Hay experiencias que se excluyen entre sí y dejan un hálito de tristeza difícil de sobrellevar. La primera fue producto de mi porfía en conocer el lugar donde Petrarca vio por primera vez a Laura. Son resabios de mi entusiasmo por recorrer los lugares donde “ocurrieron” ciertas novelas que, en algún momento, me han obsedido. Así fue como fui a Ávila para ver los extramuros donde vivía Aísha, la trágica heroína de “La gloria de don Ramiro” o la Estación Retiro en Buenos Aires donde Balder conoce a Irene en “El amor brujo” de Arlt. Ciertas ciudades, ciertos países están llenos de estas visiones que en crítica literaria llevan el elegante nombre de proxemia.
Así fue como mis primos me llevaron a Avignon. Recorrimos en automóvil las afueras siguiendo una pista equivocada sobre la localización de la capilla del convento de Saint-Claire en Avignon (Provenza) donde Francesco Petrarca tuvo la visión que lo lleva a escribir 366 poemas presumiblemente inspirados directa o indirectamente por Laura. Preguntamos en una oficina de turismo, pero la muchacha que nos atendió no tenía idea de esa capilla. Atando cabos y mirando mapas, dimos con el Teatro des Halles cuya información indicaba que estaba situado en el lugar donde antes estuvo esa capilla. Allí terminaron mis sueños de caminar por la nave hacia el altar imaginándome que Laura estaría allí discretamente sentada en un banco entregada a devotas plegarias.
Cruzamos un bello jardín y, de pronto, frente a nosotros, vimos con mezcla de júbilo y tristeza los restos de un ábside de la capilla y parte de los viejos muros. El teatro estaba cerrado pero en su fachada había una placa que recordaba el hecho. Estábamos en el sitio exacto de la leyenda: el instante en que surge la poesía y nuestro mundo moderno en las horas matinales de un viernes santo en el año 1327 en que Petrarca cuenta que vio salir de la capilla a la dama de sus sueños, la que iba a representar la excusa factual de toda una poesía que intenta traer al cuerpo de los versos todo lo divino que pueda visualizarse a través de las cosas y transformarlo en escritura. En verdad, aunque Laura no tiene corporeidad propia en el Cancionero, son los objetos y las imágenes lo que obra como espejo de su idealidad. Es como si el cuerpo de Laura fueran los poemas mismos.
Aunque muchos dudan con alguna razón de la existencia de Laura, otros la reconocen como Laura de Noves, que a la sazón era casada pese a tener sólo 17 años de edad, seis menos que el poeta. Es probable que ya haya nacido uno de los doce hijos que llegó a tener. Cuando muere durante la plaga de la peste negra de 1348, Petrarca siguió dedicándole sonetos y poemas ahora impregnados del fallecimiento de su propio hijo ilegítimo (reconocido y querido por el poeta), de amigos y de toda la humanidad que perecía alrededor suyo. Aunque se haya transformado en alegoría, ilusión, manifestación de lo más excelso que puede concebir el espíritu humano, yo creo que no es el caso preguntarse si Laura existió o no. Su dulzura angelical es la que se trasunta a través del Cancionero. No tiene corporeidad; está como implícita en esas “ciare fresche et dolci acque” (126), fuente de las “corrientes aguas puras cristalinas” de la Égloga I de Garcilaso, tal como su ausencia está presente en todo lo que él observa en Avignon y los valles del Vaucluse.
Esta experiencia contrasta con otra visión a pocos días y muchos kilómetros de distancia en la muy concurrida Catedral de Lyon.
Al mediodía la gente se aglomeraba en el atrio para ver a una pareja de novios camino al altar donde firmarían su contrato matrimonial. De pronto, de entre la muchedumbre de rostros opacos emergió una faz que acaparó de inmediato mi atención. Ella hablaba con un joven mientras sostenía un cartapacio. Nos miramos furtivamente, pero alguien la llamó y salió de la iglesia hacia la plaza. Era una de esas bellezas descendidas del septentrión, probablemente finlandesa o ucraniana, e inmediatamente pensé en Laura. Salí detrás de ella, pero la perdí de vista. Después de algunos minutos la sorprendí con la mirada inclinada hacia el pavimento, inmóvil y pensativa. Me miró sorprendida, y por unos segundos se quedó como esperando que yo dijera algo. Pero yo sólo la contemplaba sin hablar. Después, con un movimiento veloz sacó por debajo de su camisa el cartapacio, lo abrió y me lo plantó ante los ojos. Me pasó un lápiz. El documento tenía espacio para mi firma y, a la derecha, otro para llenarlo sugiriendo una aportación de dinero. El encabezamiento indicaba que el propósito del papel era ayudar a una asociación de sordomudos a la que presumiblemente pertenecía.
Conmovido, iba a firmar, pero en ese exacto momento una señora se acercó a mí y bruscamente me arrebató el lápiz y se lo devolvió a la muchacha que seguía como hipnotizándome con sus tranquilos ojos azules y su cabellera rubia un poco suelta sobre sus hombros. Otra persona me gritó: “Cuidado. No firme”. Un tercero me arrebató el cartapacio y se lo devolvió a la niña con un gesto firme e imperioso. Ella, sin embargo, continuaba mirándome con un rostro plácido, sin inmutarse, esperando mi reacción. Podría decir que hasta noté una imperceptible gratitud en su silencio. Su sonrisa parecía sólo dirigida a mí. En ese momento no existía nadie más en el mundo que ella y yo, ella tranquila, yo, sin saber qué hacer.
Le pedí disculpas, me encogí de hombros y traté de localizar a mi alrededor a mis primos para que me explicaran qué era aquello, por qué la gente me había interrumpido tan bruscamente. Cuando me volví para decirle cualquier cosa amable, se había desvanecido entre la muchedumbre. Supe que jamás la volvería a ver.
Mis primos se acercaron a mí y calmadamente me explicaron: “Son las rumanas”. “¿Gitanas?", le pregunté, porque pensé que habían dicho romas o romanas. “No, rumanas; las traen engañadas. Vienen a veces siguiendo a supuestos novios que aquí las venden a grupos organizados que las explotan cruelmente. Casi no les dan de comer; duermen en pocilgas, amontonadas unas contra otras; las tratan de alcoholizar, de hacerlas adictas a toda clase de drogas. Las amenazan si tratan de escapar, les pegan sin compasión. Siempre andan en silencio ofreciendo con una sonrisa su cartapacio en lugares concurridos para que sus victimarios puedan esconderse entre la gente, vigilarlas e intervenir en caso necesario. El obligar a firmar sosteniendo a la vez el cartapacio permite, además, que cualquiera tenga fácil acceso a los bolsillos del acosado. No son sordomudas; pretenden serlo para que no se descubra que no saben francés. Tienen orden de no comunicarse con nadie. Incluso, muchos las utilizan para reunir dinero para Al Qaeda”.
El que se quedó sordomudo fui yo. He pensado mucho en esa chica que tendría la misma edad de la Laura de Petrarca y transmitía tanta o más belleza que la del Cancionero. Pensé que en toda su desgracia y miseria si algo la protegía era sentir el efecto que producía su belleza en los demás, y aunque supiera que eso era vano e inútil no dejaría de ser un momentáneo consuelo. En suma, exhibía una dignidad que parecía sobreponerla al horrible crimen de que era objeto. Después pensé si Laura, a su manera, sufriría lo mismo, casada cuando adolescente, cargada de hijos y víctima de la peste negra.
Lamento haberle seguido el ejemplo a Petrarca y haberme inventado esa Laura, pues no podré olvidarla mientras viva. Tenía la misma edad de mi hija lo que aumentaba mi sensación de inconsolable angustia. Es como en los sueños: uno nada puede hacer cuando ya ha despertado.
En su idealización de una Laura probablemente tan imaginaria como la “mía”, dudo que Petrarca haya sospechado este lado oscuro de lo divino.
Lista de imágenes:
1. Mapa de Avignon de Braun y Hogenberg, "Civitates Orbis Terrarum II", Cosmographia, 1575.
2. Placa expuesta en la fachada del Convento Santa Clara en Avignon.
3. Wenceslas Hollar, Petrarch's Laura, after Giorgione, 1607-1677.
4. Petrarca y Laura.
5. Toma de la imagen 1.
6. El puente de Avignon, documento salvaguardado en el s. XIX por los archivos de Vaucluse.