“Con el primer tiro le quitó la vida y con el segundo se quitó la propia”.[1] De esta forma termina el brevísimo resumen que hiciera la columnista y bloguera Grace Robiou acerca de un incidente fatal de violencia de género, acontecido en julio de 2014 frente a un local comercial en San Juan. La autora, quien presenció el evento junto a familiares, cierra su síntesis de forma apresurada puesto que “de más está hacerles un recuento en detalle de lo vivido. Cualquier película violenta, [...] les brinda una descripción fiel de lo sucedido”. Robiou procede entonces a ofrecer los detalles de los sentimientos que ella experimentó, como testigo, al presenciar la matanza:
Es ese instante de silencio lo que más impresiona. Son segundos en que se palpa el terror y se entiende sin sospechas que somos fichas en un juego de azar. Igual pudo el asesino quitarse la vida frente al local, que entrar y comenzar a asesinarnos hasta quedarse sin balas.
La autora se despide de su público lector, disculpándose por sus aparentes fallas como cronista: “[l]o siento, no sé qué más decir sobre lo vivido”. Es una despedida genuinamente extraña, puesto que Robiou, en su escrito, dice muy poco acerca de la experiencia misma —al menos acerca de lo que le pasó a la mujer y al hombre que protagonizaron el evento. (Fuera de que ambos murieron a manos del hombre, expareja de la mujer y contra quien pesaba una orden de protección). Sin embargo, más pesaba en el ánimo de la autora la mala suerte de haber coincidido en tiempo y espacio con el hombre que se tiró a la calle a matar a una mujer, a tal punto que el detalle de sus muertes no es más que el pie forzado que utiliza la autora para detallar los sinsabores de su tan precaria sobrevivencia: “se entiende sin sospechas que somos fichas en un juego de azar”.
Acerca de la sobrevivencia Derrida nos dejó dicho en su última entrevista lo siguiente: “To survive, in the usual sense of the word, is to continue to live, but also to live after death”.[2] Desde Derrida, y a propósito de las y los testigos de muertes violentas, podríamos decir que quien atestigua la muerte de otro es ante todo un sobreviviente, que a partir del evento presenciado y sin quererlo, se convierte en portavoz del occiso. Acerca del testigo como portavoz Rancière plantea:
It is not the content of his testimony that matters, but the fact that his words are those of someone which the intolerability of the event to be recounted deprives of the possibility of speaking; it is the fact that he speaks only because he is obliged to be the voice of another.[3]
Atestiguar y ofrecer testimonio, desde Rancière y Derrida, se presentan entonces como la apertura de una relación ética sui generis —yo que no tuve nada que ver con el deceso de otro, cuento su muerte desde mi ver— y por ende, abro un espacio discursivo para la reflexión en torno a las conexiones inevitables entre unos y otros, muertos y sobrevivientes. Podríamos entonces decir que ofrecer testimonio del evento que imposibilitará para siempre que otro hable por sí mismo, está menos relacionado con dar fe acerca de lo visto —en el contexto de un proceso judicial, por ejemplo— que con ser fiel a la muerte que uno, sin haberlo escogido, sobrevive. Dar testimonio es ante todo hablar de y desde una relación que comenzará a ser imaginada en el momento preciso en que la misma se torna imposible en vida. Es, en esencia, deberse a quienes jamás podrían devolvernos el favor.
Esto trae a memoria lo planteado por Leslie Jamison en torno a la empatía: “Empathy isn’t just something that happens to us—a meteor shower of synapses firing across the brain—it’s also a choice we make to pay attention, to extend ourselves”.[4] Quien ofrece testimonio de la muerte de otro opta por articular un discurso intervenido, afectado por quien ya no está. Se sobre-extiende en tanto sus interlocutores no son escogidos por él o por ella, sino que responden al imperativo de esa intervención “fantasmal”, si se quiere, del muerto que lo motiva a hablar. Podríamos, de hecho, pensar en los testimonios como discursos poseídos cuyo valor ético-político no recae tanto en su uso probatorio —en cuán confiables resultan su cómo, su cuándo, y su dónde—, sino en su capacidad de comunicar una experiencia del otro. Aquí convendría repasar brevemente el ensayo “Un ahorcamiento” de Orwell, donde el autor, entonces oficial del imperio británico en Birmania, describe cómo, camino a la horca, el condenado a morir —un hombre hindú— evita pisar un charco:
It is curious, but till that moment I had never realized what it means to destroy a healthy, conscious man. When I saw the prisoner step aside to avoid the puddle, I saw the mystery, the unspeakable wrongness, of cutting a life short when it is in full tide. This man was not dying, he was alive just as we were alive. All the organs of his body were working—bowels digesting food, skin renewing itself, nails growing, tissues forming—all toiling away in solemn foolery. His nails would still be growing when he stood on the drop, when he was falling through the air with a tenth of a second to live. His eyes saw the yellow gravel and the grey walls, and his brain still remembered, foresaw, reasoned—reasoned even about puddles. He and we were a party of men walking together, seeing, hearing, feeling, understanding the same world; and in two minutes, with a sudden snap, one of us would be gone—one mind less, one world less.[5]
Cabe señalar que Orwell jamás clasificaría como testigo propiamente, en tanto, contrario a Grace Robiou, fue partícipe activo de la muerte del hombre. Pero procedería quizá contraponer la imaginación de Orwell, como testigo cómplice, a la de Robiou como testigo de pura ocurrencia. El acto imaginativo que hace Orwell —“When I saw the prisoner step aside to avoid the puddle, I saw the mystery, the unspeakable wrongness, of cutting a life short when it is in full tide”— le permite, hasta cierto punto, trascender su parte en la ejecución del hombre. Mientras, en el caso de Robiou el acto imaginativo —“Igual pudo el asesino quitarse la vida frente al local, que entrar y comenzar a asesinarnos hasta quedarse sin balas”— borra a la víctima del panorama, para posicionarse ella como protagonista de un infortunio ajeno. Así hace del evento fatal —la pérdida real de vida de una mujer de 24 años y de su asesino— un mero punto de partida, un detalle sobre el cual no amerita profundizarse, para dar paso a especulaciones en torno a la inseguridad de quienes, como ella, nos aventuramos a salir al espacio público en el Puerto Rico contemporáneo y que —esto es lo más importante— regresamos con vida a la casa, privilegiados y afortunados, con una historia para contar.
Aquí quizás reside el poder que ejercemos los y las sobrevivientes sobre las víctimas de las diversas formas de violencia que toman lugar en nuestra sociedad: hacernos protagonistas de las muertes de los demás eliminando así la posibilidad de ofrecer un verdadero testimonio. La crónica de Robiou no es un testimonio en tanto la autora no permite espacio alguno para la reflexión en torno a la vida de la mujer y del hombre; en tanto no se deja poseer por la experiencia ajena. Su problema, entonces, no es que no supiera “que más decir sobre lo vivido”, sino que al escribir borra todo rastro de lo vivido por otros, dándolo por entendido: “Cualquier película violenta, [...] les brinda una descripción fiel de lo sucedido”. Subsecuentemente procede a bosquejar un guión para una película en extremo terrible de su propia vida: “Igual pudo el asesino quitarse la vida frente al local, que entrar y comenzar a asesinarnos hasta quedarse sin balas”. De esta forma Robiou se perfila como testigo exclusivo de su futura victimización, donde el único suceso en tiempo presente sobre el cual decide dar fe es el sentimiento de inseguridad que la invadió al presenciar la muerte de otros: “Son segundos en que se palpa el terror”. El problema, claro, es que además del terror había otros dos cuerpos para palpar y/o una historia ajena, difícil, para abordar.
Es precisamente este detalle el que no se le escapa a Orwell, cuando de manera compleja (y fríamente) articula un nosotros en ocasión de la ejecución de un hombre cualquiera. Me corrijo: serían dos. Primero, ese nosotros casi imperceptible que surge en el momento en que el condenado a la horca evita el charco: “He and we were a party of men walking together, seeing, hearing, feeling, understanding the same world”. Y segundo, ese nosotros de carácter mucho más permanente y brutal con el cual el autor cierra su texto: “We all had a drink together, native and European alike, quite amicably. The dead man was a hundred yards away”. Podríamos decir que el primer nosotros es señal de una empatía (limitadísima, es cierto) con la víctima. Mientras tanto, el segundo es, en efecto, una admisión de complicidad con los victimarios. Pero habría que recordar que Orwell, debido a su cargo, es cómplice de la ejecución desde el inicio. Como tal, sólo suponía dar fe del cómo, el cuándo y el dónde de la ejecución para efectos de récord. En ese sentido su testimonio puede leerse como una traición: comunicar la experiencia del otro que muere, deberme a él, aun siendo yo cómplice de su muerte. Se trata de un testimonio viciado —intervenido por voces y roles contradictorios. Habría pues que sospechar de Orwell, tanto como de Robiou. Pero al menos en él podemos constatar esa voluntad a prestar atención a esa vida que pronto ya no será; a dejarse poseer por la voz del otro.
Pienso que esta voluntad (orwelliana, si se quiere) no es poca cosa, puesto que en sociedades como la puertorriqueña —cuyos índices alarmantes de violencia reflejan y responden a índices obscenos de desigualdad social y económica— habría que poner en duda si realmente existen testigos de pura ocurrencia. Quizá, en lo que concierne a la muerte violenta de los demás, hay solo complicidad entre sobrevivientes. Eso, y las interminables oportunidades para conectar con un muerto, serle fiel y traicionarnos.
Notas:
* Esta es una versión de la ponencia presentada en el 3er encuentro del Instituto de Investigación Violencia y Complejidad, UPRRP.
[1] Robiou, G. (2014). “Testigos a un asesinato”.http://coalamacacoa.tumblr.com/post/91841508326/testigos-a-un-asesinato. Accesado el 14 junio de 2015.
[2] Derrida, J. (2011). Learning to live finally: The Last Interview. Melville House: New York, p. 26.
[3] Rancière, J. (2001). The Emancipated Spectator. Verso: New York, p. 91.
[4] Jamison, L. (2014). The Empathy Exams. Graywolf Press: Minneapolis, p. 23.
[5] Orwell, G. A hanging. http://www.george-orwell.org/A_Hanging/0.html. Accesado el 14 junio de 2015.
Lista de imágenes:
1. Magnus Gjoen, "Blue Jasperware Grenade", 2014.
2. Magnus Gjoen, "Hahnemuhle Photorag 308 GSM", 2013.
3. Magnus Gjoen, "The Devil Hath Power to Assume a Pleasing Shape", 2014.
4. Magnus Gjoen, "No Time to Grieve for Roses When the Forests are Burning", 2014.
5. Magnus Gjoen, "Mr & Mrs II", 2013