De la queda(era) 3: una cresta de ola

*Esta es la tercera y última parte "De la queda(era)". Para acceder a la primera parte, "De la queda(era):1", haga clic aquí, para acceder a la segunda, "De la queda(era) 2: el perro de piedra", pulse aquí.

Mi trago es un eterno aquí me quedo.
Mi patria es un zigzag sobre la niebla.

-Manuel Ramos Otero

I

Ni espejo moral, ni versión menor del muro de las lamentaciones, la atracción por la queda(era) es también una entrega del embeleso ante lo que resta, ante lo que persiste en otro tiempo. Condición subjetiva y praxis de la palabra puertorriqueña, sus errancias desacomodan el péndulo moral del sentido común donde toda política del sentido es reducida a una batalla entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. Con la queda(era) se podría atravesar la productividad sensorial de una era que queda entre sus palabras; la queda(era) como escafandra sensorial de una palabra en comunidad. 

La creatividad verbal puertorriqueña nos recuerda que no existe en los diccionarios el término “quedadera”. Con la supresión de la “d” aparece el vocablo. El neologismo inscribe también algo más que otra supresión propia del saber oral de estas aguas. Trabajar con devoción lo que (se) queda, deviene, cómo no, queda(era) a partir de una economía del paréntesis. Tras la sustracción fónica de la “d”, el español puertorriqueño consiente en hacer de la queda(era) una era. Con el añadido del ( ) se a(isla) un tiempo. Entre el paréntesis, encerrado apenas, el sufijo comienza a resonar.

Reverbera ahora la voz (era) en tanto período, momento. Entre paréntesis, además, una extensión temporal se miraría a sí misma. La creación del vocablo y sus resonancias inscriben una condición del lenguaje puertorriqueño y de las poéticas que podrían movilizarse a partir del mismo. El paréntesis pone en operaciones al sufijo –era contra los sentidos habituales de la queda(era) entendida como quietud intransigente o modo de la repetición vacía de la mismidad, de lo idéntico. El paréntesis puede acoger una queda(era) que deshilache a la otra.

 

El verbo quedar (del latín quietãre, sosegar, descansar) anota un sentido que no parece activado necesariamente en la queda(era) isleña. Quien se queda pegao, por ejemplo, sin duda se detiene pero ¿descansa? ¿El queda(o) reposa sereno? ¿El queda(o) habita de tal modo su inercia que nunca logrará percibir su parálisis? ¿O algo allí todavía insiste en revolverse? La acción de suspender(se), recogida en la matriz del verbo quedar, al añadírsele el sufijo –era se convierte en lugar u oficio donde algo inclusive prolifera. Lo que parecía detenido, lo que parecía permanecer idéntico a sus modales, mientras niega la transformación, insinúa ahora una formidable actividad.

La frases que incluyen el término como calificativo adjetivan un modo que parece habitar un tiempo que no transita. En efecto, la queda(era) señala una condición averiada, pero también traza un estado que sensibiliza la médula de un ethos comunitario, de una comunidad en la lengua. La queda(era) es también fábrica y la tierra donde se acumulan los quedaos, sus objetos y sus extrañas travesías; el espacio (nunca ideal) donde se reproduce un tiempo para el lenguaje del a-(isla)-miento: La mentira de la isla como índice perfecto de lo incomunicado; la mentira que arrastra cualquier metafísica que monumentalice lo que diría sobre nosotros el litoral.

II

Es difícil sobreponerse a la belleza sombría, a la dignidad triste que recorre el poemario póstumo de Angelamaría Dávila, La querencia (2006). La justicia de ese título coincide con la forma y los énfasis del libro. No es este un libro sobre el contenido del Amor, sus performances, sino sobre un devenir incesante. La querencia es un complejo estado afectivo al cual una escritora consigue, además, hacerle una guarida. La querencia de Angelamaría es la escritura de las inclinaciones de ese animal fiero y tierno por aquellos “lugares” donde ha aprendido a querer. Este libro es el trazo de las repetidas rondas de un saber por los trechos donde ha ejercido sus quereres con intensidad. Poemas puntuales de La querencia inscriben la escritura de un merodeo deseante, el paladeo de esas experiencias donde el cuerpo ha quedado fulminado por la brasa (palabra cara a Angelamaría) del trajín amatorio.

La vuelta a los “santos lugares” donde se amó agujerean al sujeto; el poema es el registro de esta corrosión. La travesía que recoge el poema en Dávila deshace la convenida decantación sujeto( )objeto propia de la lírica occidental. El hermoseo de la voz personal, la mimesis conceptual que se quiere estética, no constituyen el horizonte sensorial que excita la querencia de Dávila. Dejada atrás una experiencia amatoria, quedada la voz tras el adiós, encandilada por un ardor que ya no está, el poema en Dávila no será el sitio donde al “yo” se le ocurran chulerías razonadas, ideas fantásticas para impresionarnos; un sujeto buscará allí asir una sensualidad difícil, quizás extraviada. Angelamaría Dávila es una poeta de la singularidad esquiva e inapelable del deseo y sus efectos (incluidos los políticos).

pintura

El sitio del deseo como el lugar sitiado exigen ser marcados con precisión. La querencia por estos lugares del deseo es también la disposición y puesta a la intemperie de la amante. En su poema “el deseo en Ponce de León esq. Gándara” se lee:

[…] mientras
haciéndome la que respiro me quedo quieta

 

bien quieta y
balbuceo el silencio que amenaza
derrocar las palabras con un golpe de abrazo.
rápido, como siempre un ‘hola’ o un ‘qué brega ésta’
o el ‘¿cómo estás?’ punzándonos de nuevo
sustituyen el cielo. (51-52)

El trazo quieto del cuerpo poético de Dávila anhela reconstituir y extrañar la materialidad de su entorno. El deseo hace de la respiración, simulación. Bajo las emisiones del deseo se balbucea, las palabras ordinarias relevan al horizonte y a la perspectiva habitual aderezando otro entorno donde los cuerpos puedan encontrarse.

La querencia despliega una turbadora topografía isleña, más bien, el territorio afectivo del libro, sus recorridos hacen de la soledad una constante en esta “ínsula extraña”. No que no se encuentren “otros” entre sus páginas, ni halla momentos de excitación gozosa y hasta patriótica. Pero según el libro va acercándose al final, el sujeto poético de Angelamaría repite sus inclinaciones y “acecha” esos espacios sin multitudes donde quisiera recuperar el olor, el trazo del amante. El amante es el gran desaparecido, el ausente en La querencia.

En la penúltima sección del libro, titulada Limen, a la salida, Dávila coloca un umbral poético para dar allí otro paso más en la materia de su querencia. Se trata del poema “un no sé que queda (glosa de San Juan)”. Las décimas de Dávila no sólo re-escriben los versos del extraordinario poema “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz, prolongan además, su figuración motriz de la voz poética tras el trazo de lo amado-desaparecido, el “salí tras ti, clamando, y eras ido”.

andé de abajo hacia arriba
el triyo que caminaste,
sin saber si me buscaste
o me diste por perdida.
las señas de tu guarida
no declaraban su ciencia;
no sabía su conciencia
que a mi corazón llagaba
un no sé qué quedaba
balbuciendo tu presencia. (173)

El “triyo que caminaste”, sin embargo, no es un desierto, acaso un espacio (monte y mar) con significados más literales que referenciales. Zona despoblada donde la voz investiga, sus características, los rigores que la significan (“espinas como puñales” “maraña”) acentúan que la hablante, salida del camino, (“metiéndome entre breñales”) se encuentra absorbida por una íntima relación con el “afuera”:

      buscaba de lo querido
 algún rastro que me diera
 noticias de algo que fuera
 consuelo del corazón;
 y un no sé qué se quedó
 balbuciendo desde afuera (174)

La tendencia subjetiva por estos lugares, su querencia no se cansa de ejercitar al “ánima” en el no-hallazgo, en la poética negativa de un re-encuentro. Una lectura del gesto político de La querenciaque desestime este sensorio colocado en las “afueras”, a favor de los contenidos ideológicos y las referencias políticas claras que atraviesan el libro, echará a un lado lo que parece ser su potencialidad extrema: el trasiego sensorial de una pasión, de un pathos irreparablemente desencontrado con su entorno.

La poética del balbuceo en Dávila, es una política y un acto de lectura que exhibe la dificultad, el infortunio de un sensorio extrañado por sus pasiones. Se balbucea cuando la palabra ha sido grabada, inclusive gravada, por la intemperie sensual del otro. En incertidumbre, la poeta repasa entonces el rastro intransitivo de lo que se ha ido, del que ya no está en el camino. La muerte comienza, entonces, una vez la voz deseosa presiente que las precarias huellas del amado no facilitarán la reunión de los amantes:

bajé hacia el mar, busqué a diestra
y a siniestra por los signos
desifrando los designios
de tu huella, que se muestra
por momentos, quieta o presta
empeñada en saber dónde
cómo y cuándo te encontraba
sólo un no sé qué quedaba
balbuciéndome tu nombre. (175)

Justo cuando el territorio isleño yace reunido en la inexpresiva huella del amado, justo cuando la insistencia del no sé qué remata en balbuceo la des-figura del nombre, sólo entonces y sólo allí, la mar le ofrece algo a la demanda de la poeta.

del horizonte una cresta
de ola se alzó para hablarme;
dijo cosas sin mediarle
ni palabra ni respuesta.
sola me quede en la puesta
del sol, que se fue volando
desangrado, coagulando
en sombra, la noche llega
en un no sé qué que queda
balbuciendo. seguí andando. (175-176)

La queda(era) poética de esta mirada es su incorporación de un momento para la contemplación simultánea de una herida indistinta. El daño transita por igual el paisaje como la circunstancia sensorial desde donde emana el poema. Lo que dijera la “cresta de ola” excede al lenguaje y la polaridad de los diálogos, tampoco ese decir de la ola se suma a los atributos del litoral. Las cosasque dice la ola, las cosas que son la ola labran la soledad compartida como imagen del cuerpo poético y del cuerpo del litoral. La metáfora marina inscribe una carnosidad que habla. La no-palabra de la ola es el (tras)paso sensorial de esa herida compartida por el atardecer y la amante.

La imagen antecede la despedida del sol pero no es compañía del sujeto. Esta imagen es el cuerpo limítrofe del sentido fuera de las palabras. La imagen es el doble sensorial de la poeta como voz herida en las afueras. La “cresta de la ola” es el balbuceo del mar: su protuberancia expresiva. ¿Qué es una imagen? Un objeto que queda expuesto en ese espacio sin mediación entre la poeta y sus palabras: un cuerpo compartido. La ola, el guiño que en la orilla dice el archipiélago es imagen del declinar simultáneo, irreparable de los cuerpos. El decir de la ola dispone el viaje hacia la opacidad.

El poema terminará, no obstante, con una voz empeñada en volver sobre sus pasos. La noche es el espacio y el momento idóneo para el balbuceo como travesía de sentidos. Entre balbuceos, sin duda, sería posible reconstituir la entrega del amado. Pero el balbuceo es metáfora para las lógicas del sentido que quedan más allá o acá del litoral; el balbuceo es la lengua rota de la deseosa en el litoral. Tras sufrir los rigores del lugar donde aconteciera su deseo, la palabra poética trastoca los sentidos que la condenarían a la quietud. El decir sin lenguaje de la ola desaloja la eternidad vacía de lo idéntico, como cárcel de espera para el cuerpo.

caminé de vuelta el viaje
desandando lo que anduve,
corazón y sino tuve
en provisión de equipaje.
mi ánima arisca, salvaje,
espera quieta al desvelo
que te entregues ya de vero
sin mandar a los que dejan
ese no sé qué que quedan
bal  bu  cien  do

Al final queda la espera excitada ante otra imagen nocturna; la posibilidad imposible de interceptar al autor de esos signos herméticos que han apartado a la poeta del objeto de su deseo. Alzamiento de la poesía que “a punto de ser domesticada”, “se desnuda tentando/ entre la oscuridá y el placer. subrepticia y solapada/ avanza y vence”. (146)


*Todas las piezas que ilulstran este artículo, pertenecen al artista surrealista René Magritte.

Categoría