La educación religiosa de los niños

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Siempre me impresionó ese fragmento de Las buenas conciencias de Carlos Fuentes en que el niño tiene la amarga experiencia de que el Cristo tan venerado por sus feligreses y que acababa de volver de una procesión de Semana Santa más abajo del torso no era más que un palo.  “… se acerca a los pies de la imagen otra vez y le levanta el faldón. La reproducción natural termina en las rodillas cubiertas. El resto es una cruz de palo que sostiene el torno herido y los brazos abiertos”.[1]

Grave cosa es la desilusión ante las falsas ilusiones alimentadas por nuestros mayores.  En la novela, todo lo que ocurre después está marcado por esa experiencia. La misma trayectoria hacia el nada, el vacío, el nirvana puede verse en novelas de Hermann Hesse, como en Peter Camenzind, pero sobre todo en Siddhartha y en Narciso y Golmundo. Goldmundo es un muchacho brillante que ingresa a un monasterio, pero paulatinamente se va apartando del mundo religioso al que se había entregado con auténtica devoción.

Uno de los errores más lamentables es tratar a los menores de edad como si fueran estúpidos. El hecho de que sean presa fácil de ilusiones, fantasías y mitos inverosímiles, gratuitos y muchas veces absurdos hace más duro el golpe que se dan contra la realidad cuando son mayores. Entonces se enfrentan ante dos alternativas: aceptar que esas enseñanzas eran falsas y resignarse a una existencia privada de mayores expectativas como se narra en Un Dios cotidiano del argentino David Viñas. O peor, auto-convencerse de que todo eso es verdad indubitable, trocándose así en fanáticos defensores de lo indefendible.

Santa Claus, Papa Noel o el Viejito Pascual, como se llame, hace felices a los niños en su primera infancia, pero se me ocurre que hace más felices a los mayores. Llegué a romperme los sesos tratando de explicarme cómo era posible que alguien, siendo viejo, recorriera todo el mundo persiguiendo el reloj a lo largo de las veinticuatro medianoches repartiendo regalos, y, peor, en un inexplicable trineo. Además, me preguntaba por qué muchos de los juguetes decían “Fabricado en Chile”, y ninguno de ellos eran los que aparecían en la revista argentina Billiken o en las seriales de Hollywood. Yo recuerdo la terrible desilusión cuando me enteré de su inexistencia. Como mis padres no sabían que yo sabía, los dejé seguir por dos años más con esa farsa, y era un espectáculo patético ver a mi padre abrazado a sus juguetes y depositarlos bajo el árbol de Navidad. En la segunda ocasión me descubrió escondido detrás de un sillón y como yo empecé a reírme montó en inesperada cólera hasta que madre, con una sonrisa en los labios, apareció a calmarlo.

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Para qué hablar de la cigüeña. Yo quería un hermano, pero este no nacía y en cambio a nuestros vecinos esta ave los visitaba todos los años. Todavía me duele recordar que pasé varios días encaramándome en el techo de mi casa con un lazo para atrapar a la cigüeña y obligarla a depositar el bebé en mi casa. Hasta que mi madre me sorprendió y, temerosa de que me cayera, me ayudó a bajar. Pero yo no me di por vencido: cuando la vecina tuvo su próximo vástago, yo fui a su casa a exigírselo. Claro que todo eso después lo cuentan como chiste y uno tiene que tragarse las burlas.

II. Las escuelas dominicales

Quizá el problema sea que las personas más capacitadas para enseñar religión a los niños en las llamadas escuelas dominicales rehúsan hacerlo, lo que abre paso a que personas de buena voluntad pero sin la debida preparación se ofrezcan para hacerlo. Es generalmente donde se prestan como voluntarios los más fanáticos. Yo creo que jamás me enteré allí de nada excepto aprenderme algunos versículos de la Biblia de memoria y uno que otro salmo. 

Por lo menos algunos tenían sentido del humor. Recuerdo que una vez mi profesor dijo que el arcoíris que aparece después del diluvio era una señal de Jehová de que la lluvia cesaría. Agregó que todavía eso ocurre: los arcoíris siempre indican que la lluvia ha terminado. A mí me parecía recordar que varias veces seguía lloviendo después de la aparición de este fenómeno en los cielos. Se lo hice saber y él, después de pensarlo un poco, me explicó solemnemente: “Es que la que viene después es otra lluvia”.

Algunos se molestaban mucho cuando le hacíamos preguntas inconvenientes, como por ejemplo, por qué si Jehová era tan omnipotente y no había para él nada imposible se había tomado seis días para crear el mundo. La respuesta no se hizo esperar: “Es que siempre las cosas buenas van de a poco”. Leyendo después comentarios sobre el Talmud hebreo observé que los niños judíos también hacen preguntas difíciles, por ejemplo, por qué las leyes sacerdotales del Levítico prohíben el homosexualismo en los hombres, pero no en las mujeres.

¡Los diez mandamientos! Había varios que no entendíamos, como ser, el no desear la mujer del vecino. La mujer de nuestro vecino era fea y desarreglada, además de refunfuñona. No entendía por qué a mí se me prohibiera “desearla”. Y qué era eso de “fornicar”. El profesor se vio en apuros e inventó que se trataba de que los niños no debían acercarse al horno cuando la mamá estaba cocinando. ¡A quién se le ocurría que necesitáramos un mandamiento para entender que eso era peligroso!

A uno le preguntamos por qué estaba prohibido fumar cuando eso no aparecía en la Biblia. Nos explicó con mucho detalle y conocimiento del vicio, lo ridículo que era aspirar humo y echárselo a los pobrecitos pulmones; que por lo menos el vino se siente placentero cuando se bebe y pasa suavemente por la garganta y produce una sensación de alivio, gusto y alegría; pero el cigarrillo…. Esta inesperada exaltación del vino, un vicio prohibido por la iglesia bautista chilena, me recuerda otra experiencia ya mayor cuando un misionero venido de Alabama nos quiso demostrar el daño que hacía el baile. Cuando uno está bailando, nos explicó muy seriamente, con una mujer que se adhiere a nuestro costado con su aroma de hembra y con sus movimientos suaves y cadenciosos, sus labios cerca de los nuestros, es fácil caer presa de deseos dañinos y animales. Recuerdo que lo primero que hicimos nosotros fue buscar a alguna chica que nos enseñara a bailar.

 

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Lo que ninguno pudo nunca explicar fue qué era eso de la eternidad. Yo tenía pesadillas desde que leí la novela Ella (Ayesha) de H. Rider Haggard donde aparece un abismo sin fondo que los exploradores deben cruzar caminando sobre un angosto leño. La sola idea de caer y caer, estar siempre cayendo hasta el infinito sin detenerse jamás me aterraba. Mi mente sufría pensándolo como una horrible condena peor que el infierno. Eso después lo leí en las novelas de vampiros de Anne Rice donde estos seres a veces agradecen que les claven una estaca en el corazón. Entonces cómo podía explicarse que la eternidad fuera nuestra salvación y lo que más se debía desear. Afortunadamente yo tenía un padre inteligente que solucionaba todos mis problemas teológicos explicándome que eternidad era otra cosa, otra dimensión que nosotros no conocemos y que es donde todo está rodeado de Dios; en ningún caso era vivir para siempre en esta nuestra sufriente dimensión temporal.   

III: Educación

Creo que se necesita tener más respeto por la inteligencia de los niños. Yo mismo cometí el dislate de regalarle una muñeca a una niña de cinco años. La oí comentarle a su madre: “Otra muñeca más por la chita”. Me sentí muy avergonzado. Ese lenguaje ñoño que muchos usan con los niños, el hacerlos objetos de burlas, el sobreprotegerlos, son errores comunes. En las iglesias generalmente ocurre lo mismo. A veces pienso que nos educan para ateos o fanáticos, y yo comparto esa experiencia con muchos amigos míos al recordar nuestra infancia.

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Por el contrario, la genial educadora Carlota Bühler[2] insistía en que con los niños era incluso provechoso usar la técnica del sobre-aprendizaje. Que sepan que siempre hay mucho más de lo poco que pueden aprender a esa edad, que el mundo es vasto, incomprensible en toda su inmensidad y sus detalles, y que la ciencia se complementa perfectamente bien con la imaginación. Cualquier esfuerzo por entenderlo va a llevar al niño a una percepción de lo trascendente sin tener que imponerles a la fuerza una doctrina teológica. Enseñarles, por ejemplo, que el mundo empieza más allá del portón de la iglesia.

Cuando veo esas adaptaciones de la Biblia para niños o para morones, me espanto, aunque no mucho considerando hasta dónde ha llegado el mercado piadoso. Me consuelo pensando que es todavía posible combinar imaginación con inteligencia, y me acuerdo de un pastor presbiteriano que nos contó todo el Génesis bíblico en el kindergarten usando sólo una tiza y el pizarrón. Era la primera clase del día y nadie llegaba atrasado. Era un relato fascinante que muestra que todavía se les puede contar a los niños lo que en la Biblia hay de aventura y hechos maravillosos como ser el cruce del Mar Rojo mientras Jehová abría las aguas para que pasaran sin insistir en que se trata de un hecho histórico. La misma fascinación la sentí después cuando una profesora inglesa nos contó en un año escolar muchas de las obras de Shakespeare y en el siguiente, la mitología griega. Como decía un amigo mío, para saber si uno puede caminar sobre las aguas lo único que basta hacer es bajarse del bote y ver qué pasa. ¿Y la maravilla de la promesa de la resurrección? Magnífico, siempre y cuando no sea con nuestros cuerpos actuales sino, por ejemplo, con los de nuestra edad juvenil, ojalá a los 20 o 25.

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Como decía un sabio hindú, probablemente lo mejor es enseñar al niño ilusiones posibles, milagros cotidianos, maravillas reales, ficciones verosímiles, o ayudarlos a que ellos por su propia cuenta vayan descubriendo el mundo.

Notas:

[1] FCE, Letras Mexicanas, p.67.

[2] Practische kinderpsychologie. Utrecht: Bijleveld, 1962.

Lista de imágenes:

1) Foto Nuvo, Crying With Santa, ca. 1957.
2) Bitten by the Stork, ca. 1890.
3) Creepy Easter Bunny, ca. 1950.
4) Getty Images, School Prayer, ca. 1950.
5) Niño de las Escuelas Nacionales de Torrebaja (Valencia), años 1945-50.
6) Sunday School Problems, ca. 1950. 

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