Notas para un tributo, dos

I.

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Llevo meses contando el dinero. No importa la cifra, sino el acto desorganizado que supone su constatación. Empiezo por la cuenta de ahorros; la pregunta de confirmación; la contraseña; el número que, aunque siempre vacilante, por el momento atrapo, retando a que cambie su semblante; poner a prueba su desfachatez (incitarle reducciones como las de siempre). Entonces busco el desglose de gastos a la vez que hojeo mi libreta de apuntes. Voy, con cuidado, confirmando las veces que eché gasolina y compré libros, café, cerveza y comida. Para asegurarme de que apunto fielmente todas y cada una de mis transacciones, he adoptado una compulsión divertida que, con suerte, facilitará la economía de Cristian, sujeto al futuro. 

 II.

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Justo en medio del meollo de arreglos para la fiesta, mi madre conversa con una de sus cuatro hermanas. Hablan sobre el hijo de alguien, un chamaquito quizá hasta menor que yo, quien, por obra de Dios (seguramente), engendró gemelos a la vez que mi prima de treinta y dos.

Aneyra, la homenajeada, cumple dos años y son dos los hijos de aquel; dos años repartidos entre ambos y dos las veces que me tardo en mirar cuando bajan la voz para aparentar discretas. Ese secreto que comparten se me antoja innecesario, claro, debido a mi total desconocimiento respecto al sujeto y su doble metida de pata. Pero no sonrío, sino que anticipo el momento en que mi papá llegue para comentar algo que, a su vez, me elude.

Llevo más de veinte años en su compañía y cada vez que puedo, recuerdo mi lugar en la familia; soy el más joven de veintidós primos y primas y pronto cumplo más de lo que jamás creí conveniente.

 III.

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Sobre el ahorro: Llevo años haciendo lo posible con tal de minimizar mis gastos. No es cuento nuevo, pues seguramente la crisis económica ha inspirado a muchos a tomar la decisión (atrevida, por cierto, según los modales de una familia como la mía) de hacer pública su situación monetaria (incluyendo desgloses beneficiosos para aquellos que compartimos preocupaciones similares, si no es que un Schadenfreude de esos que alimenta la lectura). No es este el caso, claro, ya que mis apuntes de gastos mensuales no logran más que provocar la risa. Sin embargo, no logro evitar pensar y escribir al respecto. A todas vistas, llevo a cabo el acto de escritura (o mera reflexión, dependiendo de cómo se me entienda) al momento de efectuar cambios en su estado. Cada marca en la libreta de apuntes contribuye de algún modo a la narrativa que construyo en torno al flujo de dinero que, semana tras semana, deposito y extraigo con tal de mantener a flote una perecedera normalidad, nutrida en parte por la lectura, el tedio y la familia que por años ha facilitado mi sustento.

 IV.

Solemos compartir a diario, por eso me consta que evade el tema. Lleva años tentando una intervención respecto a mis planes futuros. No que le desvele, pero suelo identificar en su optimismo una duda, no importa lo diminuta e inconsecuente.

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Estoy convencido de que si me atreviera abordar el tema, rompería a llorar.

***

Ya ni recuerdo la última vez que planifiqué algo hasta el último detalle.

 V.

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Al momento de despertar, ya entrada la segunda semana del mes, recuerdo que debo hacer un pago en la tarjeta. De repente los apuntes peligran (incluyendo los cheques que recibo semanalmente gracias a mi trabajo). No tomé en consideración aquella cifra ilusoria perteneciente a la tarjeta de crédito que posibilita la compra de almuerzos, cenas y, de cuando en vez, viajes al este de los Estados Unidos.

Intento sumar, restar y anticipar el resto del mes haciendo cuenta del dinero que habrá que restarle al actual estado de cuentas. Entre el esfuerzo matemático (demasiado para alguien cuyo manejo del tema se limita a la suma y resta de dígitos familiares) y la preocupación del mes que va en picada, la mañana se me pinta enemiga. Correspondiente a su nueva orientación criminal, decido evitarla, haciendo a un lado el teléfono celular, la libreta y el abanico. Procuro dormir lo posible antes de entrar a trabajar.

 VI.

A pesar de lo mucho que evado el tema, mi papá figura prominentemente en mis trajines económicos. No suele meterse en mis asuntos, pero sí indaga. Casi como si de un entrenador o boxeador retirado se tratara, suele preguntar con tal de escucharse repetido; confirmar que sus palabras aún dan vueltas en las cabezas de sus dos hijos. Sin embargo, con cada año bajo su tutela, me siento un tanto agobiado por lo poco que prometen cambiar mis finanzas. No suelo ser directo al respecto, pero me imagino que entiende. Quizás guarda su silencio porque siempre fue el miembro de la familia que intuyó más de lo que habló; poseedor de un sexto sentido todavía por definirse, efectivo en cuanto que sentido y no tanteo. En su moderada forma de indagar respecto a mi bienestar, suele ofrecer recordatorios.

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Aunque no autor de aforismos, mi padre tiende a la brevedad, la sencillez y el optimismo.

 VII.

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“Claro que sé que no funciona”, me repito mientras añado otra triste compra. La lista, a pesar del año, no lleva evidencia del uso constante. Doblo algunas hojas con la intención de estropear su apariencia; tacho números y anotaciones, además de variar la letra y decorar el reverso de sus pocas páginas con bocetos de todo tipo. Convierto aquella diminuta libreta en una especie de cómplice; un “bookie” serio, pero no por ello menos rata. Luego de terminada mi tarea, recuesto los materiales sobre el escritorio donde, por semanas, ignoro demás obligaciones (artísticas, laborales, familiares), decidido  a perder el tiempo pensando en todo menos lo que me concierne.

 

 

                                 VIII.

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Semanas después de recibida la noticia, mi madre trae a colación la vida de aquel muchacho y sus mellizos. Escucho atentamente, como siempre, asumiendo la información como si se tratara de otro miembro de la familia (resulta que es primo de alguien cercano). Al final de su anécdota, me pregunto por qué comunicar nimiedades tales, por qué hacer caso de su tragedia (porque no dudo en asumir su situación como una penosa y desafortunada, debido a su edad y actual estado de desempleo). Con firmeza inusual, condeno  su poca voluntad y falta de madurez, seguro de que hablo, si no con el beneficio de los años, al menos con la altanería concedida por mis años de estudio.

No mucho después de pronunciadas las palabras, mi padre entra a la cocina y nos mira. Por un segundo creo que debió escucharme. Tardo en reaccionar cuando se nos acerca y alza el dedo diciendo aquello que corrige el desacierto, como siempre. Mi madre se mofa de él y nos reímos. Lo miro e identifico una certidumbre rara, pero familiar.

Con aquella breve intervención instala una nueva figura en el lugar de mi niñez. Por momentos, recorro el hogar sintiendo el peso de su historia, ahora dotada de habla y el tono de voz que le concede mi padre. Se repite tras mi caminar acelerado, estropeando su apariencia; ante mi mirada, conocedora del desprestigio al que le sometimos mi hermano y yo, finalmente recuperada. Tengo la certidumbre de que por los próximos días, viviré seguro de que me rechaza; pared, piso y cortina a modo de anticuerpos; el umbral de mi cuarto, por excelencia, válvula y nudo pronto a estallar. 

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