Deconstruyendo la teoría literaria

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Entre lo más notable que recuerdo de la academia está la impresionante evolución de la teoría literaria en el siglo XX, expandiéndose de forma impredecible e indefinida hasta acabar en su propia auto-deconstrucción. Como consecuencia tuve que aprender y desaprender mi oficio de profesor varias veces hasta que decidí zambullirme en la literatura sin mirar atrás y descartar toda autoridad que no fuera la mía. 

El comienzo de todo debo retrotraerlo al kindergarten donde viví el incontaminado disfrute de los relatos del Pentateuco por el pastor presbiteriano Omar Aracena, y el extraordinario paseo narrativo durante la escuela primaria por un buen número de obras de Shakespeare narradas por nuestra adorada profesora Nora Grimsditch. Es un recorrido que reconoce muchas esquinas. Señalaré sólo algunos momentos representativos de lo que ha sido mi experiencia:

(a) No vale la pena mencionar todo el sufrimiento que significó durante gran parte de mi educación secundaria aprenderme la vida de los autores para tener que repetirla en un examen; o los argumentos de novelas que probablemente ni el profesor había leído; o la lista de diez o veinte características de escuelas o épocas literarias, o la incoherencia de leer fragmentos dispersos. El sistema alentaba la estupidez, el desprecio y el odio a las letras. Mi interés por la profesión de las letras no surgió de las clases del Liceo, sino de nuestro grupo literario bien asesorado por un carismático profesor de la Alianza Francesa, Mario Benavente Paulsen.

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(b) El paso por Concepción del crítico Ricardo Latcham fue decisivo de dos maneras. Mi profesor secundario de entonces, el mejor que tuve a ese nivel y cuya especialidad era la filosofía, don Luis Burgos Fuentes, doctorado en Alemania con una tesis sobre Ortega, nos ordenó asistir a la conferencia de Latcham en la Universidad, pero después nos pidió disculpas. Comparó la charla del erudito bibliógrafo a un acto abusivo de vaciar un tarro de basura sobre el auditorio: cientos de títulos de libros, datos bibliográficos, fechas, todo lo cual nos hizo sospechar que los estudios literarios no se diferenciaban mucho de la filatelia o la recaudación de impuestos.

Hasta el día de hoy, los excesos de la bibliografía indiscriminada me parecen traumatizantes. Por eso siempre recuerdo con cariño al profesor Joaquín Casalduero que, cuando un alumno le pidió bibliografía, respondió: “A Joaquín Casalduero no se le pide bibliografía”. Más que arrogancia española era una invitación al placer de escrutar los textos. Para descargo de Latcham, aceptó que lo entrevistáramos para la revista del Liceo. Le pedimos que enumerara las que, según él, eran las mejores obras literarias publicadas en Chile por esos años. Sin vacilar nos espetó una lista que me iba a sorprender después porque demostraba que también poseía gusto y discriminación: entre ellos vale mencionar La greda vasija, de Alberto Rubio (obra maestra de la lírica chilena); La difícil juventud, de Claudio Giaconi (cuentos que serían emblema generacional), y Jorge Díaz (nuestro más conocido dramaturgo).

Recibimos una lección de lo que un crítico podía hacer aunque no evidenciara formación teórica: distinguir lo mejor dentro de lo bueno. Por supuesto este era el impresionismo literario en sus mejores momentos (por entonces el crítico que más leía era Azorín). Semejante efecto me produciría luego en la universidad Gonzalo Rojas, un profesor nada sistemático, pero que ya admirábamos como poeta y quien nos condujo de la mano por la vasta selva lírica de la especie humana, destacando lo sublime de lo simplemente tolerable. El poder real estaba, pues, en la sensibilidad e impresión personal de personas competentes en la apreciación de los valores literarios. Hasta el día de hoy esto es lo mínimo que les pido a los críticos: que identifiquen los libros buenos y nos prevengan contra los prescindibles, cosa que por ahora consigo de parte de amigos e interlocutores virtuales.

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(c) En mis primeros años de universidad ya se había dado un paso adelante con la estilística de Spitzer y Bousoño. El poder ahora residía en el autor y se trataba de definir su ‘estilo’. La ‘desviación de la norma’ era la clave interpretativa; el único problema consistía en determinar cuál era la norma que, por lo general, terminaba alojada en la esfera puramente gramatical. El sentido reposaba en la intención del escritor, lo que nos convertía en precarios adivinos cuyas pistas estaban no sólo en los textos, sino en las entrevistas, las opiniones vertidas por aquí y por allá, o lo que alguien había oído o creído oír al autor en algún momento.  Teníamos la audacia de ser ‘intérpretes’ de los textos traduciéndolos a nuestra propia capacidad imaginativa.

(d) Dimos un paso adelante cuando, gracias a Kaiser e Ingarden entre otros, pasó el poder explicativo al narrador, al hablante lírico o sujeto, es decir, a lo que vendría a ser más bien el ‘estilo de la obra’. Llegamos a escribir artículos sobre los textos sin nombrar al autor. Claro que, desde un punto de vista táctico, el estructuralismo permitía escribir crítica sin entrar en conflicto con regímenes represivos como el de Pinochet o el ojo omnividente del Big Brother. Era, por lo demás, un gran alivio, porque estábamos libres de tener que enterarnos de nada referente al autor. Había la posibilidad, incluso, de no leer el resto de sus obras…, hasta que conocimos a Staiger con su teoría del ‘círculo hermenéutico’, y entonces debíamos estudiar toda la obra de un autor como una unidad. 

Con Goic y Ortega y Gasset, necesitamos estudiar toda la generación del autor. Más aún, con Propp, Todorov y otros, hubo que estudiar TODO el fenómeno literario como un universal concreto del cual los textos eran meras particularidades. De allí a depender de las relaciones intertextuales había sólo un paso, el que dio Kristeva siguiendo a Bajtín. El progreso parecía indefinido, sobre todo porque la dimensión semiótica se establecía como pauta de obligatoria referencia en el estudio de cualquier esfera de signos. Y en la medida en que finalmente los espacios no conscientes fueron volviendo a dominar la percepción literaria en particular y artística en general, se posibilitó de nuevo el monólogo interior crítico y el delirio.

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(e) El marxismo, para no ser menos, había dejado la teoría ortodoxa del reflejo social de Lukács, y Goldman había reducido la relación a la ‘homología’ entre texto y sociedad, lo que permitía, entre otras cosas, leer sin condena partidaria novelas como las de ciencia-ficción. La Escuela de Frankfurt, Althusser y, después, Jameson establecieron esa relación como más compleja, de enfrentamiento y contradicción dialéctica, lo cual autoriza ahora a leer cualquier cosa. Los defensores del realismo socialista encontraron consuelo y alimento espiritual en la literatura de testimonio.

(f) El método deconstructivo de Derrida no me pareció complicado ni mucho menos terrorismo intelectivo como se creyó en un principio y lo adoptamos con entusiasmo. Creo que es la manera como generalmente pensábamos hasta hace poco. En suma, podría decirse que consiste en verle las costuras a los trajes y no en destruirlos. Además nada tiene “un solo sentido" ni este es cerrado. Tal como nosotros tenemos diferentes 'yoes' según el momento, los contextos, lo que escuchamos, las diversas dimensiones espacio-temporales en que funcionamos, todos los objetos se abren a un mundo plural en que nunca (o demasiado tarde) vamos a entender el sentido de las cosas o de lo que sucede.  

El texto no queda reducido a un esqueleto a lo Greimas o a engendros de los grupos raciales, nacionales o regionales a los que pertenece el autor. Esto no es relatividad, sino que se trata de un ver los textos en constante cambio. En el curso de la lectura así como en la vida, hay momentos cruciales donde parece que lo único que queda es tomar "una" sola decisión. Sartre concibe esto como algo angustioso, pero propone como solución un acto que me parece forzado: "compromiso". El esfuerzo deconstructivo demuestra la falacia de estos compromisos convirtiéndolos en juegos o simulacros. Se trata de entender las cosas en su funcionamiento real que es variado y fluctuante.

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Antes se estudiaban los objetos y los fenómenos atendiendo a sus partes constituyentes (análisis formal que yo llamaría, "destructivo") o atendiendo a su semejanza con otros objetos o fenómenos (identidad de estructura o pertenencia a especies o géneros, es decir, por “analogía”). Ocurre que los textos dependen de la lectura, lo que supone un mundo abierto, en constante flujo: nacen, crecen, mueren, vuelven a nacer y así sucesivamente. Esto no implica que el sentido sea relativo. Es peor que eso. Lo que sucede es que esos sentidos son cambiantes y difíciles si no imposibles de formalizar como plantea Chomsky a propósito del método pragmático derivado del esquema de comunicación de Jakobson y desarrollado a partir de Kerbrat-Orecchione.

Los conceptos (que Derrida llama "presencias" o 'pre-esencias') como el bien, el mal, lo femenino, lo masculino, belleza, fealdad, divinidad, demoníaco, amo, esclavo, verdad, error, etc., tienen validez puramente abstracta, son una especie de “branding”; la autoridad aristotélica nos marca a fuego. Lo abstracto no es lo que “existe”; lo que existe son infinitos puntos medios entre estos conceptos que hasta ahora se han contrapuesto y sostenido como llave maestra para entender su cuadriculado mundo ("Dios o Satán”, algo muy conveniente porque podemos echarle la culpa a Satán de las fechorías nuestras).

Pottier, luego, nos enseña que cada frase puede tener innumerables sentidos virtuales, y Austin (como San Pablo), que la letra carece de inocencia. En la teoría de la recepción de Jauss, un libro está sujeto al tiempo, va completando y cambiando su sentido durante la lectura y, por supuesto, en lecturas sucesivas o en diferentes lectores. Hasta el propio autor puede descubrir sentidos inesperados en lo que escribió. Nunca lo que releemos es el mismo libro. El deconstruccionismo es saber leer debajo de o entrelíneas (como Keny Arkana en “El quinto sol”) aunque choquemos con la opacidad del texto; es darse cuenta cuándo un político está mintiendo, cuando un creyente nos está espetando su dogmatismo en el cual realmente no cree, aunque quizás cree que cree.  Es como el amor que se regenera transformándose. Es la sociedad que rechaza los fáciles extremos y se opone a la aceptación ciega de lo que se nos ha enseñado. 

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(g) Los modelos estructuralistas sirvieron por lo menos para catalogar y clasificar, pero pronto la atención se iba a desplazar a los márgenes de las estructuras básicas; desde Said y Spivak se volvió en forma más o menos desmedrada a múltiples centros precarios en la forma de cánones subalternos, los que llegaron a hacerse igualmente despóticos en los años 90. Los límites de lo literario se desbordaron. La oposición élite-masa se disgregó en una pluralidad de élites para las cuales había libertad de acceso, y en masas amorfas en la que vertiginosamente podíamos disolvernos. Ahora podemos ser poetas o críticos sin que ninguna universidad nos titule; el periodismo ha desplazado a la academia como autoridad (probablemente con mérito). Los nichos literarios se hicieron tan extensos que han dado paso al desarrollo de innumerables formas artísticas y a un ominoso fárrago: antes publicábamos modestos artículos, ahora publicamos “books”. 

La ilusión de que Occidente abarcaba al mundo entero terminó en la evidencia de que el mundo entero ha sobrepasado a Occidente. Sectores raciales o sexuales antes marginados por la academia se integraron a ella. Surgen otras “pre-sencias” por ahora necesariamente desafiantes: lo femenino, lo homosexual, lo infantil, lo negro, lo oriental, lo indígena, lo popular, lo anciano, etc., etc., y los que no cabemos en clases (los “raros”, como escribió Darío) nos plegamos con humildad. Es una probable fase necesaria de un “crisis de crecimiento” del ser humano antes de legitimar y aceptar todas las formas, colores, tipos, contexturas físicas, sexos, edades…

Lejos están las grandes avenidas después del último Armagedón. Las barbaridades de la inteligencia, el estado general de la cultura de post-guerra han permitido que nosotros, los cautivos de la catedral de “El ángel exterminador” de Buñuel, salgamos a la intemperie; permite que los afortunados sobrevivientes de aquel mundo asumamos nuestra modesta capilla donde podemos oficiar a gusto. Aunque siempre habrá quien nos condene, no faltará un alma que comulgue con nosotros.

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Lista de imágenes:

1. Detalle intervenido la publicidad del filme The Blob, 1959.
2. Detalle intervenido del afiche del filme Vertigo, 1958.
3. Detalle intervenido del afiche del filme The Evil Of Frankenstein, 1964.
4. Detalle intervenido del afiche del filme The Exorcist, 1973.
5. Detalle intervenido del afiche del filme Attack Of The 50 Foot Woman, 1958.
6. Detalle intervenido del afiche del filme The Brain Eaters, 1958.
7. Detalle intervenido del afiche del filme El Ángel Exterminador, 1962.

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