“Si quieres ver lo invisible,
observa con atención lo visible”
—Manuel Álvarez Bravo
Hace tiempo que vengo observando que los ejemplos más celebrados de la arquitectura contemporánea tienden, a base de la superficialidad y el narcisismo, a alejarse de algunos de los postulados humanistas que dieron vida al movimiento moderno y su desarrollo durante el siglo anterior. Tal parece que se han echado por la borda las funciones sociales, el contextualismo, y, sobre todo, los conceptos urbanísticos. Ya, resignados al hartamente citado “desparramamiento urbano”, que de “urbano” no tiene nada, ahora tenemos que acostumbrarnos también a unas feroces ansias de crear monumentos de edificios que se destaquen por su extravagancia. Preferiría pensar que detrás de esto existe algún motivo digno que me ayude a reconocer que esta tendencia no es sino la usual confrontación generacional, la cual sin duda ha rendido fruto en el pasado, pero algunas de sus características me resultan difíciles de aceptar.
Una de ellas es que este tipo de arquitectura contribuye muy poco, o nada, al urbanismo. En vez de reforzar el carácter que identifica a cada ciudad, los arquitectos están más interesados en crear hitos, apoyados por las administraciones de los ayuntamientos, para atraer más turismo o simplemente para contar con una “pieza de diseñador”. No hay nada esencialmente malo en esto, pero es fácil caer en el exceso, y del exceso es que precisamente parece tratarse esto.
Otro aspecto es la exagerada dependencia de la tecnología utilizada para diseñar estos poyectos. No tengo nada en contra de la tecnología, al contrario, pero la virtuosidad formal que esta permite es demasiado seductora y no parece haber límites más allá de aquellos relacionados a la posible construcción del diseño, construcción que por cierto resulta inmensamente onerosa en la gran mayoría de los casos.
Tal parece que se ignoran aspectos urbanos básicos como lo son el respeto por el lugar, la armonía, y el sentido de escala. Y no es que no abogue porque las ciudades tengan monumentos, pero la característica esencial del monumento es su excepción de la norma. Como van las cosas, las ciudades terminarán como las ferias mundiales y su conjunto de pabellones egocéntricos y competitivamente llamativos o como un parque temático de diversiones. Tampoco tengo nada en contra de la contemporaneidad ni pretendo que toda ciudad histórica se convierta en un museo, pero sí echo de menos la actitud colectiva.
Tiendo a creer que ni siquiera a los arquitectos que pretenden convertir en monumentos a todos sus edificios, les gustan las ciudades “modernas” donde cada edificio se encuentra lejos de su vecino, con carreteras y demasiado espacio indefinido alrededor. Lo opuesto a eso, las ciudaded tradicionales, aquellas que fueron fundadas antes de que existiera el automóvil, con sus edificios contiguos y con espacios abiertos claramente enmarcados por las fachadas de esos edificios, siguen siendo las más agradables, atractivas y memorables. Esa es una de las razones por las cuales visito el Viejo San Juan con tanta frecuencia. La otra es el resultado de esas condiciones: es sumamente fotogénica. No hay espacio perdido y la mirada pasea o brinca como si no hubiera límites a pesar de ser una extensión de terreno relativamente pequeña. Y aún así, a pesar de sus restricciones edilicias, logra, paradójicamente, mutar y evolucionar.
La fotografía de edificios tiene su historia y, en algún momento de sus vidas, fotógrafos cuyo interés principal no incluye este tema en particular, no han dejado perder la oportunidad de capturar con sus cámaras alguna estructura que les ha llamado la atención. Hay otros que se han dedicado al tema con puntos de vista particulares. El caso de Bernd y Hilla Becher es uno de los más célebres. Sus fotografías de edificios, en especial aquellos de carácter industrial, obsoletos y en peligro de extinción, ayudaron a documentar una época en particular de la Alemania de finales de los años 50 y principios de los 60. El título de su primer libro, Esculturas anónimas: una tipología de la construcción técnica, refleja su intención de concentrarse en documentar las formas funcionales de los edificios tal y como eran, sin aparentemente intentar infundirles un carácter expresivo y artístico.
Consciente de lo arriesgado que puede ser el análisis de una interpretación antropomórfica de un edificio, no puedo, sin embargo, evitar la tentación de comparar la fotografía de fachadas con la de retratos de personas cuando cada edificio de San Juan, aún dentro de las limitaciones que le impone su configuración urbana, intenta destacarse por medio de su fachada. Tampoco me parece errónea del todo tal comparación. Después de todo, cada fachada —única parte de los edificios expuesta al exterior, sobre todo en aquellos que se aprietan uno contra el otro— seguramente refleja algo de la personalidad de su dueño original: sus aspiraciones, su orgullo, su modestia o inclusive su deseo de esconder veladamente su aventajada condición social. Vistas de esta manera, las fachadas pueden adquirir un valor muy similar al de un retrato fotográfico del habitante de cada edificio y, en conjunto, el retrato colectivo de la población de la ciudad: en efecto, un retrato de familia.
Para el fotógrafo, este enfoque resulta entonces una feliz oportunidad repleta de descubrimimientos e imaginación. Ya no son puertas, ventanas, frisos, cornisas, portales, ménsulas, medallones, ánforas y balaustres lo que se fotografía, sino razgos faciales, muecas, sonrisas y miradas serenas, cándidas o enfadadas, propias de aquellos que han sido sorprendidos por un obturador inquisitivo y sin vergüenza.
* Todas las imágenes forman parte del portafolio fotográfico de Eduardo Bermúdez.