Un debate que me sorprende en Facebook es el que se refiere a qué debemos comer. Es notorio el apasionamiento con que se pontifica en todas direcciones. Me siento culpable de no poder satisfacer todos los dictados, y cualquier cosa que escriba por ese medio inevitablemente va a resultar en una violenta diatriba en mi contra o una humilde retirada de mi parte. Consulté con mi doctora sobre este asunto y ella me dijo: “Si a su edad usted no sabe qué debe comer, no lo va a saber nunca”.
No es broma. Muchas religiones, denominaciones, sectas y organizaciones por el estilo utilizan toda clase de prohibiciones para retener a sus miembros, especialmente comida, y, de esta manera, hacerles difícil compartir la mesa con los que no pertenecen a su grupo. Le pregunté a un rabino cuál era el motivo de que sus tradiciones se conservaran sin cambios por milenios. Me respondió: “Es que siempre comemos juntos”. La comida puede ser un vehículo de comunión, pero sólo entre los afiliados. Aunque hay otras formas de control, la más común tiene que ver con la ingestión de alimentos.
Algunas religiones orientales son estrictamente vegetarianas, incluyendo en su sistema de vetos productos animales como la leche, los huevos y la miel. Otras no comen vida animal, pero no se privan de nada vegetal. Otros sólo comen frutas, semillas, raíces, legumbre, y a veces leche, huevos y miel, porque así no destruyen vida ni animal ni vegetal. Por ejemplo, la lechuga estaría prohibida, pero no las zanahorias.
Cabría protestar que en estos casos ya en la semilla de una manzana está el manzano, o que en la raíz ya está la planta o el árbol, como indudablemente no faltaría un fundamentalista que lo hiciera notar. Prueba de esto sería la comparación del reino de Dios con una semilla de mostaza: si esto ya fuera vida, estarían vedadas y consumirlas sería atentar contra la existencia misma de ese reino.
Bebidas favoritas para prohibir son los licores y los vinos en todas sus variaciones. Hay razones de salud en todo esto. Los mormones se abstienen de bebidas como el café, el té o la Coca Cola (yerba mate si son argentinos) a menos que estén descafeinadas (las bebidas).
Sobre comer serpientes y reptiles nunca me lo prohibieron en ninguna iglesia a la que me haya asomado, pero es algo que ningún judío ortodoxo o conservador aceptaría, ni siquiera en la forma de anguilas o congrios. Más interesantes son quienes defienden la comida cruda frente a la cocida, en un directo desafío a las teorías de Levi-Strauss.
Un pastor se quejaba de que ya no sabía de qué predicar a sus feligreses sin herir susceptibilidades alimenticias. Entonces le recomendaron que no correría ningún riesgo si predicaba contra el canibalismo: ya nadie lo practica puesto que estamos de acuerdo que no es bueno devorarnos los unos a los otros. Y a este propósito vale notar un prejuicio muy generalizado en contra del cerdo. La pasión ibérica por los cochinillos puede haber sido alentada por el afán de distinguirse de judíos o árabes, e identificarse como cristianos, y no sé si eso valdría para germanos o chinos.
Pero hay algo más en el caso del Caribe como me explicó un famoso antropólogo puertorriqueño (me pidió que no lo nombrara) en amenas y largas charlas en la Casa Cubuy paseándonos buscando cemíes en la ladera sur del Yunque. Dijo que, entre otras cosas, el canibalismo en el Caribe había degenerado cuando empezaron a raptar mujeres para criarlas, preñarlas y devorar sus hijos recién nacidos. De este modo, claro está, fueron reduciendo sus posibilidades de descendencia y pronto hubieran enfrentado su extinción si no hubieran los españoles traído a América el cerdo; entonces cambiaron su horrible preferencia por la muy sana y católica del tierno lechón.
Esto de la identidad culinaria es importante en los niños. Una de las primeras formas de diferenciarse de los demás es no comer algo. Yo era el que no comía melones y, después, coliflores. Más sensato fue mi hijo que le respondió a un mozo de restaurante que le preguntó por qué no le gustaban los pollos: “Sí, me gustan, por eso no me los como”.
Lo curioso es que si existe algo indispensable que debe ingerir el hombre no es ni vegetal ni animal, sino mineral: el agua y la sal, sin olvidar el aire. La sal es la única manera que muchas civilizaciones tienen para ingerir el yodo, mineral que ya está ampliamente probado que contribuye a la especial inteligencia de que (presumiblemente) nos ha dotado la naturaleza. La paleontóloga Elaine Morgan llega a proponer la muy plausible teoría de que los seres humanos son productos de un encierro evolucionario en los territorios de Somalia y Djibouti cuando estos eran islas, y nuestros predecesores fueron obligados a privilegiar el alimento marino que, por supuesto, contiene abundante yodo.[1]
Afortunadamente no hay guerras importantes por las papas (pese a los irlandeses) o los pollos, pero sí por el agua, problema que está en la base de muchas disensiones en el Cercano Oriente y, recientemente, entre China y Vietnam por el uso de las aguas del Mekong. En Los ríos profundos del peruano José María Arguedas asistimos a un levantamiento popular por el acaparamiento de la sal.
Para los cristianos, los sacramentos que los ayudan a ejercer una vida espiritual pueden ser siete, dos o sólo uno: el sacrificio de Jesucristo como fuente de divinidad.[2] La simple verdad es que todos los sacramentos derivan de esa gracia que es la presencia literal, real o simbólica de Jesús (o el Espíritu Santo). De modo que es natural que una buena mesa cristiana deba tener los elementos que bendijo Cristo en la última cena: pan y vino.
La tradición de la mesa de comunión precede al Jesús histórico. Mientras desde los tiempos de Melquisedec y Abraham los elementos fundamentales a compartir eran el pan y el vino, los hebreos tomaron de los griegos la tradición del banquete que implicaba el uso de una mesa. Pronto esta mesa se convertiría en altar.
Mientras los hebreos celebraban la cena llamada seder como parte fundamental de la Pascua, los cristianos la transformaron en lo que sería la Eucaristía, tradición que se conserva entre los católicos en todas sus formas. Así la forma más sagrada del amor y el linaje divino se materializa en la comunión de los elementos, pan y vino, aunque también en otras formas de compartir comida en hermandad.[3]
El sentido de la comunión (vertical, si es con un ser supremo, u horizontal, si es con otros seres humanos) va más allá de un mero ritual.
A lo largo de mi vida he participado de muchas instancias de ágape consistentes en compartir alimentos: el almuerzo y cena familiares durante mi infancia y juventud; las celebraciones con compañeros de universidad, y, después, con mis colegas, éstas más opulentas que las anteriores aunque menos festivas; el gozo comunal de la cocina chilena entre los que vivimos en parajes remotos; la primera cena con la que sería mi esposa y que recordamos todos los años; las cenas de acción de gracia con o sin guajolote; los cumpleaños; las carnestolendas; las navidades; las fiestas patrias; etc.
A través de la historia, todas las fiestas o conmemoraciones se han asociado al consumo de alimentos, y esto es especialmente notorio entre judíos y cristianos, sean ortodoxos, conservadores o liberales.
La excepción son aquellas religiones que celebran sus días sacros ayunando. Para los cristianos (por lo menos para los que leen la Biblia) el compartir la comida está en la esencia del ayuno ritual. El ayuno no consiste en un mero ejercicio espiritual o en una especie de huelga de hambre para forzar a Dios a hacer nuestra voluntad. El profeta Isaías (capítulo 58) define el ayuno como la supresión de nuestra gula durante ciertos días, no con el propósito de ahorrar dinero, sino para dar lo que no comemos a quienes lo necesitan Me sospecho que esto es una novedad para muchos.[4]
La necesidad de alimentos es algo que, según A. Brillat-Savarin, permea todas las fases de la evolución vegetal y animal.[5] Se relaciona directamente con la necesidad de supervivencia, crecimiento y multiplicación de la especie. Es esencial que reconozcamos en esta condición de nuestra existencia una dimensión cósmica. No se puede dejar de reconocer que cuando comemos estamos consumiendo el mundo material, seamos vegans, vegetarianos, pescetarianos, omnívoros o cualquier otra cosa. No hemos llegado a una etapa de la evolución en que sea posible otra alternativa.
Pero al lado de esto, en nuestra joven humanidad se ha dado a través de los siglos un deseo de trascendencia y potencialidad divina a través de la alimentación. El ideal de algunos budistas de prescindir de todo alimento por largos períodos de tiempo es más bien un afán de negación de la vida y sus padecimientos por una limpia y aséptica paz espiritual. Esto tiene su versión práctica en Luigi Cornaro,[6] un escritor veneciano de los siglos XV y XVI que llegó a vivir casi 102 años. Entre otras cosas, recomienda como la mejor manera de mantenerse saludable y vivir por muchos años quedarse siempre con hambre.
Además, debemos recordar que lo único que no es vanidad, según el Eclesiastés (fuera del trabajo, claro está), es comer y beber: “…es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce de los beneficios de toda su labor”.[7]
La insistencia en el pan sin levadura para cruzar el desierto de Sinaí; los milagros del maná y las codornices; los sacrificios de animales, especialmente el tierno corderillo, demuestran lo esencial que es la economía nutritiva entre los israelitas como lo confirma la lista de alimentos prohibidos en Levítico. En cambio Cristo abre toda clase de posibilidades culinarias al proclamar: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que lo pueda contaminar…”[8]
El acto de partir el pan representa uno de los más preciados y universales momentos de una verdadera comunión. Aunque hoy en día se compra el pan ya partido en rebanadas se conserva un remedo de sacralización en el acto de ofrecerlo o de hacer circular la panera. Recordemos que, según Lucas, los discípulos reconocieron al que los acompañaba en la larga caminata a Emaús, sólo cuando partió el pan.[9]
La sensación que toda comunión produce en los participantes ha sido generalmente definida como ágape el cual consiste en una diferente forma de amor que el eros, comunión esta última en que generalmente intervienen solo dos personas. A través de este sentimiento de ágape algo sagrado parece transmutarnos. Naturalmente, las religiones han ritualizado de diversas maneras esta forma de amor, pero las cristianas han privilegiado la presencia de una mesa y la noción de un banquete. El banquete se transforma en una legítima forma de hermandad en que los individuos no se disuelven en la pegajosa maraña del grupo.
Finalmente, dos formas ritualistas comunes en nuestro tiempo nos llaman la atención: la eucaristía y el seder pascual. En la eucaristía se comparte el vino y el pan, el pan solo o una simple oblea. Este rito tiene por lo menos dos fuentes: el milagro de la multiplicación del pan y los peces y la última cena en el aposento alto.
El seder pascual judío adopta diferentes formas en algunas denominaciones cristianas. La forma seglar equivalente en Estados Unidos y otros territorios bajo su influencia es la cena de acción de gracia a fines de noviembre. La forma cristianizada del seder que yo conozco se desarrolla, al igual que la judía, a través de cuatro copas sucesivas:
1. La copa de la conmemoración: los judíos recuerdan el éxodo y los cristianos recuerdan los suyos propios;
2. La copa de las expectativas donde cada uno expresa sus deseos y sueños concernientes a su futuro y al de los demás;
3. La copa de la redención que hubiera debido ser bebida por el Mesías o su anunciador, Elías, y que, en su ausencia, los judíos dejan sin tocar. Para los cristianos, en cambio, el Mesías llegó y todos sus discípulos fueron invitados por él a beberla: “Bebed de ella todos”.[10]
4. La cuarta copa es la de la redención donde los judíos celebran la promesa y el mundo por venir, y los cristianos anticipan el milagro de la resurrección, tanto la de Cristo como la de ellos mismos.
Y, como es de esperar, sobre qué se escancia en las copas hay un apasionado debate. Lo mismo en cuanto al orden de las copas. En cuestiones de religión, nutrición o sexualidad, lo políticamente correcto es el silencio.
Notas:
[1] Elaine Morgan, The Aquatic Ape Hypothesis (Londres: Souvenir, 1997).
[2] See Eberhard Jüngel, “The sacrifice of Jesus Christ as a sacrament and example” (Theological Essays II (Edinburgh: T&T Clark, 1995), 163-190.
[3] Entre los muchos libros que se han escrito sobre estos temas, especialmente el sentido de la comunión, resalta en mi opinión el de Emil Brunner, The Misunderstanding of the Church (Lutterworth, 2002; 1ª.ed.: 1952).
[4] Sobre el ayuno y otros temas relacionados con el carácter sagrado de las celebraciones rituales en la Edad Media, ver Carolyne Walker Bynum, Holy Feast and Holy Fast. The Religious Significance of Food for Medieval Women (U of California Press: 1987, especialmente el capítulo 2: “Fast and Feast: The Historical Background”, 31-69.
[5] A. Brillat-Savarin inicia su Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendente (cito por la edición de Madrid; Aguilar, 1987) con 20 aforismos de los que cito los primeros cuatro: I. El universo existe por la vida, y todo lo que vive se nutre. II. Los animales pastan; el hombre come; sólo hombre de talento sabe comer. III. El El destino de las naciones depende del modo en que se nutren. IV. Dime lo que comes y te diré lo que eres.
[6] Alvise Luigi Cornaro (1467-1566), Discorsi de la Vita Sobria (traducción al inglés: Discourses on the Sober Life. Montana: Kessinger, s/f. Facsímil de una edición de 1833.
[7] Eclesiastés 3:13.
[8] Marcos 7:15. Ver también la lista de exquisiteces animales con que sueña Pedro en Hechos 10:12.
[9] Lucas 24:30-31.
[10] Mateo 26:27.
Lista de imágenes:
1. Bodegón holandés siglo XVIII.
2. Bodegón holandés, ca. 1725.
3. Bodegón al estilo de los maestros holandeses. William Richardson.
4. Teresa Piacentino, Otoño Íntimo. 2008.
5. Willem Kalf, 1622-1693. Bodegón.
6. Bodegón con pastel de pavo. Peter Claesz, 1627.
7. John Baldessari, Bodegón experimental. 2001-2010.
8. Bodegón holandés. Nop Briex.
9. Bodegón holandés plástico. Richard Kuiper. 2010.
10. Floris Van Shooten (1585/88-1656). Bodegón con queso, candelabro y pipa.