Historias sagradas

 

Ya llegó el mes de octubre como un karma inexorable.

En un puesto comercial, pegados a la vitrina como cartones que son, vi a la bruja con el aún nonato del 24 decembrino conversando sobre actitudes aprioristas. Entre ellos, para ser compartido, un acartonado pavo relleno de carne y gratitud molida para las tradicionales libaciones de noviembre. 

Transcurrido el tiempo, inservible la bruja y nacido con promesa el niño, huyendo con él María y José para que Herodes no lo mate antes de tiempo, aparecerán, colgando de hilos que penden de plafones también comerciales, los corazones solidarios de San Valentín. Pero el amor no podrá tanto: siempre se cumplirán el dogma consumista y el relato evangélico.

Pasará diciembre, llegarán enero y febrero. Asesinarán a los niños, se salvará Jesús y se saldrán con la suya todas las Plazas comerciales del país. La prolongada anticipación será la efemérides misma, y tan prolongadas como acrecentadas, las ganancias monetarias. El futuro será rotundo presente, la mentira será oro, la ilusión se hará mirra y la bola de cristal, incienso.

Y continuando la sacra secuencia comercial, Judas aún no habrá puesto el huevo de vender al Cristo, Pedro aún será fiel, el gallo todavía no canta y Pilatos no acaba de lavarse las manos, cuando el dominguero conejo de peluche  resucita en los estantes de farmacias y supermercados. El mensaje es claro: la crucifixión del Cristo es un fasto de gozosa abstinencia laboral y agosto de pescaderías; un evento que calendarizadamente pontifica días aprovechables para planificar un glorioso séptimo día inexistente porque aún no ha llegado; es un dulce martirio trascendental en tanto asegura la salvación de aquellos con su alma y vida en el bolsillo. Tiempo de recogimiento para la rentabilidad espiritual.

mujer

(Es cuando me descubro entre las antípodas tangenciadas de lo que fue y lo que será, una suerte de temporalidad en la que el destiempo, imperio de la especulación, es, sin yo querer ni poder evitar, consustancial a mi vida. Nunca olvidaré aquella sensación que tuve cuando viajé a los países soviéticos antes de la perestroika. Transitaba por las calles y me embargaba un sobrecogedor sentimiento de vacío. Algo faltaba. El violento contraste entre ese algo que debía estar y no estaba -según los inoculados parámetros de mi cotidiana mirada capitalista- hacía que aquellas calles y sus edificios lucieran despojados, anónimos, fantasmales. Quise desentrañar el misterio.   Y entonces el descubrimiento: era la absoluta ausencia de los abigarrados anuncios, rotulaciones e interminables escaparates plenos de mercancía; la ausencia de una existencia consumida y consumada por el frenesí de la materialidad y la competencia. Entendí entonces, absorta, solazada, y en una vivencia de íntima iluminación, la silente paz de los áureos íconos del Kremlin catedralicio).

Después de una muy fervorosa actividad durante la Semana Mayor, a la primavera que apenas comienza a saberse hembra le querrán arrebatar su virginidad las playeras bolas estivales de plástico inflable en franjas multicolor colgando de hilos donde hubo corazones.

Y cuando todavía quede un mes completo de vacaciones, estará atosigado el bulto escolar con premuras de sapiencia: aprovechar las tempraneras ventas especiales de las mega farmacias y los mega ambiciosos timbiriches y atender los informes aterradores de la temporada de huracanes y sus previsiones y provisiones para la supervivencia.

Nada como el miedo para apertrecharse de pánico, artículo de primera necesidad. Nada como el temor ante la idea de una nevera o una alacena indebidamente abastecida. Horror vacui. Y los meteorólogos graduados de internet nunca te dirán, en sus itinerantes presentaciones en los “malls”, quién es el que busca sobrevivir.

Nunca tan bien ponderado el calentamiento global.

Y regresarán septiembre y octubre y noviembre a cumplir su eterno retorno de cálculo y ansiedad. Tengo una premonición: intuyo que algún día, en esta cruzada mía de observación reflexiva, me iré de bruces a causa del empuje de una avalancha humana en un llamado Viernes Negro, que no es precisamente el Viernes Santo.

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