mi primera infancia; toda se perdió (era sin intereses) al bajar de valor la moneda y, por último, eliminarse el peso y establecerse el escudo en Chile.

Muchos de estos recuerdos sólo los conservo yo o la persona con quien compartí la experiencia y quien, muchas veces, no se acuerda. Por allá por los años 50, fui con un amigo a ver la presentación de “Largo viaje hacia la noche”, de O’Neill por el teatro de la Universidad de Chile. El espectáculo iba a empezar a las 7 de la noche, pero se postergó porque el tren donde viajaba el conjunto desde Santiago se había atrasado. Volvimos poco antes de las nueve para conseguir buena ubicación en la sección galería del Teatro Concepción, una joya rococó construida a fines del siglo XVIII y que parecía un milagro en una ciudad industrial, terremoteada y, en lo esencial, fea, por último incendiada durante el golpe militar del 73. Tuvimos suerte porque pronto el teatro se llenó de tal manera que tuvieron que habilitar las escaleras y los pasillos. El espectáculo no se inició hasta pasadas las 11.

Los que conocen esta obra saben que, además, es de larga duración (el título ya lo “sugiere”), así que fue notable que nadie se moviera y que esperaran con conmovedora paciencia. En el reparto estaban los hermanos Duvauchelle, Héctor y Humberto, en los papeles de los hijos de la pareja central, actores originarios de Concepción. Era un orgullo local verlos apoderarse de la escena durante un extendido intervalo en el último acto donde discutían, se peleaban y terminaban increpándose arrastrándose por el suelo. Se conocía su estilo expresionista de actuación y de verdad ese modo de total control de lo que en otra circunstancia hubiera parecido exagerado, impactó como una tormenta a la muchedumbre aglutinada. 

Pocas veces he vivido un silencio similar. Se sabía que todo terminaría cuando Bélgica Castro bajara lentamente del segundo piso a reunirse con su esposo, Agustín Siré, y sus hijos, exhumando felicidad bajo los efectos de la morfina. Su discurso con el que finaliza la obra ocurrió a eso de las 3 de la mañana, pero nadie se había movido. Después de que ella recuerda sus momentos de felicidad durante su juventud, y se pregunta en estado de éxtasis: “¿Y qué pasó después? Ah, entonces me casé con Jaime y fuimos felices por un tiempo”, hubo un largo silencio general, más profundo que los anteriores, hasta que el público irrumpió en una estruendosa y larga ovación. Como algunos bares aledaños permanecían abiertos esperando una posible invasión de parte de los espectadores, mi amigo y yo decidimos bebernos nuestra primera botella de champagne. Estábamos felices y llenitos de tragedia. Lo lamentable es que yo había olvidado este último detalle: el primer champagne; mi amigo me lo recordó veinte años después.

Recuerdo una experiencia muy significativa en un restaurante de Concepción. En una mesa contigua estaba sentada una persona de mi edad. Lo acompañaba una hermosa dama. Yo estaba hablando de fútbol con un amigo, y eso parece que lo incitó a intervenir en nuestro diálogo. Al poco rato estábamos todos hablando del pasado. Él había sido cuando muchacho hincha del equipo de Chiguayante, el Caupolicán, y yo le conté que probablemente nos habríamos cruzado por entonces porque todos sus partidos de local los jugaba en el Estadio Regional de Collao, esa armazón ovalada de madera que rodeaba una cancha de césped llena de hoyos y zonas sin pasto. Allí yo iba todos los domingos por la tarde a ver los partidos en que participaba mi propio equipo, el Lord Cochrane. Le mencioné que me gustaba el color de la camiseta del Caupolicán, un azul lapislázuli y unos pantaloncitos blancos como la nieve, y empecé a nombrar jugadores de su equipo. Estábamos felices de que conociéramos algo ya olvidado, trivial, y que ya a nadie le importaba, mientras mi amigo y la esposa de mi contertulio nos miraban con paciencia.

Lo más impresionante fue rememorar ese fatídico partido en que el Caupolicán le iba ganando al Lord Cochrane por 4 a 1 lo cual lo consagraba campeón. Su tragedia, que para mí había sido gloria, fue que mi equipo logró empatarlo a 4. Allí empezó la debacle del equipo azul. Un hecho trivial del pasado revivía en toda su pasión, y el júbilo que nos llenaba descubrir que para otro ser humano en el planeta esas insignificancias alguna vez habían sido de importancia opacaba la vieja rivalidad. A veces el recuerdo es otra forma de resurrección, un acto de salvación personal. Vivimos un mundo que ya no existe y es un milagro recuperarlo parcialmente en la memoria de los otros.

Es inevitable acordarse de Gonzalo Rojas porque estamos íntimamente ligados a él, no tanto como profesor sino como inspirador nuestro en todo lo que hemos intentado en las artes creativas. Pienso que con Gonzalo Rojas nos lucimos como discípulos de un gran poeta y maestro, y que sin Gonzalo Rojas hubiésemos sido unos simples profesores universitarios. Gracias a lo que pudiéramos considerar negativo de él es que tenemos su grandeza poética que, increíblemente, llegó a ser cada vez más abismal. Es cierto que como profesor no era muy organizado y no preparaba las clases. Una vez yo lo vi partir apresurado a una clase y agarrar cualquier libro del estante para armar algún rollo basado en el índice o algunos párrafos que encontraba; pero sabía improvisar y proyectarse. Yo tengo el orgullo de haber calibrado su cepa desde que asistía a nuestras lecturas literarias en el Liceo.

Siempre me han emocionado esos terribles amores de infancia, sobre todo si se mantienen y acrecientan con la adultez y la frustración. Y no se rían: es el asunto de una gran novela: Cumbres borrascosas. Recuerdo haber sufrido mucho cuando me separaron de una prima mía por conflictos familiares; cuando descubrí que mi compañera de curso de la que estaba enamorado era mala alumna y copiaba en los exámenes; cuando le pedí muy serio a nuestro hospedador en Temuco que me regalara una de sus hijas y él aceptó, y me prometió llevármela al tren que partía de Temuco a Concepción, pero nunca aparecieron (fue una verdadera tragedia cuando el tren empezó a moverse lentamente conmigo asomado a la ventanilla). Mi primer beso en los labios fue con una bella muchachita de 11 o 12 años, pero lo empañó su hermano menor que empezó a gritar: “Van a tener un hijo”. Las peores angustias de amor las he pasado entre los 5 y 12 años. Después, bueno, como me aconsejó el experto Óscar Hahn, “un clavo saca otro clavo”.

 


* Esta es la primera parte de "¿Quiénes recuerdan los recuerdos?". La segunda parte de este escrito será publicada el próximo lunes, 13 de abril de 2015.


Lista de imágenes:

* Todas las imágenes pertenecen a la serie Failed Memory de David Szauder, 2013.


 

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