* El siguiente texto forma parte de la serie "Políticas de la escucha" de Juan Carlos Quintero-Herencia. Lea la primera y segunda parte aquí y allí.
En su enigmático capítulo “El negro y el lenguaje”, incluido en Peau noire, masques blancs (Éditions du Seuil, 1952), Frantz Fanon enfrenta una serie de preguntas sartreanas hechas en el Prefacio de la célebre Anthologie de la nouvelle poésie nègre et malgache (1948).
Sartre comienza así su Orfeo negro: “¿Qué esperabas al quitarle la mordaza a estas bocas negras? ¿Qué te cantasen alabanzas? ¿Una vez se levantaran, pensaste leer adoración en los ojos de estas cabezas que nuestros padres habían doblegado hasta el suelo por la fuerza?” Yo no sé, pero digo que quien buscara en mis ojos otra cosa que no sea una interrogación perpetua, deberá perder la vista; ni reconocimiento ni odio. Y si lanzo un gran grito, no será de ningún modo negro. No, desde la perspectiva adoptada aquí, no hay problema negro. Y si lo hay, los blancos se han interesado por casualidad. Es una historia que pasa en la oscuridad, y hará bien que el sol que yo trashumo alumbre los recovecos más pequeños. (23: mi traducción)
En el aquí del texto de Fanon, la pregunta, siempre abierta, ante las “razones” tras la violencia esclavista se figura como un sol feroz. Sol consciente de su duelo, de su batalla con la oscuridad de los espacios donde se alojan las respuestas. Respuestas, además, que los descendientes de la experiencia esclavista ensayan ante la lengua y con la lengua que sobrevive al trauma negrero. Se trata, para Fanon, de localizar una situación del lenguaje que rebasa por igual las bipolaridades morales, los idealismos o las simples inversiones de sentido. Además, localizar y colocar allí su cuestionar perenne es el comienzo para una reflexión sobre un asunto cardinal. ¿Qué significará usar la lengua para el esclavo recién liberado? ¿Qué podrá allegarle, el hombre y la mujer negros, a su libertad con el uso de la lengua?
En este texto de Fanon se moviliza un cuestionamiento implacable ante la compleja especificidad de la relación entre el lenguaje y lo negro en el contexto colonial de las Antillas. Dicho cuestionamiento no depone su excitada condición afectiva. Parecería que Fanon asedia y, por qué no, mortifica una relación firmada por su propensión a la aporía. Pues entre más domine el lenguaje (en este caso el francés), el negro parecería devenir blanco, parecería “extranjerizarse” y, en consecuencia, ser objeto de variadas sospechas, lanzadas desde múltiples lugares. De igual manera, entre más el negro utilice alguna lengua criolla, o algunas de las dizque jergas caribeñas, con mayor frecuencia terminará atado a los arquetipos asociados a su supuesta abyección mientras refuerza el bloqueo de conversaciones allende las aguas de sus islas. Este asedio y mortificación epistémica y corporal es, en Piel negra, máscaras blancas, un gran pretexto para reflexionar sobre la también compleja mimesis colonial que ha levantado y estimula todavía las culturas del poder del archipiélago.
Para avanzar, aprieto algunas notas. El significante negro, en Fanon (y en otras experiencias teóricas y sensoriales del Caribe), ocupa una zona oscura, ensombrecida, horadada por múltiples violencias y vaciamientos. La intensidad, el tono –el sol airado de Fanon–, por ejemplo, se orienta hacia esas lenguas, bocas, cuerpos y sonidos que pasan en la oscuridad. Si bien este sol añora alumbrar esos recodos sombríos, la iluminación de los mismos nunca será una plenitud absoluta.
Dicho esto, la pregunta o la ansiedad política ante los modos de decir lo negro en la sociabilidad puertorriqueña contemporánea podría no subestimar la continua actividad histórica del significante-negro, como también confrontar los protocolos identitarios que han naturalizado los modos de hablar y siempre condecorar lo negro entre nosotros. Quizás la obligatoriedad de cierto orgullo racial es otra forma de poner términos a una conversación política que destrabe la mismidad hegemónica. Es posible que lo no dicho, lo bloqueado por el orden discursivo colonial puertorriqueño no sea, en exclusividad, resultado de una sempiterna denegación racista. También el atolladero de este orden discursivo que no logra hacerle justicia a la particularidad de lo racial entre las islas, puede ser consecuencia de esas maneras moralizantes que cristalizan las representaciones de la singularidad histórica de la experiencia y contemporaneidad de la herida esclava.
Escuchar la cosa en Calma
Re-escribo una anécdota. Ismael Rivera, el sonero mayor, reaccionaba del siguiente modo a una pregunta en torno a su pertenencia en el mundo de la salsa. Maelo precisaba, entonces, las coordenadas espacio-temporales que acreditan su presencia en el mundo de la salsa. En una entrevista de 1977 citada por César Miguel Rondón en El libro de la salsa. Crónica de la música del Caribe urbano (1980) dice:
Ismael ¿Cómo entras tú en el mundo de la salsa, en el mundo de la música?
Ismael Rivera: Humildemente hablando, yo no entré en el mundo de la salsa, yo nací en el mundo de la salsa. Porque resulta que yo vengo de un pueblo que se llama Santurce, del área metropolitana de Puerto Rico, la costa norte; y yo soy de la calle Calma, y en la calle Calma el reloj, cuando yo me levantaba, era una cosa que hacía: pum quí pum…pum quí pumm… Y ese reloj como que se me metió en la sangre. Parece que yo traía algo y por eso puedo decirte que antes de tener uso de razón ya yo estaba en la playa con los tambores, con un señor que se llama Rafael Cortijo, que ustedes lo conocen bien, y bueno…él es el responsable de que yo esté en este pugilato. (223; las itálicas son de Rondón)
La escucha es la pausa sensorial y el pausar de los sentidos que permite que un cuerpo acoja algún relato sonoro. La pausa, en el mejor de los casos, devendrá rauda, dilatación y espesura perceptiva. También la escucha de los efectos acústicos es la entrega del cuerpo a la superposición de tiempos y a la amalgama sonora. La pausa cede para el re-ensamblaje sinestético de los sentidos que requiere el suceder de algunas escuchas. Algo que se te mete en la sangre; Algo que uno trae, algo anterior al uso de la razón. La escucha habita y habilita, por lo tanto, una condición sensorial mientras produce una temporalidad sonora donde esta misma condición deviene. El tiempo de la escucha no forma parte de una temporalidad cronológica y, por lo mismo, esta es la mejor imagen para su contemporaneidad pugilateá.
El mejor de los soneros pasea su acto de escucha entre una onomatopeya y una opaca memoria ancestral que siempre lo devuelve frente al mar. Así se libera de alguna pose idealista y traquetea con extraños códices orales al hablar del detallito que es el tiempo, o de la precariedad y el ruido depositados en la casa familiar de la calle Calma. El reloj es la clave.
Pero, el tiempo es un patrón rítmico que poseyera en otro tiempo al sonero en la Calma. Lo que avasalla al sonero no es lo que mediría el reloj, sino su sonoridad y su capacidad acústica para el embrujo rítmico. Para el sonero, el tiempo no es sucesión sino vibración, retumbe, nota e imagen. Maelo va más lejos y figura que su talento es un don anterior a su conciencia; un estar anterior a la razón en esa playa con tambores, sumergido en las resonancias de un tiempo que no es el Tiempo, pero playa sí es. El tiempo del sonero es una maquinita acústica cuya penetración desdibuja los límites exactos del lugar de su primera escucha.
¿Qué es, sin embargo, el tiempo histórico para el sonero mayor? ¿Por qué Ismael Rivera niega haber entrado, sino haber nacido en el mundo de la salsa? Esa escena barrial e imaginaria es, para Maelo, el mundo de la salsa. En ese inquietante “adentro” sonoro se encuentra; una zona anterior al tiempo de la pregunta sobre su participación salsera. Encontrarse físicamente con el maestro Rafael Cortijo fue encarnar en la historia de Puerto Rico esta escena acústica para luego re-editarla en su voz. Se nace en la salsa, parece decir el sonero, cuando se escucha el tumbao de las cosas inmediatas, porque el género aquí no es exactamente un período, sino una zona sensorial asentada en una condición percusiva donde memoria e instante confunden el cuerpo.
Más que la búsqueda de un contenido, la escucha que interesa por el momento es aquella cuando al saborear alguna musicalidad contempla la dilatación de su cuerpo histórico, sus señales y afectos, sobre el presente. La musicalidad que trabajo es el efecto imaginario, es un efecto de imágenes que desata y graba la firma de alguna canción y de sus intérpretes; lo que, en otras palabras, permite que una escucha “identifique” la pieza, la reproduzca y la paladee. De igual forma, es esta musicalidad la que activa una memoria y una serie de asociaciones.
Esta escucha, en tanto experiencia de lo complejo, rara vez se registra en las taxonomías musicológicas, o en el aburrido catálogo de formas, identidades, ideologías o técnicas musicales. La musicalidad caribeña más que ser algo, avasalla como un frotamiento subjetivo, como una fricción, como una ocupación subjetiva. La musicalidad es aquí una zona de tactos, de contactos históricos, de memorias somáticas, de encuentros sensoriales entre un cuerpo en resonancias y aquello que reverbera en una escucha siempre particular.
La marca infame
Incluida en el álbum Ismael Rivera, Vengo por la maceta (Tico 1973), la canción escrita por Plácido Acevedo lleva por título “Carimbo”. Se trata de la ficcional relación histórica que vocaliza el sujeto de la canción. El sonero “testimonia” la marca que nombró a Carimbo.
IR: Pobre negro Carimbo.
El negro Carimbó marcado fue
con un hierro candente, sí señor,
allá en los tiempos de la esclavitud
el negro Carimbó marcado fue.
La canción no pasea detalles de ese pasado: “allá en los tiempos de la esclavitud”. La canción es la transcripción de lo que, sin duda, se le ha escuchado “allá” al muerto-espíritu llamado Carimbo. El esclavo que no pudo vengarse es otro fantasma más que hechiza el presente histórico puertorriqueño (en esa galería se exhibe junto al hambreado y parasitado cuerpo del jíbaro, entre otros). “Carimbo” es un texto sobre la condición exógena, sobre ese “más allá” que insiste en el más acá del orden de las representaciones y del lenguaje puertorriqueño.
La canción, además, es la puesta en escena del grito esclavo y el apaciguamiento dudoso del mismo. Maelo quisiera aplacar el llanto del que “no se pudo vengar”, con los frágiles “los tiempos ya están cambiando bastante” y un “ya no se infringe más” carimbo. Aún así, ¿podrá el canto del mayor de los soneros conjurar la violencia atroz de esa esclavitud que al marcar el cuerpo esclavo le dio entrada al lenguaje y a la producción social mientras la misma marca expropiaba dicho cuerpo? Quizás esta canción exhibe in extremis la economía de traspasos que supone advenir al nombre, a la cultura y la comunidad en el mundo que creó la esclavitud.
Carimbo es por igual el nombre del sujeto herrado como la inscripción histórica de este terrible pasado escuchado como en sesión espiritista. Pero, la evidencia de la marca, de la violencia extrema de la marca infame es, precisamente, su redundancia lingüística. Pues a diferencia de los esclavos de la Historia o la Antropología, tras ser herrado el negro Carimbo no recibe otro nombre de pila sino que su nombre es la repetición significante del instrumento de hierro que lo hiere. (Carimbo es un puertorriqueñismo, un americanismo elaborado a partir de calimba, calimbo, el hierro con el que se herraban los animales.)
Cuando su cuerpo lacerado fue~e~e~e~e
Carimbó gritaba asíí~í~í~í~í:
el blanco que me hiere sin piedad
no tiene sentimiento ni valor
la ira de mis dioses les traerá
y más nunca tendrá la salvación.
La musicalidad aquí es un intento bifronte por inscribir en la tonada los sentidos de la “marca infame” del sello de propiedad y los efectos de un dolor irrepresentable. La musicalidad de “Carimbo” es también la posibilidad de pensar la queda(era) maldita de Carimbo: su perpetuo lamento y maldición eterna al verdugo del mayoral. La verdad histórica de la palabra de Carimbo, la canción y la piel quemada del negro, es el signo intransferible de la sujeción negrera y del acto del lenguaje que inaugura la boca de Carimbo; pues quien arriba al lenguaje a través de la quema y mutilación de su cuerpo sólo puede mal-decir. El dolor carece de buena sintaxis o dicción.
La canción, el arreglo, en fin, la musicalidad que ensamblara el número es la forma que expone y retira el don dañado de esta venida al lenguaje. El alargamiento de las vocales, el paso del llanto al ritmo afecta el tumbao triste de esta canción para un sujeto muerto. Carimbo no puede conformarse con decir, sino mal-decir a perpetuidad lo que el sello de propiedad hizo de su cuerpo y de su voz. El nombre esclavo, la inalterable marca de la mismidad negrera acosa al sonero preocupado más por su presente que por la salvación religiosa. “No Carimbo, no Carimbo”.
Carimbo es el grito desesperante y angustioso de una rotura subjetiva, de la mortandad significante de esta voz y la imposibilidad de ese “yo” arribar al presente de la canción. Maelo media cual médium ante el “pobre negro Carimbo”. El cuerpo y la lengua en “Carimbo” terminan presentando la imposibilidad misma de transmitir lo que la marca llevó a cabo. La descripción lacónica del sonero, la ficción muertera del sonero insinúa la escucha insoportable de una queja cuyo contenido no existe fuera de esa maldición como la cifra llagada que registra la intransmisibilidad de la experiencia esclava que pasó por el carimbo. Carimbo es otro más de los procreados por ese vientre aterrador, ese barco abierto que da a la luz muerte, con el que Édouard Glissant figuró, en su Poétique de la Relation, el barco negrero que descargara en las Américas.
La marca es infame, no sólo por ser irreconocible allí donde aparece la fama histórica, sino por ser el signo mismo de un equívoco entre representación y realidad, entre la ficción del cuerpo marcado y la pervivencia contemporánea de los desastres abiertos por la esclavitud. El lenguaje de Carimbo es su cicatriz, su nombre es un cuerpo quemado y llagado por la esclavitud. De igual modo, su mal-decir es el calco y la reproducción de su entrada al lenguaje en tanto sujeto (h)errado por un “superior” blanco que al matarlo lo puso a hablar. Este es el comienzo poético de la canción festiva que escucha-llora Maelo.
Pero, de vuelta a los enigmas de nuestras grandes voces negras: ¿Qué hacer ahora con ese presuroso y final “calla Carimbo” del mayor de los soneros?
Lista de imágenes:
1. Robert Mapplethorpe, "Phillip Prioleau", 1982.
2. Robert Mapplethorpe, "Ken Moody and Robert Sherman", 1984.
3. Robert Mapplethorpe, "Donald Cann", 1982.
4. Rafael Cortijo e Ismael Rivera. (Foto colgada por Primera Hora)
5. Fachada de la casa de Ismael Rivera. (Foto por Gary Domínguez)
6. Ismael Rivera.
7. Imagen intervenida por Cruce.
8. Ismael Rivera.