Volubilidades en la percepción del tono musical

 

Siempre me he preguntado por qué la Primera Sinfonía de Schumann lleva el apodo de “Primavera”. Es cierto que por ahí hay algunos arpegios que podrían sugerir un trino de pájaros. A mí personalmente me parece una composición soberanamente triste.  Puede ser que esto sea por asociaciones que se grabaron en mi memoria desde la primera vez que la escuché, y esto debería llevarnos necesariamente a considerar, dentro de la cuestión tonal, la importancia de la situación pragmática de recepción. El caso es que esa experiencia inicial hace tiempo que se ha disipado, pero aún la sinfonía me envuelve en una hermosa nube de profunda melancolía. ¿Será que la primavera puede ser triste?

No hay duda del carácter trágico del final de “Tristán e Isolda” de Wagner. Pero, como en toda tragedia, hay cierta voluptuosidad en la inminencia de la muerte (o el suicidio), quizás en la forma en que Sabina Spielrein lo describió: la plenitud del proceso amoroso sólo puede darse como mutua destrucción. Freud desarrolló este concepto en el principio de Thanatos. Es una rara sensación de beatitud, “supremo deleite” en que todo se olvida y tras el cual ya no importa seguir viviendo. Isolda recibe la “muerte de amor” como una bendición y en glorioso éxtasis, una entrega en “el infinito hálito del alma universal”. ¿Cómo la recibimos nosotros que asistimos al espectáculo de su inmolación? Supongo que la recepción ideal sería una total inmersión en el canto de Isolda, un real sentir de esas “dulces fragancias” que nos invitan. Desde luego, el grado tonal en que esto sucede varía si la soprano es Kirsten Flagstad o Birgit Nilsson, o si el director es Daniel Barenboim o Fabio Luisi entre muchas otras posibles variantes.

 

Y hablando de tragedia, recuerdo la primera vez que vi “Largo viaje hacia la noche”, de Eugene O’Neill. (“Y entonces ¿que sucedió? Ah, conocí a James y fui feliz por un tiempo”). Nos fuimos con un amigo a las 3 de la mañana (la función había empezado tarde) a celebrar bebiendo por primera vez champagne y “llenitos de tragedia”. No faltó, sin embargo, otros que vieron el final como justo castigo de los vicios de los personajes y que esto también les diera la oportunidad de celebrar. Es claro que la situación pragmática de evaluación y disfrute artístico varía mucho cuando se interponen esos implacables intrusos: ideología, visión de mundo y prejuicios.

 

Muy elocuente de esta volubilidad del tono es mi experiencia personal con “Gracias a la vida” de Violeta Parra. Corría el año 1966 y fuimos a verla en su carpa en La Reina. En la carpa cabrían unas 500 personas, pero sólo había ocho: nosotros cuatro más unos turistas mexicanos. Cuando terminó de cantar la susodicha canción con una pena que le caía a mares de su voz, su guitarra y su mirada, uno de los mexicanos, algo bebido, se paró a protestar. Dijo que no había venido a la carpa a ponerse triste y que los mexicanos “no éramos así”, que no sabía qué le pasaba a los chilenos que no disfrutaban de la vida. Violeta, humildemente, le dijo: “Pues perdone, caballero; ahora le toco una que lo va a poner contento”, y empezó a cantar ésa del sacristán: “Cómo me gusta / el sacristán, / toca la campanilla / tilín tilín / tilín tilán”.

La única intérprete que, según mi limitada experiencia como receptor, ha visto este lado trágico de “Gracias a la vida”, su austeridad de réquiem, su carácter de adiós a la existencia (pocos meses después Violeta se iba a suicidar) es Nydia Caro. Al conversar con ella en la recepción después del acto en la Catedral de San Juan donde había cantado con dulce melancolía, me confirmó su visión, y entonces yo le conté cómo la había escuchado por primera vez en la voz de la autora misma. No niego que es también una bella canción cuando se canta con arrogancia, como Rafael, o con tono asertivo, como Mercedes Sosa. Y, por supuesto, nuestra recepción puede variar considerablemente cada vez que la escuchamos (o cantamos).

Cuántos himnos, tanto nacionales como religiosos o de batalla, suelen describir una realidad ilusoria, que sólo se puede aceptar con una fe indomable. Los que no alcanzamos a ser arrebatados por ese hubris no podemos sino escucharlos con respetuosa compasión: la Internacional, Deutschland Über Alles, “Hay un mundo feliz más allá”, “In the sweet bye-and-bye” e infinidad de otras. El “Imagine” de John Lennon nos eleva el espíritu y alimenta la esperanza, pero puede ser tristísimo pues, sencillamente, se postula sólo como imaginación. A veces pienso que es más alentador el “Let It Be” de Paul McCartney.

 

Es cierto que la situación pragmática, en lo que atañe al receptor de una obra musical, puede ser clave. La interpretación que le da a una determinada pieza un cantante o un conductor, ya hemos visto, puede ser decisiva. Pienso en dos versiones muy diferentes que he escuchado de la famosa Escena de Locura en “Lucía de Lammermoor”. Nathalie Dessay giraba sobre sí misma, se movía como una verdadera enajenada, su mirada era de sublime extravío y por los giros a veces improvisados me hacía temer que realmente se había vuelto loca y fuera a caerse del escenario. Su visión de la locura era dionisíaca acentuada por un nervioso timbre de voz que provocaba una vertiginosa sensación de fascinante espanto. En cambio, Anna Netrebko descendió la grandiosa escalera con parsimonia, así como alucinada, como extraviada en mundo distante, en éxtasis, impregnada de dulzura, dándole a su locura una dimensión apolínea en la que nosotros dejábamos de ser meros espectadores. 

 

En cuanto a los directores, las decisiones tonales son fundamentales. Me cuesta disfrutar plenamente de las sinfonías de Bruckner si no están dirigidas con un tono de arrebato místico como lo conseguía ejemplarmente Sergiu Celibidache y antes de él Wilhelm Furtwängler. Hay directores que pueden llevar la partitura a una perfecta realización, pero sabemos que la perfección no es suficiente. El Anillo que más me ha conmovido fue en el Beacon Theatre en Manhattan por una Orquesta de Boston provista de una muy pequeña orquesta y una simplísima escenografía (pero, claro, excelentes cantantes). Interpretar obras como El Mesías de Haendel o el Réquiem de Fauré con pulcritud académica puede ser fatal.

Las he vivido con la frialdad contemplativa que esas interpretaciones se merecen. La vieja versión de Thomas Beecham, con cantantes que no se desgañitan, ha sido, felizmente, restaurada en dos flamantes CD’s. Atesoro un viejo LP de ese Réquiem dirigido por André Cluyttens con solistas que no he vuelto a escuchar nunca más, pero que es el que más me remonta hasta el dolor plácido de la muerte y la beatitud de una resurrección in paradisum. Uno de mis sueños más acariciados, mas aparentemente imposible, sería escuchar la Oda a la Alegría (Novena Sinfonía de Beethoven) con un coro de no más de veinticinco cantantes y una orquesta reducida.

 

Como bien lo escribió Rilke en su primera elegía de Duino, debajo de todo esto hay una cósmica “vibración” que “nos reconforta” y que parece reproducir la vibración del universo. Es como una “ondulación de blandas brisas” (Isolda). Como tal, permanece como un profundo misterio, y a la postre no tiene importancia si esa vibración es alegre o triste. Sólo sabemos que no debe ser neutra. 

Un pastor o sacerdote puede decirnos que el tono del canto de los coquíes en la noche es un canto de alabanza a la creación. Pero, a lo mejor es un modo de sobrellevar la oscuridad, una súplica cósmica, una proclamación del dolor universal. Porque, como cantó César Vallejo, Dios puede sentirse satisfecho de su creación, pero también infinitamente triste.

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