Andrei Tarkovsky habla sobre sus directores favoritos

Andrei Tarkosvsky

Escuchando (y viendo) conversar a Andrei Tarkovsky, en “Viaje en el tiempo” (1983), con su guionista Tonino Guerra, y referirse con veneración a seis o siete directores de entre los que él enumera los más representativos del cine que a él le interesa, no pude menos que tomar muy en serio sus recomendaciones y empezar a revisitar todos los autores que menciona. No sólo por la sorprendente coincidencia con mi gusto personal, que aquí reconozco con humildad, sino porque en un arte tan afectado (e infectado) por la necesidad de entretener y crear espectáculos para poderse financiar y, encima, generar ganancias, la voz de un verdadero artista del cine adquiere un carácter literalmente salvador. La experiencia es educativa y de extrema riqueza. Y la lista que Tarkovsky presenta es impresionante: Dovzhenko, Bergman, Bresson, Antonioni, Parajanov.

Andrei Tarkovsky, "Viaje en el tiempo", 1983. Para activar los subtítulos, haga clic en el botón (cc), en la parte inferior izquierda de la ventana de reproducción.

Su mención de Dovzhenko me sorprende porque uno esperaría primero que hubiera destacado a directores soviéticos más conocidos. Pero al verme estimulado a volver a ver sus películas he entendido por qué.  Frente al arte exuberante y teatral de, por ejemplo, dramas históricos como “Iván el terrible” o su secuela “La conjuración de los boyardos” (Eisenstein), o la persuasiva agresividad del realismo socialista de “El fin de San Petersburgo” (Pudovkin), la simpleza de los rostros campesinos en Dovchenko, en largas tomas del paisaje rural, es transportadoramente bella. Se puede observar ya en sus películas esa predilección de Tarkovsky por tomas largas y prolijas que tratan de detener (y saborear) el tiempo presentándolo en toda su dilatada duración, más allá aún del simple tiempo real, como en el viaje a La Zona en “Stalker” o el cruce de los baños termales con una vela encendida, en “Nostalgia”.

La obra de Dovzhenko es interesante, además, si se la compara con la de otra gran directora de esa época, Leni Riefenstahl (que por cierto Tarkovsky no menciona). Si quisiéramos visualizar de una manera proxémica muchas de las diferencias entre el comunismo soviético y el nacional-socialismo germánico a través del cine, podríamos detenernos en esa obsesión por las alturas alpinas en Riefenstahl comparándolas con la serenidad de los valles y las planicies de Dovzhenko. 

Alexander Dovzhenko, "Earth", 1930.

La directora alemana nos transporta a un mundo fascinante entre las cumbres cordilleranas; el vacío y el vértigo son un riesgo que invita a asumir con heroísmo porque entre los picachos se advierte un mundo totalmente indiferente al espacio de “abajo”, el de los mortales donde nosotros resultamos seres de mísera pequeñez (recordemos esa escena en “El tercer hombre” donde Orson Welles, en su avatar fascista, observa con menosprecio esas hormigas humanas que se desplazan “abajo” en el parque de entretenimientos). 

La hubris de esta experiencia suele tener un final catastrófico, como fue donde vino a parar la monumental puesta en escena de Nuremberg en su documental “El triunfo de la voluntad” que derivó en una masacre sólo vista antes en el Diluvio Universal. Ascendiendo las montañas cubiertas de nieve, pareciera que la voluntad humana triunfa, pero el precio de este triunfo es aterrador: una tormenta o una avalancha que acaban arrastrando a los personajes. Por otro lado, los campesinos de Dovzhenko sufren, se rebelan, luchan frente a los amos y explotadores, triunfan parcialmente, se infunden un desconocido entusiasmo, pero su suerte final no es menos fatídica y tendrán que esperar por años antes de que su revolución triunfe.

Confieso, no sin vergüenza, que nunca había visto una película de Sergei Parajanov. Después de ver todo lo que de él se encuentra disponible por Netflix, puedo decir que mucho de su arte cinematográfico consiste en crear espacios maravillosos fuera de la cámara y luego fotografiarlo con el predominio sobrepuesto de tomas fijas. Sólo ocasionalmente recurre al ‘panning’. Los objetos se ordenan como en un cuadro plástico tal como los fragmentos arrastrados por el agua que vimos en La Zona, en “Stalker”. De súbito, un caballo blanco puede cruzar la escena; estandartes flamean; una paloma se detiene sobre una columna; seres humanos aparecen, gesticulan y salen del marco en arrebatos de lujuria y color. 

La cámara fija establece un límite sobre lo que somos capaces de visualizar, así que dependemos de que las cosas y los personajes se desplacen o yazgan inmóviles ante nuestro foco de visión. Eso se logra con una brillantez formal que es una verdadera delicia contemplar una y otra vez. La música vernacular de Ucrania o Georgia le confiere tonalidades extrañamente legendarias a sus películas de una manera similar al efecto que logra la cítara de Antón Karas en “El tercer hombre”. La distribución de los espacios en profundidad o circunscritos al encuadre no impiden una visión panorámica que me ha parecido tan deslumbrante que he tratado de reproducirla en mis modestas dimensiones domésticas usando mi propia cámara imaginaria y con diversos resultados.

Sergei Parajanov, "Sayat Nova", 1968.

Son secuencias durativas que nos recuerdan a aquellos personajes buscando a Ana extraviada o desaparecida en la isla de Lisca Bianca, en “La aventura” de Antonioni, o la obsesión racional del prisionero que estudia y lleva a la práctica minuciosa y pacientemente su plan de evasión de una cárcel de la que es imposible escapar en “Un condenado a muerte se escapa”, o la lenta muerte del asno en “Al azar, Baltasar”, de Robert Bresson, directores ambos que están en la breve lista de Tarkovsky.

Todas estas morosas secuencias dan la impresión de un deslizarse hacia una puerta entreabierta que puede comunicarnos hacia otra dimensión en la cual pareciera ocultarse el secreto de toda nuestra existencia. Nada mejor para ilustrar esto que “El rostro”, de Ingmar Bergman, con esa detallada y minuciosa tortura del científico en manos del mago que así se venga de su previa humillación. O mi favorita: La escena en que Karin, la protagonista de “A través de un vidrio oscuro” de Bergman, se deja atraer por una habitación vacía en el piso superior de la casona de campo en un tour de force donde sus visiones esquizofrénicas se intensifican progresivamente.

Ingmar Bergman, "A través de un vidrio oscuro", 1961.

La imagen de la grieta en la pared o la puerta entreabierta de un clóset abren una dimensión que nos hipnotiza hasta arrastrarnos como espectadores absortos a padecer las mismas experiencias aterradoras de Karin. Los simples objetos van asumiendo una presencia irreal. Parecen cobrar una extraña vida. La grieta sugiere una dimensión numinosa, pero ambigua: no sabemos si lo que emana de su interior es algo divino, demoníaco o alucinantemente indeterminado. La intermitente y oscura sirena de un barco es el bajo continuo de esta larga escena. La esquizofrenia abre un espacio trascendente sin inocencia y sin salida, y lo que de allí pudiera surgir no sería más que una divinidad terrible como ocurre en la película: un helicóptero descendiendo como un ángel exterminador, transfigurándose en horrorosa araña. 

Es bueno dejarse guiar en el mundo de la cultura por la gente que uno admira. Se crea un grado de familiaridad y de time-binding muy necesario en un mundo donde sólo se nos quiere entretener, ofrecer espectáculos, en último término, usarnos por un rato y, por último, abandonarnos. El vínculo en el tiempo y el espacio que de esta manera se crea puede que sea la perfecta definición de la experiencia religiosa.

Lista de imágenes:

1. Fotógrafx desconocidx, Andrei Tarkosvsky, tiempo y cine.
2. Fotograma de "El triunfo de la libertad" de Leni Riefenstahl, filmado en el Luitpold Arena durante una concentración en 1935. 

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